15 de diciembre de 2022
Publicado en
El Mundo
Fernando Simón Yarza |
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Navarra
El Tribunal Constitucional es la clave de bóveda de nuestro Estado de derecho, piedra angular en la que se asienta el orden constitucional. Cualquier deterioro que sufra tiene consecuencias graves. Si pactar su renovación desde la lógica partidista fue suficiente para que un presidente emérito del órgano, el profesor Cruz Villalón, hablase del riesgo de su «irrelevancia», las líneas rojas que algunos parecen dispuestos a cruzar ahora son incalificables.
El peligro que para la Constitución representa su actuación es muy real, tanto por la certeza de los daños en que se materializaría como por su magnitud. En este sentido, pienso que el Tribunal Constitucional debe replantearse seriamente el interrogante, examinado en el pasado, acerca de sus poderes para suspender cautelarmente, con carácter excepcional, leyes cuya inconstitucionalidad causaría perjuicios irreparables (vid. al respecto, principalmente, el ATC 90/2010, con sus cuatro votos particulares; reiterado en resoluciones posteriores).
1. Para hacerse cargo de la relevancia constitucional que cobra hoy esta cuestión, tal vez sea oportuno considerar, con toda la seriedad que merece, lo siguiente: a) Los perjuicios irreparables no se refieren simplemente a lo regulado por un precepto concreto, sino que atañen a un aspecto nuclear del Estado de derecho. No me resisto a tomar prestada una frase que el magistrado Javier Delgado Barrio pronunció en su voto particular al ATC 90/2010 y que hoy suscribirían, seguramente, juristas de todo signo ideológico: «Nunca en la historia de este tribunal se había presentado una situación de hecho como la presente». b) La aplicación de la norma eventualmente recurrida socavaría la legitimidad de la institución que, con posterioridad, estaría llamada a conocer el recurso. La reforma, por tanto, afectaría gravísimamente a la integridad de la facultad para conocer el recurso de inconstitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional, competencia que le atribuye expresamente el artículo 161.1 de la Constitución.
2. Es cierto, como ha sostenido el Tribunal Constitucional en reiteradas ocasiones, que «la presunción de legitimidad de la que disfrutan los actos o normas que emanan de poderes legítimos» obliga a «considerar como excepcional la posibilidad de suspender su vigencia o ejecutoriedad» (ATC 90/2010, de 14 de julio, FJ 2; refiriéndose a la STC 66/1985, FJ 3). Existen sólidos argumentos, sin embargo, para no extender semejante presunción hasta extremos que no serían razonables, en situaciones en las que pugnaría con indicios más ciertos y daños no menos graves.
3. Ciertamente, la suspensión automática de disposiciones recurridas ante el Tribunal Constitucional sólo está prevista constitucionalmente para la impugnación gubernamental de «disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas», recogida en el artículo 161.2 CE. Este precepto engloba la impugnación gubernamental de leyes autonómicas, tal y como se dispone en el artículo 30 de la LOTC. Se trata, además, de una suspensión que opera ipso iure desde el inicio, por la misma interposición del recurso en el que se invoca, y cuyos antecedentes parlamentarios apuntaban a un auténtico veto suspensivo del Gobierno más que a una medida cautelar. De hecho, su naturaleza de medida cautelar decidida judicialmente sigue operando únicamente a posteriori e inicialmente constituye un vehículo de control en manos del Gobierno. Por ello, entiendo que no puede deducirse del precepto por sí solo la exclusión de plano de otras modalidades de suspensión decididas a limine, como auténticas medidas cautelares, por el Tribunal Constitucional. No me refiero únicamente a la suspensión cautelar que pudiese disponer la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sino, de manera especial, a la que resultase constitucionalmente indispensable para preservar la integridad de las facultades que la Carta Magna atribuye al Alto Tribunal. De lo contrario, la lectura del silencio constitucional como falta de competencia para acordar la suspensión cautelar de la ley impediría ésta, incluso allí donde fuese imprescindible para la indemnidad del recurso principal, verbi gratia, del recurso de inconstitucionalidad; y ello incluso frente a recursos interpuestos contra atentados al núcleo mismo del orden constitucional.
