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¿Por qué los republicanos no están muertos?

08/11/2022

Publicado en

El Mundo

Javier Gil Guerrero |

Investigador del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra

Es la pregunta que muchos demócratas deben estar haciéndose en estos momentos. Tras cuatro turbulentos años de Trump que concluyeron con una turba asaltando el Capitolio, el Partido Republicano debería estar muerto y enterrado. Sin embargo, la pregunta de cara a las elecciones de medio mandato de este martes es si los republicanos lograrán una victoria modesta o arrolladora.

Antes de responder a la pregunta, conviene recordar la importancia de las elecciones de medio mandato, o midterms, tal y como se las conoce en Estados Unidos. En ellas se elige a los 435 miembros de la Cámara de Representantes, a un tercio de los senadores, a 36 gobernadores y a centenares de congresistas en los diferentes estados de la unión. No son pocos los que prestan atención a las elecciones en Estados Unidos sólo cuando son presidenciales. Se olvida la importancia tanto del Congreso Federal, como de los gobiernos de los 50 estados de la Unión. La obsesión de los padres fundadores fue dar con un mecanismo que evitase la concentración de poder en el Gobierno. La solución fue ir más allá de una división de poderes y crear un complejo sistema de frenos y contrapesos –checks and balances– que garantizase la multiplicación y repartición del poder. Así, cada rama del Gobierno tiene poder e influencia sobre las otras ramas. Y ninguna tiene la capacidad de actuar al margen de las otras. El endiablado organigrama de mecanismos correctores creado por los padres fundadores supone que o todos se ponen de acuerdo y actúan en armonía o reina la parálisis institucional. Esta es la mayor peculiaridad institucional norteamericana: mientras que Europa se ha esforzado durante siglos en servir al Leviatán y culminar el proceso de centralización y acumulación de poder estatal, Estados Unidos fue un experimento que trataba de hacer precisamente lo contrario.

Por tanto, a pesar de carecer de la atención mediática de las elecciones a la Casa Blanca, tanto las elecciones a las dos Cámaras del Congreso (Cámara de Representantes y Senado) como a las de los gobiernos de los estados importan. Tradicionalmente, el electorado castiga en estas elecciones al partido que está en el poder y los demócratas acumulan desde hace dos años todo el poder legislativo y ejecutivo del Gobierno federal. Hace unos meses, los demócratas admitían en privado que la Cámara de Representantes podía estar perdida, pero confiaban en retener el control del Senado. Ahora temen una catástrofe en la Cámara y una clara derrota en el Senado. Las elecciones en los diferentes estados no pintan mejor para la izquierda. En un claro signo de desesperación, los demócratas están jugando a la defensiva, concentrando sus esfuerzos en estados que se suponen seguros para la izquierda como Nueva York, Oregón o California. Mientras tanto, la baja popularidad del presidente Biden ha hecho que Bill Clinton o Barack Obama hayan salido de su retiro para asumir el protagonismo en los últimos días de campaña.

Probablemente no hay mucho que puedan hacer. La ciudadanía siente que el Partido Demócrata es insensible a sus preocupaciones reales, como el aumento de la criminalidad o la inflación, a la vez que derrocha energía en temas como fomentar el término Latinx o los derechos trans. Derribar las estatuas de Colón no te llena el depósito de combustible y la visibilización de nuevas realidades queer no te ayuda a hacer frente a los costes crecientes de la compra semanal. Por otro lado, la parálisis de políticos demócratas ante preguntas tan sencillas como «¿qué es una mujer?» los convierte en el hazmerreír del país. Tampoco ayuda la sorprendente apuesta del partido por candidatos con signos claros de deterioro cognitivo (desde el propio presidente Biden hasta el candidato por Pensilvania, John Fetterman).

Estados Unidos vive inmerso en una guerra cultural desde los años 70. Una guerra civil soterrada e incruenta que se ha ido recrudeciendo en los últimos años. Hablamos aquí del aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, la autodeterminación de género o las operaciones de cambio de sexo en menores de edad. Irónicamente, la derrota de la izquierda norteamericana puede ser consecuencia directa de su éxito. No son pocos los norteamericanos que piensan que una vez logrados los derechos por los que la izquierda ha peleado durante tantos años, ésta, lejos de conformarse con su triunfo, ha doblado su apuesta y se ha extralimitado. Así, se ha pasado de Stonewall a tratar de meter en la cárcel a un pastelero por negarse a trabajar en una boda gay, de no esconder la homosexualidad a los menores a ofrecerles terapias irreversibles de cambio de sexo sin consentimiento paterno, de aceptar a las parejas homosexuales a acosar a todo aquel que no celebre el Orgullo...

