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Víctor García Ruiz, Catedrático de Literatura Contemporánea

El Jarama, a su pesar

mié, 03 abr 2019 13:09:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Ha muerto Rafael Sánchez Ferlosio y, con él, quizá el último de los clásicos del siglo XX. Si no me equivoco, de su generación ya solo queda en este mundo Alfonso Sastre, que, por dramaturgo, es otra cosa, aunque por trayectoria y actitudes resulta bastante paralelo: ambos han sido del género esquinado, gente a contrapelo. Incluso algo rara. No sé quién me contó, o dónde leí, que Ferlosio, cuando bajaba a la calle a hacer recados, no se molestaba en calzarse y se le veía deambular por el barrio en zapatillas de andar por casa, de esas de felpa marrón a cuadros. Todos los de aquella generación han ido pasando, desde el prematuro –en eso del pasar– Ignacio Aldecoa hasta Carmen Martín Gaite, inicial compañera, en las letras y en la vida, del ahora finado. Ferlosio repudió su novela El Jarama. Se hastió, al parecer, de El Jarama y también de la novela, forma literaria a la que no regresó en treinta años y aquello, El testimonio de Yarfoz, era cosa muy distinta. Se dedicó Ferlosio al ensayo, a la gramática, a la hermenéutica, a cosas que no he leído porque, francamente, no me siento a la altura de ese Ferlosio. Pero sí alcanzo a percibir que ese Ferlosio estaba cavando en los pozos del lenguaje. Se pasó el resto de su vida de escritor dándole vueltas al lenguaje, a sus trampas y densidades. Lo había hecho antes de El Jarama y lo hizo a conciencia en El Jarama. Se suele decir que su generación, tan homogénea en cuanto a edad, intereses, raíces, extracción social y educación, estaba amalgamada por la mirada crítica hacia el paisaje social y moral de la España franquista. No hay mucho de eso en su primera salida a la literatura, aquellas Industrias y andanzas de Alfanhuí, imaginación, ternura, mundo infantil, tan alejadas del canónico realismo social. Y ¿cuánto de eso hay en El Jarama? Yo veo una instantánea, perfectamente acotada en espacio y tiempo, de un caluroso día, muy cercano a la Virgen de agosto, probablemente de 1953. Sí, aquella España, aún muy rural pero en expansión urbana, está ahí, congelada, pese al bochorno del día. La taberna y los señores de pueblo, el río con los chicos de barrio madrileño –ser dominguero era la gran novedad entonces–, los desmañados pantalones de las muchachas, los guardiaciviles ridículos y autoritarios, aquel alemán de tan incierto pasado como el parroquiano que ha estado en la cárcel; y “el hombre de los z. b.”. Todo aquello es ambiguo. ¿Es que Ferlosio se burla, como Aldecoa? Están, sobre todo, la Vida y la Muerte, amasadas en una lengua, pletórica de registros y de símbolos, que es lo mejor de esta novela seca y muda. Ese impasible sol que todo lo preside –el tedio, el amor incipiente, la tragedia inesperada, la impostada seriedad del juez–, luego esa luna, y el río, de geológica indiferencia, peraltados por la intrigante prosa del narrador y los diálogos de los personajes, son los auténticos protagonistas de este monumento a las capacidades del idioma, el relato más perdurable de toda la posguerra. Y Ferlosio lo sabía.