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[Juan Tovar Ruiz, La doctrina en la política exterior de Estados Unidos: De Truman a Trump (Madrid: Catarata, 2017) 224 páginas]
RESEÑA / Xabier Ramos Garzón
Todo cambio en la Casa Blanca lleva a un análisis de lo que fue la política del presidente saliente y a la especulación sobre la política del que llega. Dado el peso de Estados Unidos en el mundo, la visión sobre los asuntos internacionales de cada administración resulta determinante para el orden mundial. Juan Tovar Ruiz, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Burgos, se ocupa en este libro de la esencia de la política exterior de cada presidente –fundamentalmente de Truman a Trump (la de Biden, lógicamente, aún está por definir)–, que en muchos casos sigue una hoja de ruta definida que da en llamarse “doctrina”.
Entre las fortalezas del libro se encuentran el hecho de que combina varios puntos de vista: por una parte, abarca, desde el punto de vista realista, los efectos estructurales e internos de cada política, y por otra, analiza las ideas e interacciones entre actores teniendo en cuenta el punto de vista constructivista. El autor explora los procesos de toma de decisión y sus consecuencias, considera la efectividad final de las doctrinas americanas, en el contexto general de las relaciones internacionales, y examina las influencias, rupturas y continuidades entre distintas doctrinas a lo largo del tiempo. A pesar de la relativamente corta historia de Estados Unidos, el país ha contado con una extensa y compleja política exterior que Tovar, centrándose en las últimas ocho décadas, sintetiza con especial mérito, adoptando un punto de vista principalmente general que resalta lo sustantivo.
El libro está dividido en siete capítulos, organizados por etapas históricas y, dentro de cada una, por presidentes. El primer capítulo, a modo introductorio, abarca desde el periodo posterior a la independencia de Estados Unidos hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Esta etapa se muestra como antecedente clave en la ideología futura americana, con dos posicionamientos especialmente determinantes: la Doctrina Monroe y el Idealismo Wilsoniano. El segundo capítulo se ocupa de la Primera Guerra Fría, con las doctrinas Truman, Eisenhower, Kennedy y Johnson. A lo largo del capítulo se contextualizan los distintos postulados y se señalan las cuestiones que fueron clave en la creación de unas doctrinas que solo afectaron a la política exterior del momento, sino se imbricaron en el núcleo del pensamiento político estadounidense. El tercer capítulo trata de la Distensión, periodo ocurrido entre 1969 y 1979 en el que se dieron las doctrinas de Nixon y Carter. Al llegar al cuarto capítulo nos situamos en la Segunda Guerra Fría y el final de la confrontación EEUU-URSS, tiempo en que encontramos las doctrinas de Reagan y Bush senior. A partir de este punto, los siguientes capítulos (quinto, sexto y séptimo) tratan el periodo de Postguerra Fría, apareciendo en este periodo las doctrinas de Clinton, Bush junior y las más recientes –por tanto, aún sujetas a estudio– de Obama y Trump.
En las conclusiones el autor resume cada uno de los capítulos en base a caracterizaciones académicas o políticas y realiza algunas matizaciones, como advertir que en su opinión la política exterior de Obama es más bien una “no doctrina”, ya que combina elementos de distintas ideologías y es en parte contradictoria. Obama trató varios conflictos de formas diferentes: así, afrontó de forma realista las “guerras de necesidad” (Afganistán) y de acuerdo con el planteamiento internacionalista liberal conflictos como el de Libia. Aunque la flexibilidad llevada a cabo por Obama puede ser considerada una debilidad por algunos, ya que no siguió una política firme y marcada, también puede verse como la necesaria adaptación a un entorno continuamente cambiante. Muchas son las ocasiones en las que un presidente estadounidense, como Bush hijo, ha llevado a cabo una política exterior rígida, ideológicamente hablando, que en última instancia logró poco éxito práctico.
Otro ejemplo de variante de la doctrina convencional que muestra el autor es la “antidoctrina” llevada a cabo por Trump. Quien fuera presidente hasta 2021 ejecutó una política caracterizada por numerosas contradicciones y variaciones respecto al papel que EEUU había venido ejerciendo en el mundo, arrojando con ello dudas e incertidumbres sobre la actuación esperable de la superpotencia americana. Esto vino dado por la inexperiencia política de Trump, tanto en el ámbito como en el plano doméstico, la cual causó inquietud no solo en actores internacionales sino en el núcleo del propio Washington.
