Javier Laspalas, Subdirector del departamento de Educación, Universidad de Navarra
Recuperar la figura del ‘maestro'
Si como algunos sostienen, la nuestra es una ‘sociedad del conocimiento', en la que la ‘formación' es un asunto capital, resulta un tanto extraño que se haya instituido un ‘Día del Docente'. Más bien habría que pensar que la preocupación por los maestros es algo prioritario y cotidiano, y esa celebración tiene un simple carácter simbólico.
Me parece, sin embargo, que debería servir para reflexionar sobre la identidad y la misión de quienes han asumido la responsabilidad de contribuir –desde las escuelas– a convertir a los niños y a los jóvenes en mejores personas. A quien concibe así su labor no creo que quepa denominarlo ‘docente' o ‘enseñante', sino ‘maestro'.
Quienes tengan un cierta edad, podrá comprender mejor a qué me refiero si evoca la figura de los antiguos y venerables ‘maestros de pueblo'. Los mejores de entre ellos –y estoy convencido de que eran muchos– constituyeron durante siglos la avanzadilla de la cultura en los más remotos lugares de España.
Para ellos, la enseñanza no era un oficio al que dedicaban una parte de su tiempo a cambio de un salario, sino una pasión a la que consagraron en buena medida su vida. Aun cuando ello les supusiera un notable esfuerzo, disfrutaban tratando de ilustrar la mente de sus alumnos y, en colaboración con sus padres, procuraban coadyuvar para que su carácter fuera madurando.
Creo que ésta es la principal cualidad que debe poseer un ‘maestro': interesarse y preocuparse por el destino personal de cada uno de sus pupilos. Si es así, hará todo lo posible para estar a la altura de las circunstancias.
Procurará tener una sólida preparación cultural y dedicará gran parte de su tiempo libre a estudiar su materia para enseñar mejor. Se esforzará por conocer e idear nuevos métodos y técnicas de enseñanza, y seleccionará sólo aquellos que cree contribuyen de manera efectiva a la formación intelectual. Buscará también por todos los medios interesar a sus alumnos y ganarse su confianza y su admiración.
Ahora bien, el buen maestro no puede actuar como un simple ‘docente', ha de ser además ‘orientador'. En la medida de los posible, tiene que hacerse cargo de las dificultades y las debilidades de cada uno de sus alumnos, tanto de las ‘intelectuales' como de las ‘vitales'. Ha de intentar llegar a todos y a cada uno de ellos, aunque no en todos los casos lo logre.
Podrá hacerlo si intenta acercarse a sus discípulos, si cultiva la amistad con ellos, si procura mantener un estrecho contacto con sus padres. En suma, si no se desentiende de su vida cotidiana, pues considera que su única misión es dar clases o corregir trabajos. Sólo entonces podrá dejar una impronta personal en ellos y será recordado con agradecimiento.
Ciertamente, no es fácil luchar por ser fiel a esta vocación en medio de una sociedad que parece haber puesto en exclusiva el sistema educativo al servicio de la cualificación profesional. Tampoco cuando a muchos padres sólo parece interesarles que sus hijos obtengan un título o una preparación que les permita ganarse la vida.
A pesar de ello, estoy convencido de que merece la pena, y de que es mucho más gratificante vivir la enseñanza como una forma de servicio a los alumnos, que reducirla a su dimensión puramente instructiva.