4. Es cierto que el Tribunal Constitucional mantuvo en su ATC 141/1989 –y reiteró con posterioridad, aunque no sin opiniones disidentes– que la suspensión de la aplicación de leyes sólo es posible cuando esté expresamente prevista. En línea de principio o con carácter general, semejante regla –no escrita, conviene apuntarlo, en la Constitución– constituye un criterio razonable. Sin embargo, no parece que pueda llevarse hasta el extremo de desvirtuar los propios recursos que la Constitución asigna al tribunal; y, menos aún, hacerlo cuando está en juego su contaminación misma. Lo contrario nos llevaría a tener que aceptar que, ante la desnaturalización por vía legal de la institución que culmina el edificio constitucional, ésta hubiera de permanecer como un convidado de piedra. No está de más recordar que se han dado casos de Estados democráticos de derecho desmantelados por obra del legislador; y las generaciones posteriores siempre han juzgado severamente a los que, con su acción u omisión, ora por una voluntad aviesa ora por una voluntad tímida o complaciente, contribuyeron a ello.
5. En Alemania, el artículo 32.1 de la Ley del Tribunal Constitucional Federal, de dicción notablemente genérica, ha sido invocado por el Tribunal de Karlsruhe para admitir, excepcionalmente, la suspensión cautelar de la ejecución de la ley (vorläufige Aussetzung des Gesetzesvollzuges). Destacados juristas han postulado en España, creo que con razón, una cierta modulación de la doctrina constitucional sobre la facultad de suspender cautelarmente la aplicación de normas con rango de ley. Dicha modulación no tendría menor cobertura en el texto constitucional que la pretendida regla no escrita que sostiene que únicamente cabe como previsión expresa, semper et ad semper; y en situaciones de singular gravedad podría fundarse, constitucionalmente, como facultad indispensable para la integridad de los recursos previstos en la Norma Fundamental.
6. Como he señalado, la facultad del Tribunal para suspender cautelarmente una norma recurrida que pretende domeñarlo se funda en la integridad de su competencia para conocer eficazmente el recurso de inconstitucionalidad, cuyo sentido resultaría anulado con la renovación ilegítima. En este caso, además, el eventual recurso iría dirigido contra una ley que pone en riesgo un aspecto nuclear del Estado constitucional de derecho. La impugnación podría perder su sentido una vez consumada la lesión y la competencia constitucional de control del Alto Tribunal quedaría neutralizada. Entiendo, por consiguiente, que el Tribunal Constitucional no puede estar despojado de tan importante facultad.
7. No se oculta, en fin, que el artículo 30 LOTC dispone que «la admisión de un recurso o de una cuestión de inconstitucionalidad no suspenderá la vigencia ni la aplicación de la Ley, de la disposición normativa o del acto con fuerza de ley, excepto en el caso en que el Gobierno se ampare en lo dispuesto por el 161.2 de la Constitución para impugnar, por medio de su presidente, leyes, disposiciones normativas o actos con fuerza de ley de las Comunidades Autónomas». Aun si dejásemos en el aire la cuestión –para nada baladí– de que si este precepto se limita a regular la suspensión automática, como es razonable sostener, su interpretación conforme a la Constitución requiere, cuando menos, dar cabida a aquella suspensión que resulte inherente al ejercicio íntegro de las competencias constitucionales del artículo 161.1 CE –máxime en casos en que, como he reiterado, puede producirse una quiebra irreparable para la arquitectura del Estado de derecho. La lectura opuesta, por contraste, conduciría a limitar su poder aún cuando resultase condición necesaria para la practicabilidad de las atribuciones que le otorga la misma Carta Magna. Nos encontraríamos ante una restricción interpretativa de difícil compatibilidad con la Constitución; una limitación que, más allá incluso de la actual coyuntura, podría tener funestas consecuencias en manos de mayorías parlamentarias de cualquier signo político.