Del análisis de las distintas doctrinas mostradas en el libro podemos destacar cómo cada una de ellas se adapta a un contexto social, histórico y político específico, y a la vez todas responden a una compartida tradición política de un país que, como superpotencia, manifiesta ciertas constantes a la hora de procurar mantener la paz y garantizar la seguridad. Pero esas constantes no deben ser confundidas con aspectos universales, ya que cada país presenta sus propias particularidades y cuenta con intereses determinados: adaptar sin más los posicionamientos estadounidenses a los planes de política exterior de otros países puede ocasionar fallos caóticos, si no se reconocen esas diferencias.
Por ejemplo, países como España, que dependen de la pertenencia a la Unión Europea, no podrían entrar en guerras aleatorias unilateralmente como ha hecho Estados Unidos. No obstante, España podría adoptar algunos elementos, como en materia de toma de decisiones, ya que este tipo de doctrinas facilita enormemente objetivar y estandarizar los procesos de análisis y resoluciones.
Temporary Protected Status for Venezuelans and pending TPS termination for Central Americans amid a migration surge at the US-Mexico border
The Venezuelan flag near the US Capitol [Rep. Darren Soto]
ANALYSIS / Alexandria Angela Casarano
On March 8, the Biden administration approved Temporary Protected Status (TPS) for the cohort of 94,000 to 300,000+ Venezuelans already residing in the United States. Nicaragua, Honduras, El Salvador, and Haiti await the completion of litigation against the TPS terminations of the Trump administration. Meanwhile, the US-Mexico border faces surges in migration and detention facilities for unaccompanied minors battle overcrowding.
TPS and DED. The case of El Salvador
TPS was established by the Immigration Act of 1990 and was first granted to El Salvador that same year due to a then-ongoing civil war. TPS is a temporary immigration benefit that allows migrants to access education and obtain work authorization (EADs). TPS is granted to specific countries in response to humanitarian, environmental, or other crises for 6, 12, or 18-month periods—with the possibility of repeated extension—at the discretion of the Secretary of Homeland Security, taking into account the recommendations of the State Department.
The TPS designation of 1990 for El Salvador expired on June 30,1992. However, following the designation of Deferred Enforced Departure (DED) to El Salvador on June 26, 1992 by George W. Bush, Salvadorans were allowed to remain in the US until December 31, 1994. DED differs from TPS in that it is designated by the US President without the obligation of consultation with the State Department. Additionally, DED is a temporary protection from deportation, not a temporary immigration benefit, which means it does not afford recipients a legal immigration status, although DED also allows for work authorization and access to education.
When DED expired for El Salvador on December 31, 1994, Salvadorans previously protected by the program were granted a 16-month grace period which allowed them to continue working and residing in the US while they applied for other forms of legal immigration status, such as asylum, if they had not already done so.
The federal court system became significantly involved in the status of Salvadoran immigrants in the US beginning in 1985 with the American Baptist Churches v. Thornburgh (ABC) case. The ABC class action lawsuit was filed against the US Government by more than 240,000 immigrants from El Salvador, Guatemala, and former Soviet Bloc countries, on the basis of alleged discriminatory treatment of their asylum claims. The ABC Settlement Agreement of January 31, 1991 created a 240,000-member immigrant group (ABC class members) with special legal status, including protection from deportation. Salvadorans protected under TPS and DED until December 31, 1994 were allowed to apply for ABC benefits up until February 16, 1996.
Venezuela and the 2020 Elections
The 1990’s Salvadoran immigration saga bears considerable resemblance to the current migratory tribulations of many Latin American immigrants residing in the US today, as the expiration of TPS for four Latin American countries in 2019 and 2020 has resulted in the filing of three major lawsuits currently working their way through the US federal court system.
Approximately 5 million Venezuelans have left their home country since 2015 following the consolidation of Nicolás Maduro, on economic grounds and in pursuit of political asylum. Heavy sanctions placed on Venezuela by the Trump administration have exacerbated—and continue to exacerbate, as the sanctions have to date been left in place by the Biden administration—the severe economic crisis in Venezuela.
An estimated 238,000 Venezuelans are currently residing in Florida, 67,000 of whom were naturalized US citizens and 55,000 of whom were eligible to vote as of 2018. 70% of Venezuelan voters in Florida chose Trump over Biden in the 2020 presidential elections, and in spite of the Democrats’ efforts (including the promise of TPS for Venezuelans) to regain the Latino vote of the crucial swing state, Trump won Florida’s 29 electoral votes in the 2020 elections. The weight of the Venezuelan vote in Florida has thus made the humanitarian importance of TPS for Venezuela a political issue as well. The defeat in Florida has probably made President Biden more cautious about relieving the pressure on Venezuela's and Cuba's regimes.
