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Políticos débiles + mercado neoliberal, la fórmula de la crisis de nuestras democracias

15/01/2021

Publicado en

El Obrero

Marcho Demichelis |

Investigador senior en Estudios Islámicos e Historia de Oriente Medio. Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra

Los acontecimientos sucedidos hace unos días en el Capitolio muestran de manera incuestionable cómo un presidente elegido democráticamente puede terminar siendo autocrático y, por tanto, un peligro para la democracia. Especialmente cuando las redes sociales, las plataformas  mediáticas y sus propios compañeros de partido no son capaces de contener sus declaraciones más descuidadas y provocativas.  

Desafortunadamente, esta praxis viene de lejos en la historia contemporánea occidental. Adolf Hitler y Benito Mussolini obtuvieron el poder político a través de elecciones en los años 1932 y 1924 respectivamente, si bien esas elecciones se caracterizaron por acciones violentas, asesinatos y falta de transparencia. La presión mediática, la pobreza cultural de los ciudadanos, las crisis económicas y la arrogancia conjunta de palabras y acciones pueden manipular admirablemente a la población, en particular en aquellos lugares donde predomina con fuerza el miedo y la perspectiva de la conservación social. 

El asalto al Capitolio no solo simboliza en qué medida parte de la población estadounidense prefiere un candidato que, por mencionar uno de los aspectos más básicos de la vida pública, ni siquiera es capaz de gestionar adecuadamente aspectos tan básicos como la salud -cabe recordar la gran cantidad de muertos derivados de su nefasta gestión de la pandemia-. Este favoritismo está relacionado con la preferencia de una parte de la población por un líder blanco, racista, de clase alta, armado y fingidamente religioso. 

Esta narrativa polariza una nación que tiene muchos problemas históricos no resueltos, desde la colonización de la frontera hasta la guerra civil de 1861-1865. Sin embargo, lo más preocupante es que si este último caso nos ha sorprendido, otros sucesos aún más graves que tienen lugar en democracias occidentales pasan desapercibidos sin que reparemos en ellos. 

El 7 diciembre 2020, el presidente francés Macron confirió la Legión d’Honneur, la más importante condecoración honorífica francesa, al general y presidente de Egipto al-Sisi. Sin duda fue una acción desconcertante y de una gravedad absoluta, que aún ha tenido muy pocas consecuencias. El presidente de un país democrático, el jefe de Estado de la nación donde abunda la retórica sobre los valores proto-democráticos más importante de Occidente, entregó el título civil y militar más significativo a un general golpista y responsable del absoluto resurgimiento homicida en el país norteafricano. 

Basta mencionar el caso del estudiante de doctorado italiano Giulio Regeni (28 años), asesinado después días de torturas en 2016, así como el de Patrick Zaki, estudiante egipcio de la Universidad de Bolonia, que se encuentra en la cárcel sin juicio y sin pruebas desde hace más de un año. Son los ejemplos más conocidos a nivel internacional del delirante estado de seguridad y autocracia de El Cairo. 

El Democracy Index del semanal The Economist, así como The Freedom House, insisten en usar indicadores de democracia que se fijan en las políticas internas de los países del mundo: proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política. Pero no consideran el factor económico que los países democráticos promueven a través de compañías multinacionales que tienen sedes institucionales allí. Compañías petroleras, armamentísticas, agrícolas, de servicios... que actúan guiadas por su propia política extranjera y que cuentan con el apoyo y soporte político de todos los gobiernos del país al que pertenecen.

La crisis de la democracia contemporánea cobra sentido a la luz de esta connivencia entre políticos débiles y mercado neoliberal, independientemente de la retórica que utilizan sobre la democracia. A los líderes autocráticos como los presidentes de Rusia, China, Turquía y Egipto les resulta muy sencillo sacar pecho para decir que lo mejor para una democracia es el gobierno del hombre más fuerte.  Diez años después de las primaveras arabes y treinta después de la Tercera ola del mundo democrático tras la Guerra Fría (Samuel P. Huntington), la tendencia mundial es un retroceso del número de democracias. Además, la mayoría de las veces, a diferencia de los años 90, las insurrecciones internas contra gobiernos autocráticos no terminan bien y las consecuencias para la población son peores que la situación anterior. En Egipto, Libia, Yemen y Siria hay guerras civiles en curso; en Argelia, Venezuela, Líbano, Nigeria, Mali etc. resulta imposible encauzar la situación hacia otra más estable y menos autocrática. 

