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Fernando Simón Yarza, Profesor de Derecho Constitucional y "Visiting Fellow" del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Princeton

El coraje de Munilla y Reig Pla

mié, 08 oct 2014 11:48:00 +0000 Publicado en El Confidencial Digital

Muchas de las reacciones que hemos tenido que escuchar tras las palabras del señor obispo de Alcalá, Mons. Reig Pla, y del obispo de San Sebastián, Mons. Munilla, no pueden menos que calificarse de totalitarias. Se resumen en exigirles que se callen y no impongan sus principios morales a los demás, una estrategia que tienden a adoptar los que no quieren argumentar seriamente sobre la sustancia de las palabras de su contendiente —habitualmente porque sabe que encierran una verdad dolorosa— y, en su lugar, las tergiversan en su misma forma, diciendo que son imposiciones. Sin embargo, este modo de proceder es en toda regla una imposición de silencio, la creación de un consenso social previo a toda discusión que excluya determinados discursos cuyo contenido no estamos, sencillamente, dispuestos a permitir. En la medida en que los discursos excluidos afirman la verdad o —por lo menos— son razonables, semejante consenso sólo puede calificarse de totalitarismo.

Quien contradice ciertos dogmas de nuestra sociedad se arriesga a la exclusión totalitaria. Uno de esos dogmas parece ser, por ejemplo, que nadie puede discutir las barbaridades que de cuando en cuando nos brinda el colectivo LGTB: sus manifestaciones injuriosas y blasfemas, sus agresiones verbales, etc. Defender algo tan razonable, tan de sentido común, como el derecho de un niño a nacer, primero, y a un padre y una madre, después, así como la inconveniencia de que esté expuesto a ciertos ambientes pansexualizados hasta la náusea—entre los que destaca el ambiente que propugnan los manifestantes del orgullo LGTB— se convierte en objeto de persecución social (por más estudios empíricos que uno cite en su apoyo). Hay un consenso preestablecido que no es propio de una sociedad abierta. Vivimos en una sociedad en buena medida totalitaria, y no es una metáfora. Y en buena medida ha sido creada por los propios medios de comunicación —no todos, pero sí algunos—, que cubren como ejercicio de sus libertades lo que es un ejercicio de poder bruto e inmoral, de un poder verdaderamente opresivo.

Cuando no queden niños. Cuando esta generación acabe de consumir sus propias fuerzas vitales y de dilapidar una herencia cultural construida por siglos. Cuando los libros de historia recuerden la sociedad del nihilismo banal —una civilización que Nietzsche caracterizó atinadamente con su imagen del «último hombre», y que hoy se manifiesta, por ejemplo, en las llamadas del candidato a presidente a Sálvame, en las horas y horas sentados frente al televisor, en el: «nuestra generación no hace el amor, eso es muy cursi: nosotros preferimos follar» (Pablo Iglesias: sic), etc.—; insisto: cuando el nihilismo banal termine de llevarnos al precipicio, entonces serán muchos los humildes y discretos que podrán decir no haber contribuido a tales desmanes. Pero serán pocos los que, teniendo poder y voz, podrán decir que arriesgaron su honor para denunciar públicamente las injusticias.

Entre ellos Munilla y Reig Pla, que serán vistos como esos cuáqueros que, al aprobarse la Constitución norteamericana, defendieron los derechos de los negros en contra de la mayoría de los políticos —y, ironías de la historia, fueron silenciados, justamente, bajo la acusación de que querían imponer sus propias convicciones.