The Venezuelan TPS Act was originally proposed to the US Congress on January 15, 2019, but the act failed. However, just before leaving office, Trump personally granted DED to Venezuela on January 19, 2021. Now, with the TPS designation to Venezuela by the Biden administration on March 8, Venezuelans now enjoy a temporary legal immigration status.
The other TPS. Termination and ongoing litigation
Other Latin American countries have not fared so well. At the beginning of 2019, TPS was designated to a total of four Latin American countries: Nicaragua, Honduras, El Salvador, and Haiti. Nicaragua and Honduras were first designated TPS on January 5, 1999 in response to Hurricane Mitch. El Salvador was redesignated TPS on March 9, 2001 after two earthquakes hit the country. Haiti was first designated TPS on January 21, 2010 after the Haiti earthquake. Since these designations, TPS was continuously renewed for all four countries. However, under the Trump administration, TPS was allowed to expire without renewal for each country, beginning with Nicaragua on January 5, 2019. Haiti followed on July 22, 2019, then El Salvador on September 9, 2019, and lastly Honduras on January 4, 2020.
As of March 2021, Salvadorans account for the largest share of current TPS holders by far, at a total of 247,697, although the newly eligible Venezuelans could potentially overshadow even this high figure. Honduras and Haiti have 79,415 and 55,338 TPS holders respectively, and Nicaragua has much fewer with only 4,421.
The elimination of TPS for Nicaragua, Honduras, El Salvador, and Haiti would result in the deportation of many immigrants who for a significant continuous period of time have contributed to the workforce, formed families, and rebuilt their lives in the United States. Birthright citizenship further complicates this reality: an estimated 270,000 US citizen children live in a home with one or more parents with TPS, and the elimination of TPS for these parents could result in the separation of families. Additionally, the conditions of Nicaragua, Honduras, El Salvador, and Haiti—in the context of the COVID-19 pandemic, recent natural disasters (i.e. hurricanes Matthew, Eta, and Iota), and other socioeconomic and political issues—remain far from ideal and certainly unstable.
Three major lawsuits were filed against the US Government in response to the TPS terminations of 2019 and 2020: Saget v. Trump (March 2018), Ramos v. Nielsen (March 2018), and Bhattarai et al. v. Nielsen (February 2019). Kirstjen Nielsen served as Secretary of Homeland Security for two years (2017 - 2019) under Trump. Saget v. Trump concerns Haitian TPS holders. Ramos v. Nielsen concerns 250,000 Salvadoran, Nicaraguan, Haitain and Sudanese TPS holders, and has since been consolidated with Bhattarai et al. v. Nielsen which concerns Nepali and Honduran TPS holders.
All three (now two) lawsuits appeal the TPS eliminations for the countries involved on similar grounds, principally the racial animus (i.e. Trump’s statement: “[Haitians] all have AIDS”) and unlawful actions (i.e. violations of the Administrative Procedure Act (APA)) of the Trump administration. For Saget v. Trump, the US District Court (E.D. New York) blocked the termination of TPS (affecting Haiti only) on April 11, 2019 through the issuing of preliminary injunctions. For Ramos v. Nielson (consolidated with Bhattarai et al. v. Nielson), the US Court of Appeals of the 9th Circuit has rejected these claims and ruled in favor of the termination of TPS (affecting El Salvador, Nicaragua, Haiti, Honduras, Nepal, and Sudan) on September 14, 2020. This ruling has since been appealed and is currently awaiting revision.
The US Citizenship and Immigration Services (USCIS) and the Department of Homeland Security (DHS) have honored the orders of the US Courts not to terminate TPS until the litigation for these aforementioned cases is completed. The DHS issued a Federal Register Notice (FRN) on December 9, 2020 which extends TPS for holders from Nicaragua, Honduras, El Salvador, and Haiti until October 14, 2021. The USCIS has similarly cooperated and has ordered that so long as the litigation remains effective, no one will lose TPS. The USCIS has also ordered that in case of TPS elimination once the litigation is completed, Nicaragua and Haiti will have 120 grace days to orderly transition out of TPS, Honduras will have 180, and El Salvador will have 365 (time frames which are proportional to the number of TPS holders from each country, though less so for Haiti).
