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Juan Carlos Orenes, Doctor en Derecho y Profesor Asociado de la Universidad de Navarra.

Indultos sin control

El autor sostiene que cuando un juez dicta una sentencia condenatoria no resulta fácilmente asimilable que el Gobierno pueda discrecionalmente otorgar un indulto extinguiendo o reduciendo la pena impuesta

vie, 16 ago 2013 08:24:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Resulta frecuente que la concesión de determinados indultos alcance una gran repercusión informativa generando sorpresa, incredulidad e indignación en la opinión pública. En estas ocasiones, más allá de las particularidades de cada caso, se abre el debate sobre su actual configuración en el ordenamiento jurídico.

El indulto es una manifestación del ejercicio del derecho de gracia por el que se elimina o reduce la pena impuesta, se regula por una ley de 1870 que justifica su existencia para evitar ¿las consecuencias siempre lamentables de la inflexibilidad de la sentencias ejecutorias, que por mil variadas causas conviene en ciertos y determinados casos suavizar, a fin de que la equidad, que se inspira en la prudencia, no choque nunca con el rigor característico de la justicia". El propio legislador decimonónico era consciente de los peligros que encierra la indebida utilización de la potestad de gracia, precisamente, la ley se promulgó con el objeto de evitar los males que se podían derivar de un uso exagerado e irreflexivo, por lo que advertía de la necesidad de poner fuertes trabas a la concesión.

En un interesante estudio sobre la materia, el jurista Requejo Pagés ha puesto de manifiesto cómo el asunto del derecho de gracia estuvo muy presente en las deliberaciones que culminaron en la aprobación de las Constituciones de 1812,1869 y 1931, lo que contrasta significativamente con la actual Constitución de 1978 en el que el debate sobre esta cuestión prácticamente no existió. En la Constitución de 1931 la concesión de los indultos se judicializó casi por completo, poniéndolos en manos del Tribunal Supremo; en la actualidad es una prerrogativa del Gobierno, lo que no parece adecuarse bien al principio de separación de poderes. Este principio exige que sean las Cortes Generales las que mediante Ley Orgánica aprueben las leyes penales en las que se tipifican y castigan aquellas conductas que se consideran merecedoras de un mayor reproche social y que sean los jueces los encargados de aplicarlas juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. Por eso, cuando, tras la celebración de un proceso sujeto a toda clase de garantías, un juez dicta una sentencia condenatoria no resulta fácilmente asimilable que el Gobierno pueda discrecionalmente otorgar un indulto extinguiendo o reduciendo la pena impuesta, especialmente cuando el marco jurídico actual permite que la concesión no se haga de forma motivada y que no esté sujeta a control, más allá de los aspectos formales de su tramitación.

Son muy significativas las reflexiones que sobre el indulto realizó el Tribunal Supremo en una resolución dictada el pasado mes de octubre, considerándolo como una herencia del abj
solutismo que no tiene fácil encaje en el ordenamiento constitucional, que debe estar presidido por el imperativo de sujeción al derecho de todos los poderes, tanto en el orden procedimental como sustancial de sus actos. El tribunal avisa del peligro de que las sentencias condenatorias puedan hacerse vanas sin que conste ninguna razón estimable. No debería, por tanto, aplazarse por más tiempo el debate en profundidad sobre el derecho de gracia, y si es aconsejable mantener la institución del indulto deberá rodearse su concesión de las cautelas precisas, garantizando que se otorgan de forma excepcional y motivada y que en último término, están sometidos al control jurisdiccional más allá de los aspectos puramente procedimentales. Se trata de que el indulto responda siempre a motivos de ¿justicia, equidad o utilidad pública". Los indultos de los que han disfrutado en ocasiones políticos relacionados con casos de corrupción, altos cargos, banqueros o empresarios allegados al poder sugieren otros móviles menos confesables y permiten comprender que los grandes partidos no muestren ningún interés en modificar un instrumento que, en último término, puede utilizarse en su propio beneficio.