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¿De qué hablamos cuando hablamos de Derechos Humanos?

9 de diciembre de 2025

Publicado en

Linkedin Universidad de Navarra

Jorge Alejandro Machín Mezher |

Profesor de Filosofía del Derecho

Para comprender de qué hablamos cuando hablamos de derechos humanos, conviene trasladarse al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando la humanidad, aún aturdida por el horror y los crímenes sufridos durante el conflicto, comenzó a construir el discurso que hoy sostiene la defensa universal de la dignidad humana.

¿Qué encontramos allí?

Un mundo destruido

         En 1945 el mundo estaba destruido, devastado por las trágicas consecuencias de la guerra, atormentado por los terribles acontecimientos que marcaron la historia reciente de la humanidad: el Holocausto judío, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, los millones de muertos en los campos de batalla, los desplazamientos masivos de refugiados, las ciudades reducidas a la ruina, las familias desgarradas por la muerte y la pérdida de tantas personas, niños huérfanos, hambre, miedo y, en última instancia, desolación…

Era un mundo que había tocado fondo, que había experimentado las más terribles injusticias conocidas y que había presenciado con sus propios ojos la degradación extrema de la dignidad humana.

Una esperanza

En este contexto de desesperanza y desolación, un conjunto de personas de alma grande, como célebremente señaló Mary Ann Glendon (70 años de la Declaración Universal, Nuestro Tiempo, n. 701), hizo surgir de las cenizas de las injusticias una esperanza: hizo surgir la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH).

La DUDH fue la respuesta a la urgente e importante pregunta de cómo evitar que semejantes atrocidades volvieran a repetirse. Adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, la Declaración representó el intento más ambicioso conocido hasta entonces de consensuar un conjunto de derechos fundamentales comunes a toda la humanidad.

Aunque no es un documento jurídicamente vinculante, su influencia ha sido enorme: ha inspirado constituciones, tratados internacionales, leyes nacionales y movimientos sociales en todos los rincones del planeta. Por ello, suele considerarse el texto fundacional del discurso contemporáneo de los derechos humanos, tan presente en el debate público actual.

El contenido de la DUDH

La DUDH se compone de un preámbulo, que —entre otras cosas— reconoce la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana, y de 30 artículos que abarcan una amplia gama de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Entre ellos se encuentran el derecho a la vida, la libertad y la seguridad personal; la igualdad ante la ley; la prohibición de la tortura y la esclavitud; la libertad de pensamiento, conciencia y religión; la libertad de expresión y de asociación; el derecho al trabajo y a condiciones laborales dignas; el acceso a la educación y a un nivel de vida adecuado; y la participación en la vida cultural de la comunidad.

La Declaración insiste en que todos estos derechos están relacionados entre sí: la libertad sin igualdad resulta frágil, y la igualdad sin dignidad es insuficiente. Solo el conjunto permite que una persona pueda desarrollarse plenamente en sociedad.

La influencia e importancia de los derechos humanos       

Con el pasar de los años, los derechos humanos han ido adquiriendo una fuerza moral y retórica extraordinaria. Así, por ejemplo, Pedro Serna ha dicho de ellos que poseen una «dimensión casi mítica»; Samuel Moyn los ha descrito como «el único dios que no fracasó, cuando todas las demás ideologías políticas lo hicieron», y Michael Ignatieff los ha concebido como «el mayor artículo de fe de una cultura laica que teme no creer en nada más» y como «la lengua franca del pensamiento moral global, tal como el inglés se ha convertido en la lengua franca de la economía global».

Estas imágenes pueden parecer hiperbólicas, pero reflejan adecuadamente bien el enorme prestigio simbólico y retórico que los derechos humanos han alcanzado en el mundo contemporáneo.

Ahora bien, ¿qué son, exactamente, los derechos humanos?