The Biden Administration’s Migratory Policy
On the campaign trail, Biden repeatedly emphasized his intentions to reverse the controversial immigration policies of the Trump administration, promising immediate cessation of the construction of the border wall, immediate designation of TPS to Venezuela, and the immediate sending of a bill to create a “clear [legal] roadmap to citizenship” for 11 million+ individuals currently residing in the US without legal immigration status. Biden assumed office on January 20, 2021, and issued an executive order that same day to end the government funding for the construction of the border wall. On February 18, 2021, Biden introduced the US Citizenship Act of 2021 to Congress to provide a legal path to citizenship for immigrants residing in the US illegally, and issued new executive guidelines to limit arrests and deportations by ICE strictly to non-citizen immigrants who have recently crossed the border illegally. Non-citizen immigrants already residing in the US for some time are now only to be arrested/deported by ICE if they pose a threat to public safety (defined by conviction of an aggravated felony (i.e. murder or rape) or of active criminal street gang participation).
Following the TPS designation to Venezuela on March 8, 2021, there has been additional talk of a TPS designation for Guatemala on the grounds of the recent hurricanes which have hit the country.
On March 18, 2021, the Dream and Promise Act passed in the House. With the new 2021 Democrat majority in the Senate, it seems likely that this legislation which has been in the making since 2001 will become a reality before the end of the year. The Dream and Promise Act will make permanent legal immigration status accessible (with certain requirements and restrictions) to individuals who arrived in the US before reaching the age of majority, which is expected to apply to millions of current holders of DACA and TPS.
If the US Citizenship Act of 2021 is passed by Congress as well, together these two acts would make the Biden administration’s lofty promises to create a path to citizenship for immigrants residing illegally in the US a reality. Since March 18, 2021, the National TPS Alliance has been hosting an ongoing hunger strike in Washington, DC in order to press for the speedy passage of the acts.
The current migratory surge at the US-Mexico border
While the long-term immigration forecast appears increasingly more positive as Biden’s presidency progresses, the immediate immigration situation at the US-Mexico border is quite dire. Between December 2020 and February 2021, the US Customs and Border Protection (CBP) reported a 337% increase in the arrival of families, and an 89% increase in the arrival of unaccompanied minors. CBP apprehensions of migrants crossing the border illegally in March 2021 have reached 171,00, which is the highest monthly total since 2006.
Currently, there are an estimated 4,000 unaccompanied minors in CBP custody, and an additional 15,000 unaccompanied minors in the custody of the Department of Health and Human Services (HHS).
The migratory CBP facility in Donna, TX designated specifically to unaccompanied minors has been filled at 440% to 900% of its COVID-19 capacity of just 500 minors since March 9, 2021. Intended to house children for no more than a 72-hour legal limit, due to the current overwhelmed system, some children have remained in the facility for more than weeks at a time before being transferred on to HHS.
In order to address the overcrowding, the Biden administration announced the opening of the Delphia Emergency Intake Site (next to the Donna facility) on April 6, 2021, which will be used to house up to 1,500 unaccompanied minors. Other new sites have been opened by HHS in Texas and California, and HHS has requested the Pentagon to allow it to temporarily utilize three military facilities in these same two states.
Political polarization has contributed to a great disparity in the interpretation of the recent surge in migration to the US border since Biden took office. Termed a “challenge” by Democrats and a “crisis” by Republicans, both parties offer very different explanations for the cause of the situation, each placing the blame on the other.
Hackers iraníes falsificaron correos preelectorales de los Proud Boys, pero la actuación postelectoral real de este y otros grupos resultó más disruptiva
Si en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016 las operaciones de injerencia extranjera fueron protagonizadas por Rusia, en las de 2020 la atención estuvo en los hackers iraníes, por la novedad que suponían en un campo de operaciones donde igualmente actuaban rusos y chinos, cada cual persiguiendo sus intereses. En concreto, Teherán deseaba una derrota de Donald Trump para que su sucesor demócrata revirtiera el duro régimen de sanciones impuesto contra el régimen iraní. Pero esas actuaciones en el ciberespacio por parte de Irán, Rusia y China fueron poco eficaces debido a la mayor alerta de las agencias de seguridad e inteligencia norteamericanas. Al final esos intentos exteriores de desprestigiar la democracia estadounidense y de minar la confianza de los votantes en su sistema electoral se quedaron pequeños frente al daño causado por el propio caos interno.
Asalto al Capitolio, en Washington, el 6 de enero de 2021 [TapTheForwardAssist]
ARTÍCULO / María Victoria Andarcia
Rusia siempre estuvo en el ojo de la seguridad estadounidense durante el año electoral de 2020, después de que quedara constatada su injerencia en las elecciones presidenciales de cuatro años antes. No obstante, aunque la principal preocupación siguió siendo Rusia y también se temía una ampliación de las operaciones de China, Irán se llevó los titulares de algunos avisos lanzados por las autoridades norteamericanas, probablemente por la facilidad con que pudieron atribuir a actores iraníes diversas actuaciones. A pesar de ese múltiple frente, el desarrollo de las votaciones no arrojó ninguna evidencia de que las campañas de desinformación extranjeras hubieran tenido efectividad. La rápida identificación de los agentes implicados y la reacción ofensiva por parte de los servicios de seguridad e inteligencia estadounidenses pudieron prevenir que se llegara a la situación de 2016. Como ha señalado el Atlantic Council, esta vez “la desinformación doméstica eclipsó la acción foránea”.
