Manuel Casado Velarde, Catedrático de la Universidad de Navarra, Instituto Cultura y Sociedad.
(Re)descubrir la poesía de cada día
¿Quién no quiere ser feliz? La experiencia dice, sin embargo, que no todos lo consiguen. Más bien comprobamos cada día, en la propia vida y en las ajenas, desazones y desgarros, existencias carentes de armonía. Una discordancia íntima entre, por una parte, la plenitud ilimitada a la que tendemos, el ansia de infinito y de absoluto, de realización personal trascendente y duradera; y, por otra, la realidad cutre del día a día, sembrada de zozobras, de tareas prosaicas, de miseria, de arranques alicortos, de frustración. “Todo lo cotidiano es mucho y feo”, escribió Quevedo. Poesía y prosa a la greña, en desigual combate. Como si en nuestra vida hubiera dos “yoes”: el aventurero de absoluto, de plenitud, de cielo; y el cínico y rastrero, abocado a hozar en cuanto goce depare la tierra. Total, ya que hemos caído en la ratonera, vamos a comernos el queso, que diría Luis Landero.
¿Alguna salida airosa a esta aparente disyuntiva? Escapatorias y evasivas, salidas en falso, a montones. A diario las vemos: hay quien absolutiza el dinero, la salud, el placer, la belleza, el éxito. Y quema incienso sin cesar en el altar de su ídolo. Porque un sí absoluto a algo, se alimenta de muchos noes a todo lo demás, ya sea la familia, los lazos de amistad, la propia conciencia o hasta el mismo Dios. Pero la realidad termina siempre castigando al fugitivo. Comparto la opinión del escritor británico Theodore Zeldin, de que “no hay un ídolo que rebaje más al ser humano que el dinero”.
Nuestros ídolos son buen termómetro de nuestra escala de valores. ¿A quién idolatramos más? Quizá a quien más goles mete, más pasta gana, más música vende, más cuota de pantalla alcanza, más corean los medios… A quienes el mercado más encumbra para, a veces de súbito, dejar en caída libre. Y también son los ídolos un buen termómetro de la cotización social de los valores.
Si en otros momentos de la historia la cultura dominante ofrecía bases firmes sobre las que levantar la propia vida y la convivencia social, hoy, rotundamente, no es así. Como ha escrito el último premio Princesa de Asturias de las Letras, Adam Zagajewski, vivimos “en un mundo desgarrado, en un mundo donde los valores vitales básicos están hechos trizas”; donde no es fácil encontrar un mínimo de referentes plausibles que poder compartir.
Asombra y oxigena leer hoy confesiones como la del escritor francés Christian Bobin: “Lo que amo en una persona no es su belleza ni su fuerza ni su ingenio; es la inteligencia del lazo que ha sabido anudar con la vida”. Tal vez tendríamos que descubrir y valorar más a quienes consiguen engranar con tino la prosa y la poesía de la vida; lo caduco y lo trascendente; aunque esas personas no sean estrellas rutilantes, porque, según anotó Henry David Thoreau, “el héroe es normalmente el más sencillo y oscuro de los hombres”.
Me gusta recordar que el camino para ese logro, es decir, el de “casar” tierra y cielo, quedó ya abierto para todos hace dos mil años, cuando Dios Hijo se hizo carne, como la de cualquiera de nosotros, en el seno de una chiquilla que vivía en una aldea perdida de Palestina. Si supiéramos realmente lo que decimos cuando confesamos creer que Dios se hizo hombre, se produciría un vuelco radical en nuestras vidas, a lo Saulo de Tarso. Desde entonces, siglo I de nuestra era, desde el instante de la Encarnación, ha quedado expedita la senda para que la carne y el espíritu puedan vivir en armonía. Siempre, claro está, con la armonía alcanzable “en este valle de lágrimas”.
No hay ya, pues, nada plenamente humano que no pueda amasarse con lo divino. Lo más prosaico ha dejado de estar reñido con lo más sublime. San Pablo lo dejó esculpido: “Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10: 31). Es una idea que fascinó a uno de los precursores del Concilio Vaticano II, Josemaría Escrivá, que pregonaba a los cuatro vientos que se habían abierto “los caminos divinos de la tierra”. Tuve la suerte de hallarme presente, en el campus de la Universidad de Navarra, aquel 8 de octubre de 1967, hace ahora 50 años. Era yo entonces estudiante de segundo de carrera en Sevilla. Quizá no fui enteramente consciente de la trascendencia de lo que decía aquel sacerdote, futuro san Josemaría. Pero el eco de esas palabras no se ha apagado en mis oídos: “Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria…”
Si el mítico rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, el cristiano atesora la inaudita facultad de orlar con un baño de luz todo lo que sale de sus manos.