No es fácil, sin embargo, precisar el significado exacto de la expresión «derechos humanos», especialmente en tiempos en donde cualquier problema político, moral o jurídico tiende a plantearse en estos términos («derechos humanos»). No obstante, una forma inicial de aproximarse a ellos es describirlos como un conjunto de principios universales de justicia que buscan proteger la dignidad, la libertad y la igualdad de todas las personas, sin distinción alguna —ya sea por motivos de nacionalidad, sexo, religión o cualquier otro factor.

¿Qué problemas o amenazas hay en relación con los derechos humanos?

A pesar de su enorme valor moral y político, el discurso de los derechos humanos enfrenta hoy importantes desafíos. En primer lugar, asistimos a una especie de inflación de los derechos: cada vez más aspiraciones —nobles o no— se expresan en forma de «tengo derecho a…», como si cualquier deseo pudiera traducirse automáticamente en un derecho humano. Esto ha generado un clima de conflictivismo, en el que casi todo debate social, moral o jurídico se presenta como un choque entre derechos aparentemente absolutos. El resultado es una creciente confusión: si todo es un derecho, ¿qué significa realmente tener uno?

A esta dificultad se suma la fuerza retórica del lenguaje de los derechos humanos. Invocarlos otorga un poder moral enorme, hasta el punto de que cuestionar ciertas reivindicaciones puede interpretarse como «estar en contra de los derechos humanos», con las consecuencias simbólicas que ello implica. La cultura de la cancelación es un ejemplo práctico paradigmático de este problema. Paradójicamente, este uso indiscriminado puede terminar debilitando aquello que los derechos pretendían proteger: su función de ser principios orientadores y límites razonables frente al poder.

Este escenario se complica aún más porque los derechos humanos, al formularse en términos muy abiertos y generales (v.g., «todos tienen derecho a X», nótese la falta de indicación sobre los límites de ese «derecho»), tienden a expandirse hacia ámbitos para los que quizá no estaban originalmente pensados. Así, cuestiones complejas que deberían resolverse mediante el debate político, acuerdos democráticos o deliberación ética, se trasladan directamente al terreno jurídico bajo la forma de «derechos». Esto desplaza la discusión desde el espacio público hacia los tribunales, generando decisiones que, aun bien intencionadas, pueden tensionar la separación de poderes y dificultar la búsqueda de consensos sociales estables.

Por otro lado, la proliferación de derechos en conflicto no solo genera confusión, sino también frustración. Si diferentes grupos sociales reclaman derechos incompatibles entre sí, es inevitable que unos prevalezcan sobre otros. Y cuando ambas partes creen tener un «derecho humano» de su lado, la resolución —aunque justa— puede percibirse como arbitraria o injustificada, erosionando la confianza en las instituciones que deben garantizar esos mismos derechos.

En este contexto, las advertencias sobre la posible «hipertrofia» del discurso de los derechos —esa tendencia a que los derechos lo ocupen y lo condicionen todo— invitan a recuperar una actitud de mayor prudencia. Los derechos humanos nacieron como principios orientados a la protección de las personas frente a la barbarie, no para sustituir los procesos políticos, éticos y democráticos que permiten gestionar la convivencia en sociedades pluralistas.

En última instancia, parte de la responsabilidad de estas dificultades recae en el propio discurso de los derechos humanos. Al formularse en términos amplios y abiertos, muchos de los derechos que se enuncian no son derechos definitivos, sino principios orientadores que requieren especificación y delimitación. Esta apertura, necesaria para su universalidad, puede convertirse en fuente de confusión si se les trata como derechos absolutos o directamente aplicables, generando inflación, conflictivismo y tensiones prácticas. Reconocerlo no disminuye su valor: al contrario, nos recuerda que los derechos humanos funcionan mejor como marcos éticos y principios universales, que como herramientas rígidas y terminantes (que como «derechos en sentido estricto»). Solo asumiendo esta distinción podremos preservar su fuerza moral y su utilidad práctica, evitando que la Declaración Universal se convierta, paradójicamente, en un instrumento que amenace la claridad, la justicia y la convivencia que originalmente buscaba proteger.