Puede resultar llamativo que el adalid de los valores tradicionales sea un mujeriego acosado por todo tipo de escándalos como Trump. También que el mascarón de proa en la defensa del aborto y las leyes trans sea un antiguo monaguillo que lleva siempre el rosario en el bolsillo y de misa dominical como Biden. Como decía un medio católico norteamericano al respecto, «los caminos del Señor son inescrutables... y los del diablo también». Los conservadores perdonan la impiedad de Trump porque queda limitada a su vida privada: como presidente les ha dado todo lo que siempre han querido y más. En este sentido no son pocos los evangélicos norteamericanos que comparan a Trump con Ciro el Grande. Mientras tanto, Biden puede ser un cristiano ejemplar en su vida privada, pero no hay rastro de ello en su política. Los demócratas esperaban precisamente hacer bandera de la guerra cultural para limitar sus pérdidas en las elecciones de medio mandato. La decisión del Tribunal Supremo sobre el aborto iba a ser el balón de oxígeno que tanto buscaban y así pareció serlo durante unos meses.

¿Por qué no ha sido así? La proliferación de vagabundos en las grandes ciudades, el aumento del crimen, la inflación desbocada, la crisis en la cadena de suministros, la incipiente recesión económica... La promesa de Biden de volver a la normalidad tras los tumultuosos años de Trump se antoja una broma macabra. El problema para los demócratas es que muchos votantes no piensan que estos problemas sean sobrevenidos, sino consecuencia directa de la hegemonía política de la izquierda en los últimos dos años. Un proceso de causa y efecto muy sencillo: del movimiento para desfinanciar la policía a una oleada de crimen no vista en años, de lanzar el mayor programa de gasto presupuestario de la historia a la mayor inflación en casi medio siglo; de plantar cara a Putin a la guerra en Ucrania; de acabar con el muro de Trump a la mayor oleada de inmigrantes ilegales en la historia... Los años de Trump fueron un culebrón político que culminó con la vergonzosa algarada en el Capitolio, pero también fueron años de paz, crecimiento económico, baja inflación y tasas de empleo en récords históricos. Con Trump, la anormalidad y las turbulencias quedaban circunscritas a la política doméstica, mientras que en los años de Biden se han extendido a la economía y la política exterior. Así, por mucho que pueda chocar a muchos analistas, para no pocos estadounidenses los años de Trump fueron años dorados comparados con la situación actual y, según una encuesta de Gallup, sólo el 17% está satisfecho con el rumbo actual del país.

Los demócratas han tratado de dar un giro a las encuestas abandonando el tema del aborto por el de la democracia en peligro. Lo que está en juego este martes no es sólo el Congreso, sino la república. Una victoria de los republicanos en las urnas supondría el regreso triunfal de la turba que asaltó el Capitolio hace dos años, sólo que esta vez con chaqueta y corbata, con alfombra roja y por la puerta grande. Este mensaje tiene sus pegas. Para empezar, hay candidatos del Partido Demócrata, como la estrella emergente Stacey Abrams, que todavía se niega a reconocer su derrota en las elecciones a gobernador de Georgia en 2018. Muchos demócratas hablan de «supresión» de votantes o directamente de un sistema electoral amañado. Tampoco hay que olvidar que cuando ganó Trump en 2016 no fueron pocos los que hablaron de elecciones ilegítimas por la injerencia rusa. Desgraciadamente, dependiendo del resultado, el cuestionamiento de las elecciones no es patrimonio exclusivo de Trump y los republicanos.

Hay también otra realidad que deslegitima la angustia de los demócratas por la salud de la democracia. En las primarias de este año, los demócratas han apoyado a candidatos trumpistas para dejar al margen a los republicanos moderados y garantizarse una victoria demócrata. No es nada nuevo; en 2016 ya alentaron la carrera de Trump en las primarias republicanas pensando que allanaría el camino de Hillary Clinton a la Casa Blanca. No puede buscar uno un escenario en que la ciudadanía tenga que elegir un candidato demócrata y uno trumpista y luego poner el grito en el cielo por el fin de la democracia. Tampoco hay que perder de vista que es tan peligroso poner en cuestión los resultados electorales como afirmar que la victoria de tu oponente supone la llegada del apocalipsis y del fin del mundo tal y como lo conocemos. De seguir así, lo extraño sería que el asalto al Capitolio no se convirtiera en un episodio recurrente.