Ramiro Pellitero, Profesor de Teología
Sobre el valor especial de la vida humana
En la perspectiva bíblica, la vida en su expresión máxima es la vida divina, el hombre que propiamente vive es el que está unido a Dios, el que vive conforme a Dios. Aquí cabría evocar la idea de San Ireneo († 202): "gloria Dei vivens homo", que podría traducirse libremente como la vida del hombre es la gloria de Dios, o también que el hombre vivo es la expresión de la gloria de Dios.
El hombre vive más perfectamente cuanto más participa del amor y del conocimiento que Dios mismo tiene. De manera que en la nobleza de esa vida, Dios es más conocido y amado. La grandeza de la vida humana auténtica conduce a ensalzar y alabar a su Creador. A esto se le llama "la gloria de Dios".
Por eso puede afirmarse que es la fe bíblica la que mejor asegura la dignidad de la persona humana, en cuanto que revela que ha sido creada de modo irrepetible por Dios y redimida por Jesucristo.
En cambio, como dice la encíclica Lumen fidei, "cuando se oscurece esta realidad –la referencia de la dignidad del hombre a Dios–, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites" (n. 54).
O también, con otras palabras, "cuando la fe se apaga se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella" (Ibid, n. 55).
Ya lo advertía el poeta inglés T. S. Eliot, testigo de las raíces cristianas de nuestra sociedad occidental:
"¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido?" (Choruses from "The Rock").
En definitiva, el valor de la vida humana, asequible para la razón, se confirma por la fe cristiana. Ella nos asegura que la vida divina es fuente de toda vida, y particularmente de la vida humana, dotada de inteligencia y voluntad, a imagen de su Creador.
Por eso aspiramos a una vida plena e infinita que solamente puede encontrarse más allá de la existencia terrena, y que, según el cristianismo, puede incoarse ya ahora en la medida en que se vive del amor a Dios y a los demás.
Todo ello es el fundamento último de la dignidad personal, que, según la experiencia, solamente se asegura cuando Dios está presente en la sociedad y no se le expulsa de ella.