Dadas las directas consecuencias que la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca puede suponer en la política de Washington hacia Irán, este artículo presta más atención a los intentos iraníes por afectar al desarrollo de las elecciones de Estados Unidos. La incidencia de las operaciones iraníes fue mínima y tuvieron un perfil menor que las desarrolladas por Rusia en 2016 (país que a su vez tuvo menos implicación que en esas anteriores elecciones).
Operaciones iraníes
En mayo y junio de 2020 se registraron unos primeros movimientos en cuentas de Microsoft, como más adelante revelaría la propia compañía. Un grupo iraní llamado Phosphorus había logrado tener éxito en acceder a cuentas de empleados de la Casa Blanca y del equipo de campaña para la reelección de Trump. Fueron unas señales iniciales de que Teherán estaba montando algún tipo de operación cibernética.
A comienzos de agosto, el director del Centro de Contrainteligencia y Seguridad Nacional, William Evanina, apuntaba a Teherán –también a Moscú y Pekín– de usar desinformación en internet para “influir en los votantes, desencadenar desorden y minar la confianza” ciudadana en el sistema. En relación a Irán afirmaba: “Evaluamos que Irán busca socavar las instituciones democráticas estadounidenses y el presidente Trump, y dividir al país ante las elecciones de 2020”. Añadía que los esfuerzos iraníes se centraban en la difusión de desinformación en las redes sociales, donde hacía circular contenido contra Estados Unidos. Evanina atribuía como motivación de estas acciones la percepción iraní “de que la reelección del presidente Trump resultaría en una continuación de la presión de Estados Unidos sobre Irán en un esfuerzo por fomentar un cambio de régimen”.
A raíz del debate entre Trump y Biden televisado el 29 de septiembre, Twitter eliminó 130 cuentas que “parecían originarse en Irán” y cuyo contenido, que había puesto en conocimiento del Buró Federal de Investigaciones (FBI), pretendía influir en la opinión pública durante el debate presidencial. La compañía solo ofreció cuatro ejemplos. Dos de las cuentas eran proclives a Trump: en una el usuario era @jackQanon (en referencia al grupo conspiratorio QAnon) y la otra expresaba apoyo a Proud Boys, una organización de extrema derecha con vínculos supremacistas a la que Trump había pedido “quedar en guardia y mantenerse alerta”. Las otras dos cuentas habían expresado mensajes pro Biden.
A mediados de octubre, el director de Inteligencia Nacional, John Ratcliffe, se refirió en rueda de prensa a la actuación cibernética de Irán y Rusia como una amenaza al proceso electoral. Según manifestó Ratcliffe, la operación iraní consistió primordialmente en una serie de correos electrónicos en los que se hacía creer que eran enviados por el grupo Proud Boys. Dichos correos contenían amenazas de fuerza física para quienes no votaran por Trump, y tenían como finalidad instigar violencia y dañar la imagen de este último, asociando su campaña con grupos radicales y con esfuerzos para intimidar a votantes. Curiosamente luego los Proud Boys adquirirían un gran protagonismo por ellos mismos en las concentraciones postelectorales en Washington y la toma del Capitolio.
Si bien el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Irán, Said Jatibzadeh, negó estas acusaciones recalcando que “para Irán es indiferente quien gana las elecciones de Estados Unidos”, las autoridades norteamericanas insistieron en su versión y la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro de Estados Unidos (OFAC) sancionó a cinco entidades iraníes por haber intentado socavar las elecciones presidenciales. Según el comunicado de la OFAC, el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica y la Fuerza Quds usaron los medios iraníes como plataformas para esparcir propaganda y desinformación a la población estadounidense.
De acuerdo con la OFAC, la empresa iraní de comunicación audiovisual Bayan Gostar, habitual colaboradora de la Guardia Revolucionaria, había “planeado influir en las elecciones explotando los problemas sociales dentro de los Estados Unidos, incluida la pandemia de COVID-19, y denigrando a las figuras políticas estadounidenses”. La Unión de Radio y Tevisión Islámica de Irán (IRTVU), que la OFAC considera un brazo de propaganda de la Guardia Revolucionaria, y la Unión Internacional de Medios Virtuales “ayudaron a Bayan Gostar en sus esfuerzos por llegar a la audiencia estadounidense”. Estos medios “amplificaron narrativas falsas en inglés y publicaron artículos de propaganda despectivos y otro contenido dirigido a Estados Unidos con la intención de sembrar la discordia entre la audiencia estadounidense”.
