César Izquierdo, Vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Siempre Santo
La canonización de Juan Pablo II, tan sólo nueve años después de su muerte, es un hecho sin precedentes, que sólo se explica por la grandeza de su vida y la santidad que de manera casi evidente se percibía en él.
De su pontificado se han destacado con frecuencia las cantidades asombrosas de sus viajes, del número de personas que encontró o de los escritos que salieron de su mano. Todo ello causa una explicable admiración porque supuso una novedad asombrosa y una forma de actuar caracterizada por el espíritu joven de quien, al ser elegido, sólo tenía 58 años. Pero la edad no lo explica todo: Juan Pablo II pudo llevar a cabo su ministerio totalmente entregado por el empuje arrollador de una persona poseída por la pasión por el hombre, por su felicidad, por su destino. A su vez, esa pasión por el hombre no era sino el correlato de una fe y una caridad gigantescas que le llevaban a ver a Cristo como la verdad y el sentido último de la existencia de cada persona y como culmen de la historia.
Más allá de los números está, sin embargo, el misterio de Karol Wojtyla, cuyo carácter fue forjado en el sufrimiento y en la dificultad. Su visión personalista de la realidad y también seguramente su sensibilidad artística, que se manifestaba en la afición al teatro y a la poesía, le preparaban para ir de lo general a lo particular, de la muchedumbre al individuo, de la gloria a la cruz.
Su extraordinaria vida eucarística y la devoción tierna y firme a la Virgen María constituían el entramado sólido de una vida que él veía como la de sacerdote y víctima, sacerdos et Hostia. Como Obispo de Roma y sucesor de Pedro, Juan Pablo II abrió los ojos de personas y pueblos e impulsó a la Iglesia y al mundo a no tener miedo porque Jesucristo es quien dirige y a quien se encamina la Historia.
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