17/12/2025
Publicado en
El País
Ricardo Calleja |
Profesor del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
Cada año, la Navidad se nos impone obligándonos a tomar posición. ¿Felicitamos con un neutro “felices fiestas”, con un druídico “feliz solsticio”, o con un “feliz Navidad” que algunos consideran intrusivo? (Hay incluso quien con aire retro saluda con un “felices Pascuas”). Literalmente se repite lo que el anciano Simeón advirtió sobre Jesús a María y José en el Templo de Jerusalén: “Será una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones”. Incluso si no podemos prescindir de ella, ¿tiene que ser la Navidad explícitamente cristiana? ¿No podríamos rediseñar la fiesta para celebrarla juntos, integrando modos distintos de vivirla? Este experimento ya se hizo en Estados Unidos, donde celebran Christmas sin Christ: el protagonista es Santa Claus. O, más bien, el consumidor. Pero todos sabemos que esa Navidad comercial es una trampa saducea. ¿No podremos dar con una fórmula más nuestra, que destaque sentimientos, valores y figuras capaces de unirnos?
Este planteamiento suena razonable. Pero pienso que es una vía muerta. Esa versión blanda de la Navidad es incapaz de darnos lo que promete: amor, cuidados, paz, luz, esperanza, solidaridad. Las historias siempre han sido más eficaces que las ideas abstractas para mover los corazones. Para que los valores navideños se hagan realidad, no basta la repetición enfática de los mismos con canciones cursis y discursos bienintencionados. Como no basta el turrón para alimentarse. La prueba la tenemos precisamente en la agitación consumista de estos días, que rara vez se traduce en una renovada alegría, ni en la cercanía efectiva con los que más sufren.
¿Cuál es la alternativa? Desde luego, mejor es lo que tenemos que seguir produciendo sin descanso. Pero cabe también la posibilidad de que volvamos a leer y sigamos representando la narración original de los evangelios. No se trata de un relato maniqueo, que consuela a los creyentes y refuerza privilegios. Entre los que reconocen al Mesías hay pobres de Israel y ricos paganos en búsqueda; entre quienes lo rechazan, dictadorzuelos, sesudos sabios de Jerusalén y paisanos de Belén de toda la vida. Todos podemos encontrar el personaje con el que identificarnos. La Navidad no se presenta como un fenómeno de nicho sino como “una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo”, según anuncian los ángeles a los pastores.
Pero en las páginas de Lucas y Mateo descubrimos que en la Navidad hay claroscuros. La dulzura de la madre que sostiene al niño contrasta con la amargura de la indiferencia, con la crueldad del tirano. El belén nos habla de un amor que exige cuidado de lo frágil y esforzado sacrificio. De una luz con sombra de cruz. La Navidad de los evangelios es entrañablemente humana, pero no primariamente horizontal sino vertical. El niño Jesús no nos enseña valores: nos trae la Salvación. Los antiguos padres resumían: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”. Sólo si el Cristo descendió hasta el polvo —pañales, destierro, violencia— podía abrazarnos en nuestra humanidad; pero sólo si era Dios podría elevarnos hasta el cielo, hasta el Amor. La esperanza de la Navidad no es bobalicona e ilusa, aunque exige creer como niños. Es la esperanza de un amor que nos dice eso de Rosalía en Lux: “Toíto te lo perdono”.
Podemos cantarla con villancicos de pastores o sumarnos a los coros angélicos de un Mesías de Haendel: caben todos los gustos. ¿Pero todo esto concierne al no cristiano? ¿No es peligroso que el eje de una fiesta compartida pase por algo tan estrictamente confesional? Esta angustia está prefigurada en la de Herodes, que piensa que el Rey que nace viene a moverle la silla, hasta el punto de que maniobra para abortar su reinado. El verdadero peligro estaría en olvidarnos de estas escenas y de la Verdad sobre el ser humano que desvelan, haciéndola accesible también a no creyentes. Sólo “después de Cristo” podemos superar la letanía de Oscar Wilde en la cárcel de Reading: “Todo hombre mata aquello que ama”. La angustia deberíamos sentirla si —endurecidos en nuestro cinismo— no fuéramos ya capaces de conmovernos ante el amor que emana de una familia desamparada. Si no nos compadeciéramos de los santos inocentes.