Actuación postelectoral
Estados Unidos asegura que la injerencia iraní no se limitó a las elecciones, que se celebraron el 3 de noviembre (con un nivel de voto por adelantado y por correo sin precedentes), sino que siguió después en las semanas siguientes, intentando aprovechar el desconcierto existente por el cuestionamiento del resultado electoral mantenido por la Administración Trump. Días antes de Navidad, el FBI y la Agencia de Seguridad de Infraestructura y Ciberseguridad del Departamento de Seguridad (CISA) dieron a conocer que presuntamente Irán estaba detrás de una página web y de varias cuentas de redes sociales dirigidas a provocar más violencia contra varios funcionarios estadounidense. La página web titulada “Enemies of the People” contenía fotografías e información personal tanto de funcionarios como de personal del sector privado que tenían relación con el proceso de recuento y autentificación de los votos emitidos en las elecciones, en ocasiones enfrentados a las denuncias de fraude mantenidas por Trump y sus seguidores.
La actuación atribuida a Irán puede interpretarse como un modo de vengar el ataque aéreo con drones ordenado por Washington para asesinar en Irak a Qasem Soleimani, jefe de la Fuerza Qurds, por cuya muerte el 3 de enero de 2020 Teherán había jurado represalias. Pero sobre todo revela un esfuerzo continuo por parte de Irán de aliviar los efectos de la política de “máxima presión” de Estados Unidos impulsada por Trump. Dada la intención expresada por Biden durante la campaña electoral de cambiar la política exterior estadounidense hacia la República Islámica, ésta tendría la oportunidad de recibir un trato más laxo por parte de Estado Unidos si Trump perdía las elecciones presidenciales. Biden había indicado que si llegaba al poder cambiaría la política hacia Irán, posiblemente volviendo al acuerdo nuclear firmado en 2015 con la condición de que Irán respetara los límites de su programa nuclear acordados entonces. El Plan Conjunto de Acción Comprensiva (JCPOA, por sus siglas en inglés) fue considerado un hito en la política exterior del entonces presidente Barack Obama, pero luego la Administración Trump decidió no respetarlo por considerar que habían quedado fuera asuntos como el desarrollo de misiles de Irán y su injerencia militar en otros países de la región.
Pocos días antes de la toma de posesión del nuevo mandatario americano, el presidente iraní, Hasán Rohaní, instó a Biden a levantar las sanciones impuestas a la República Islámica y volver al acuerdo nuclear de 2015. Irán espera que la Administración Biden tome los primeros pasos para compensar por las acciones del gobierno anterior y así avanzar hacia un posible entendimiento entre ambas naciones. La decisión de volver al acuerdo no se tomará de forma inmediata ya que Biden hereda un país dividido y tardará un tiempo revertir las políticas de Trump. Con las elecciones presidenciales iraníes acercándose en junio de este año, el gobierno de Biden gana tiempo para intentar una reformulación nada fácil, pues el contexto de Oriente Medio ha cambiado sustancialmente en estos últimos cinco años.
[Barack Obama, Una tierra prometida (Debate: Madrid, 2020), 928 págs.]
RESEÑA / Emili J. Blasco
Las memorias de un presidente son siempre un intento de justificación de su actuación política. Habiendo empleado George W. Bush menos de quinientas páginas en «Decision Points» para intentar explicar las razones de una gestión en principio más controvertida, que Barack Obama utilice casi mil para una primera parte de sus memorias (Una tierra prometida solo cubre basta el tercero de sus ocho años de presidencia) parece un exceso: de hecho, ningún presidente estadounidense ha requerido tanto espacio en ese ejercicio de querer dejar atado su legado.
Es verdad que Obama tiene gusto por la pluma, con algún libro precedente en el que ya demostró buena narrativa, y es posible que esa inclinación literaria le haya vencido. Pero probablemente ha sido más determinante la visión que Obama ha tenido de sí mismo y de su presidencia: la convicción de tener una misión, como primer presidente afroamericano, y su ambición de querer doblar el arco de la historia. Cuando, con el paso del tiempo, Obama comienza a ser ya uno más en la lista de presidentes, su libro revindica el carácter histórico de su persona y sus realizaciones.