El problema se relaciona claramente con dos factores que, en realidad, responden a lo mismo. Por un lado, con independencia de que la población local aspire a enfrentarse al poder autocrático, si no hay un apoyo verdadero por parte de los países democráticos, todas estas insurgencias difícilmente pueden tener éxito. Las primaveras árabes han dejado muy patente que pueblos que luchan por un cambio, en poco tiempo ven sus motivaciones secuestradas por ideologías políticas y fundamentalismos religiosos que no tienen nada que ver con el propósito inicial de liberar un país. Del mismo modo, los autócratas y sus clanes, que nunca están interesados en alcanzar el bienestar de la nación, son capaces de resistir hasta acabar asesinados o salvados por el presidente cacique de turno. 

De forma paralela, la intervención política de las democracias se ve directamente obstaculizada por las mismas empresas que quieren maximizar sus beneficios lo antes posible a través la reconstrucción de los países, así como dar armas al nuevo ejército nacional en el enfrentamiento con los rebeldes o los terroristas. 

En un libro de David Held publicado en 1995, “Democracy and the Global Order”, se establecía en una fase histórica diferente de la actual que el mundo democrático tras la Guerra Fría necesitaba evolucionar hacia un mundo cosmopolita en el que se pudieran adoptar decisiones supranacionales en el nivel regional (Norteamérica, América del Sur, Europa, Oriente Medio etc.). Es una imagen bastante utópica si miramos el contexto actual, donde autocracias, soberanismo y la vuelta a una política de propaganda nacional han sido las banderas que Donald Trump ha enarbolado, olvidándose de ser el presidente de un país complejo y con muchas minorías. 

Al final, la propia Unión Europea, que ha incorporado precipitadamente a países de Europa oriental para contar en su economía con una “pequeña China” en casa, ahora se ve incapaz de dar nuevos pasos federales donde se persiguen diferentes narrativas identitarias y nacionalistas sin identidad.

Independientemente de narrativas regionalistas empujadas por visiones soberanas locales, el conservadurismo religioso tanto en los Estados Unidos como en Europa, la China de los Han y el mundo Sunita Wahabita albergan realidades muy diferentes. El mundo necesita ser lo más blanco y negro posible, más progresista o conservador, en un intento de continuar el enfrentamiento de nuevas narrativas en el mismo plano que durante la Guerra Fría, una contra otra, en una nueva dimensión global. “Todo a través de un proceso de simplificación de cualquier argumento, con capacidad de convencer a la mayoría de la gente que tiene ideas preestablecidas. Ideas que no son fruto de años de estudio, lectura y competencias adquiridas, sino que surgen al leer unas pocas cosas en la red” (narrativa).

A través de este procedimiento, las democracias se encuentran en bastante peligro y, para remediar el caos, “es necesario un político más fuerte, más autócrata, más poderoso que quiera llevar a su país a las glorias de su pasado”  (otra narrativa). El caso del Brexit es ilustrador sobre este tema, así como la retórica neo-gaullista de la Unión por un Movimiento Popular de Sarkozy o del presidente Macron, figuras políticas elegidas en elecciones democráticas pero responsables de favorecer decisiones neo-nacionalistas y racistas.

Esta breve digresión afronta un problema múltiple muy complejo y que puede ser causa de unas crisis democráticas mucho más serias que las actuales.

  1. Es un problema de información veraz. Se necesita poner freno al absoluto libertinaje de decir falsedades en los medios y la red. 

  2. Es un problema de moralizar la economía neoliberal mundial, pasando por garantizar los derechos laborales de los que ahora mismo son pobres nuevos esclavos en diferentes países democráticos y no democráticos, que trabajan para alimentar el círculo del consumismo masivo de bienes superfluos. 

  3. Es un problema político y de los líderes de países democráticos, incapaces de controlar aquellas empresas nacionales (públicas o privadas) que legal o ilegalmente se aprovechan de la pobreza, de las guerras, de la falta de control nacional en otras regiones del mundo, maximizando los beneficios que después desvían a paraísos fiscales o se traducen en una excesiva especulación financiera.   

  4. Es un problema de educación. Si las universidades no tienen capacidad de investigar y desarrollar ideas, principios y valores en las humanidades y para el futuro de la humanidad, alimentaremos la falta de análisis crítico y un malestar creciente y mucho más trascendente que el actual, donde los políticos autócratas siguen siendo vistos como la única solución.