Juan Manuel Mora García de Lomas, vicerrector de Comunicación
La memoria del corazón
Conocí más de cerca a don Javier Echevarría a partir de septiembre de 1990. Antes de esa fecha no había tenido oportunidad de tratarle. Sabía que era un leal colaborador del Prelado del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, como lo había sido antes de san Josemaría. Rápido de cabeza, de memoria prodigiosa, con mucha chispa, poco amante del protagonismo, porque su papel era ayudar.
En septiembre de 1990 estuvo ingresado en la Clínica Universidad de Navarra, para una intervención quirúrgica importante. Durante las semanas de convalecencia, algunos tuvimos la suerte de acompañarle largas horas. Le vimos rezar intensamente. Y también hablamos mucho, de todo, como suele suceder cuando el reloj no importa. A él le importaba la gente y disponía de tiempo. Tenía 58 años y era jurista; yo, 33 y era periodista. Recuerdo que me llamó poderosamente la atención su interés por la comunicación. Yo acababa de terminar la tesis doctoral, escribía de vez en cuando en algunos medios, sobre todo reseñas de libros y tenía bastantes colegas y amigos periodistas. Ahora tengo muchos más porque poco después de aquellas conversaciones, en junio de 1991, me trasladé a Roma para dirigir la oficina de comunicación del Opus Dei, donde permanecí quince años, hasta 2006. En esos tres lustros pude conocer y tratar a un buen número de periodistas de gran categoría, tanto italianos como corresponsales de distintos países. Durante ese tiempo tuve ocasión de trabajar mucho con don Javier. Y la relación continuó después, hasta el presente. De todos estos años conservo numerosos recuerdos relacionados con la comunicación.
El primero es que siempre mantuvo ese interés por el periodismo que me había asombrado en 1990. Recuerdo por ejemplo que en cuanto fue nombrado Prelado, en 1994, se reunió con una treintena de periodistas, en una rueda de prensa abierta a todo tipo de preguntas, algo no muy frecuente entonces. Les saludó uno por uno, con cariño y respeto. Creo que siempre aceptó las peticiones que recibió de entrevistas y declaraciones por parte de periodistas. Los atendía con cercanía, sin prisa.
En cierta ocasión, una corresponsal de una agencia de Estados Unidos le hizo una larga entrevista. Hablaron mucho, con tranquilidad y confianza. Al final, la periodista, que no era católica, nos dijo: ahora entiendo por qué se os ve contentos, con este padre que tenéis.
El segundo es su cercanía. Recuerdo que antes de la beatificación de san Josemaría, en 1992, le entrevistó una brillante periodista española, no precisamente tímida, de un medio no precisamente pro-católico. Hubo mucha química en esa conversación, muy radiofónica, incisiva, entretenida. Para empezar la periodista afirmó algo así como: aquí estamos en el cuartel general del Opus, con el número dos de la organización. Enseguida don Javier, sonriendo, matizó: mire, vino a decirle, en el Opus Dei sabemos quién es el número uno, el Prelado (entonces, don Álvaro del Portillo); pero lo del número dos no está tan claro. Quizá hay un campesino en algún país de Europa, padre de familia, que aporta más al Opus Dei con sus virtudes que ningún monseñor. Toda la conversación discurrió así, muy vivaz, para deleite de la periodista.
A mí me llamó la atención que siendo efectivamente el número dos en autoridad en el Opus Dei se quitaba importancia siempre que podía. Quizá la expresión que más le escuché en mi trabajo fue: en el Opus Dei ni somos ni nos sentimos mejores que nadie. Y quería que esa realidad se notase en la comunicación. No estoy seguro de que lo lográsemos siempre.
El tercero es su capacidad de aprender, su apertura a lo nuevo. Mientras era Prelado se produjo la gran transformación digital de los medios y de la cultura. Apoyó sin dudar la primera web del Opus Dei, ya en 1996. Y después hizo lo mismo con las redes sociales y los nuevos medios. También en 1996 promovió una Facultad de Comunicación en Roma, donde pudieran formarse los profesionales que se dedican a esas tareas en el ámbito de la Iglesia, que ya cuenta con cientos de antiguos alumnos repartidos por todo el mundo.
Recuerdo en especial los años en que el Código Da Vinci puso de moda el Opus Dei, por así decir. Fomentó una política de transparencia, de disponibilidad, de puertas abiertas. De ese modo, lo que comenzó como un problema se convirtió en un momento informativo favorable. Seguramente tenía en su cabeza las enseñanzas del Evangelio: la verdad ama la luz, la mentira necesita la oscuridad.
Pienso que don Javier deja un gran legado a los que nos dedicamos a la comunicación: aprecio a la profesión periodística, cercanía, creatividad, transparencia. Aunque, conociéndole, estoy seguro de que me corregiría diciendo que todo lo aprendió de san Josemaría. No se cansaba de repetirlo.
Don Javier ha convivido con dos santos. Ha conocido a siete papas. Ha sido consultor del Vaticano. Ha recorrido medio mundo por su trabajo. Ha tratado a personalidades de su época. Pero el recuerdo más hondo que me queda es el de un hombre cercano, un padre con gran capacidad de querer. Tenía multitud de detalles de afecto concreto, palpable. Si algo te preocupaba y le pedías oraciones, te preguntaba durante años por el tema, no se olvidaba. Tenía la “buena memoria del corazón", porque recordamos cuando amamos, recordamos lo que amamos. Para quienes le hemos tratado y querido es un consuelo saber que desde el Cielo no se olvidará de nosotros.