El primer tercio de Una tierra prometida resulta especialmente interesante. Hay un repaso somero de su vida anterior a la entrada en política y luego el detalle de su carrera hasta alcanzar la Casa Blanca. Esta parte tiene la misma carga inspiradora que hizo tan atractivo Los sueños de mi padre, el libro que Obama publicó en 1995 cuando lanzó su campaña al Senado del estado de Illinois (en España apareció en 2008, a raíz de su campaña a la presidencia). Todos podemos sacar lecciones muy útiles para nuestra propia superación personal: la idea de ser dueños de nuestro destino, de cobrar conciencia de nuestra identidad más profunda, y la seguridad que eso nos da para llevar a cabo muchas empresas de gran valor y transcendencia; el poner todo el empeño en una meta y aprovechar oportunidades que quizá no vuelvan a presentarse; en definitiva, el pensar siempre por elevación (cuando Obama vio que su trabajo como senador de Illinois tenía poco impacto, su decisión no fue dejar la política, sino saltar al ámbito nacional: se presentó a senador en Washington y de ahí, solo cuatro años después, llegó a la Casa Blanca). Se trata, además, de unas páginas ricas en enseñanzas sobre comunicación política y campañas electorales.
Pero cuando la narración comienza a abordar el periodo presidencial, que arrancó en enero de 2009, ese tono inspirador decae. Lo que antes era una sucesión de adjetivos generalmente positivos hacia todos, empieza a incluir diatribas contra sus oponentes republicanos. Y aquí está el punto que Obama no logra superar: otorgarse todo el mérito moral y negárselo a quien con sus votos en el Congreso discrepaba de la legislación promovida por el nuevo presidente. Cierto que Obama contó con una oposición muy frontal de los líderes republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes, pero estos también apoyaron algunas de sus iniciativas, como el propio Obama reconoce. Por lo demás, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Amplios sectores republicanos se echaron enseguida al monte, como pronto evidenció la marea del Tea Party en las elecciones de medio mandato de 2010 (en un movimiento que acabaría desembocando en el respaldo a Trump), pero también es que Obama había llegado con las posiciones más a la izquierda que se recordaban en la política estadounidense. Con su empuje idealista, Obama había dado poco ejemplo de esfuerzo bipartidista en su paso por el Senado de Illinois y de Washington; cuando algunas de sus reformas desde la Casa Blanca se vieron bloqueadas en el Congreso, en lugar de buscar un acomodo –aceptando una política de lo posible– fue a la calle a enfrentar a los ciudadanos con los políticos que se oponían a sus transformaciones, enquistando aún más las trincheras de unos y otros.
El historiador británico Niall Ferguson ha apuntado que el fenómeno Trump no se entendería sin la presidencia previa de Obama, aunque probablemente la agria división política en Estados Unidos sea una cuestión de corriente profunda en la que los líderes juegan un papel menos protagonista de lo que supondríamos. Justamente Obama se vio a si mismo como alguien idóneo, por su mezcla cultural (de raza negra, pero criado por su madre y abuelos blancos), para superar esa grieta que en la sociedad estadounidense iba agrandándose; sin embargo, no pudo tender los puentes ideológicos necesarios. Bill Clinton se enfrentó a un similar bloqueo republicano, en el Congreso liderado por Newt Gingrich, y procedió a transacciones que fueron útiles: restó carga ideológica y trajo una prosperidad económica que relajó la vida pública.
Una tierra prometida incluye muchas reflexiones de Obama. Generalmente aporta los contextos necesarios para entender bien las cuestiones, por ejemplo en la gestación de la crisis financiera de 2008. En política exterior detalla el estado de las relaciones con las principales potencias: la animadversión hacia Putin y la suspicacia hacia China, entre otros asuntos. Hay aspectos con distintas posibles vías de avance en los que Obama no deja margen para una posición alternativa lícita: así, en un tema especialmente emblemático, carga contra Netanyahu sin admitir ningún error propio en su aproximación al problema palestino-israelí. Esto es algo que otras reseñas del libro han señalado: la ausencia de autocrítica (más allá de admitir pecados de omisión al no haber sido todo lo audaz que hubiera deseado), y la falta en admitir que en algún aspecto quizás el oponente podía tener razón.
La narración transcurre con buen ritmo interno, a pesar de las muchas páginas. El tomo termina en 2011, en un momento aleatorio determinado por la extensión que se prevea para una segunda entrega; no obstante, tiene un colofón con suficiente fuerza: la operación contra Osama bin Laden, por primera vez contada en primera persona por quien tenía el máximo nivel de mando. Aunque se desconoce el grado de implicación de otras manos en la redacción de la obra, esta tiene un punto de lirismo que conecta directamente con Los sueños de mi padre y que ayuda a atribuirla, al menos en gran medida, al propio expresidente.
