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Alban D'Entremont, Profesor de Geografía, Universidad de Navarra

Sarkozy y los gitanos

lun, 08 nov 2010 10:07:58 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Los efectos de la inmigración son múltiples y complejos: dependen, en gran medida, de la situación imperante en los países de destino, y del tipo de inmigrante que se arrima a un nuevo solar. En el caso de España, la inmigración fue beneficiosa anteriormente a la crisis económica, aportando inversión y consumo, y mano de obra barata y abundante en sectores económicos y sociales marginales o desatendidos. Con la crisis, la inmigración se ha convertido en una  rémora, con un índice de desempleo muy alto entre la población inmigrante y un aumento de la pobreza, con muchas personas sin techo fijo, cualificación laboral o permiso de residencia y trabajo.

La inmigración trajo más natalidad y una mayor juventud, pero los inmigrantes se han ido acoplando a las pautas nativas en cuanto a la fecundidad, y la política de reagrupación hace que no sólo vengan personas jóvenes, sino familias enteras, por lo que el rejuvenecimiento también se ha ralentizado.

El desconocimiento de personas y tradiciones de otras culturas genera desconfianza y distanciamiento de forma natural, sin que ello signifique racismo (odio por distinta raza) o xenofobia (odio por distinta nacionalidad). Pero el fenómeno migratorio ha sido tan rápido y tan voluminoso, que aunque no se puede hablar de "choque de civilizaciones", en España actualmente hay una situación de convivencia relativamente pacífica, pero no hay verdadera solidaridad ni entendimiento pleno. La población inmigrante no acaba de integrarse, y se corre el peligro de la creación de "ghettos". Hay recelo mutuo, y las políticas migratorias del Gobierno -si es que existen-, son confusas y contradictorias.

Un fenómeno que hace pocos años era positivo, corre el peligro ahora de convertirse en una realidad negativa. Con el tiempo, los distintos grupos crecen en comprensión mutua y se produce el acomodo armonioso de los inmigrantes. Pero para que ello ocurra, hace falta un esfuerzo grande por parte de todos los colectivos, más una política coherente y clara por parte de las autoridades. Contrariamente, se corre el peligro de que se enquiste el problema de una inmigración mal acomodada, como ha sucedido en otros países de nuestro entorno, por ejemplo en Francia.

El país galo no halla, después de dos generaciones de hijos de inmigrantes nacidos en suelo francés, la fórmula para el acomodo de un segmento ya grande de su población. Los violentos disturbios en las barriadas parisinas, las desavenencias dentro del seno de la selección francesa de fútbol y la expulsión de gitanos rumanos por orden del presidente Nicholas Sarkozy, muestran que el paradigma de la integración no funciona en el terreno fangoso del intento por llevar a cabo una asimilación de los inmigrantes por medio de la fuerza.

Que sean gitanos o rumanos es secundario; la cuestión esencial es la falta de integración por un lado, y la exclusión y la intolerancia por otro. Este desencuentro se está produciendo dentro del marco histórico y geográfico de un crisol multisecular de civilizaciones, en contra de los principios fundacionales del a Unión Europea y en uno de sus países miembros más emblemáticos. Los inmigrantes no pueden imponer sus propios criterios discordantes a la población nativa. No pueden aislarse de la mayoría, creando "sociedades dentro de la sociedad" (estar físicamente en el país de destino, pero psicológicamente en el país de origen), y pretender hacer valer sus derechos a la fuerza, exigiendo un respeto para la minoría, que no están dispuestos a dispensar para la mayoría. Máxime si no hay una voluntad sincera de asentamiento pacífico, como en el caso de ciertos grupos religiosos radicales y fanáticos, también en nuestro propio país, y posiblemente en el caso de los gitanos expulsados de Francia. Pero conviene no olvidar que la cultura se adquiere y se cultiva, y no se puede imponer ni legislar unilateralmente.

Cualquier intento de aculturación forzosa entraña desprecio, injusticia y violencia. Un país no puede pretender que los inmigrantes se asimilen al cien por cien en su cultura, perdiendo así sus raíces culturales e históricas (actitudes, tradiciones, lengua, religión), en contra del espíritu del derribo de las fronteras políticas y psicológicas,  y en contra de la apertura hacia la multiculturalidad.

Que la liberal y democrática Francia, y sobre todo el presidente Sarkozy -él mismo integrante de una segunda generación de inmigrantes, con una mezcla de raíces húngaras y griegas, católicas y judías-, sean los artífices de una política de exclusión contra los inmigrantes, muestra que la integración y la solidaridad, o su contrario, son cuestiones que atañen a las colectividades, pero también -y primordialmente- a los individuos. El desencuentro que se está observando en la Francia de Sarkozy debe servir de aviso para otros países de su alrededor, por ejemplo España.