La obra contiene muchos episodios de la vida doméstica de los Obama. Los constantes piropos de Obama a su mujer, la admiración por su suegra y las continuas referencias a la devoción por sus dos hijas podrían considerarse algo innecesario, sobre todo por lo recurrente, en un libro político. No obstante, otorgan al relato el tono personal que Obama ha querido adoptar, dando además calidez humana a quien con frecuencia se le acusó de tener una imagen pública de persona fría, distante y demasiado reflexiva.
▲ Joe Biden y Barack Obama en febrero de 2009, un mes después de llegar a la Casa Blanca [Pete Souza]
COMENTARIO / Emili J. Blasco
Este artículo fue previamente publicado, algo abreviado, en el diario ‘Expansión’.
Uno de los grandes errores que revelan las elecciones presidenciales de Estados Unidos es haber subestimado la figura de Donald Trump, creyéndole una mera anécdota, y haber desconsiderado, por antojadiza, gran parte de su política. En realidad, el fenómeno Trump es una manifestación, si no una consecuencia, del actual momento estadounidense y algunas de sus principales decisiones, sobre todo en el ámbito internacional, tienen más que ver con imperativos nacionales que con volubles ocurrencias. Esto último sugiere que hay aspectos de política exterior, dejando aparte las maneras, en los que Joe Biden como presidente puede estar más cerca de Trump que de Barack Obama, sencillamente porque el mundo de 2021 es ya algo distinto al de la primera mitad de la anterior década.
En primer lugar, Biden tendrá que confrontar a Pekín. Obama comenzó a hacerlo, pero el carácter más asertivo de la China de Xi Jinping se ha ido acelerando en los últimos años. En el pulso de superpotencias, especialmente por el dominio de la nueva era tecnológica, Estados Unidos se lo juega todo frente a China. Cierto que Biden se ha referido a los chinos no como enemigos sino como competidores, pero la guerra comercial ya la empezó a plantear la Administración de la que él fue vicepresidente y ahora la rivalidad objetiva es mayor.
El repliegue de Estados Unidos tampoco responde a una locura de Trump. En el fondo tiene que ver, simplificando algo, con la independencia energética alcanzada por los estadounidenses: ya no necesitan el petróleo de Oriente Medio y ya no tienen que estar en todos los océanos para asegurar la libre navegación de los tanqueros. El ‘America First’ de algún modo ya lo inició también Obama y Biden no irá en dirección opuesta. Así que, por ejemplo, no cabrá esperar una gran implicación en asuntos de la Unión Europea ni que se retomen negociaciones en firme para un acuerdo de libre comercio entre ambos mercados atlánticos.
En los dos principales logros de la era Obama –el acuerdo nuclear con Irán sellado por Estados Unidos, la UE y Rusia, y el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana– Biden tendrá difícil transitar por el sendero entonces definido. Puede haber intentos de nueva aproximación a Teherán, pero habría una mayor coordinación en contra por parte de Israel y el mundo suní, instancias que ahora convergen más. Biden podría encontrarse con que una menor presión sobre los ayatolás empuja a Arabia Saudí hacia la bomba atómica.
En cuanto a Cuba, la vuelta a una disensión estará más en las manos del gobierno cubano que del propio Biden, que en la pérdida electoral en Florida ha podido leer un rechazo a cualquier condescendencia con el castrismo. Pueden desmontarse algunas de las nuevas restricciones impuestas por Trump a Cuba, pero si La Habana sigue sin mostrar voluntad real de cambio y apertura, la Casa Blanca ya no tendrá por qué seguir apostando por concesiones políticas a crédito.
En el caso de Venezuela, Biden posiblemente replegará buena parte de las sanciones, pero ya no cabe una política de inacción como la de Obama. Aquella Administración no confrontó más el chavismo por dos razones: porque no quiso molestar a Cuba dadas las negociaciones secretas que mantenía con ese país para reabrir sus embajadas y porque el nivel de letalidad del régimen aún no se había hecho insoportable. Hoy los informes internacionales sobre derechos humanos son unánimes sobre la represión y la tortura del gobierno de Maduro, y además la llegada de millones de refugiados venezolanos a los distintos países de la región obligan a tomar cartas en el asunto. Aquí lo esperable es que Biden pueda actuar de modo menos unilateral y, sin dejar de presionar, busque la coordinación con la Unión Europea.
Suele ocurrir que quien llega a la Casa Blanca se ocupa de los asuntos nacionales en sus primeros años y que más adelante, especialmente en un segundo mandato, se centre en dejar un legado internacional. Por edad y salud, es posible que el nuevo inquilino solo esté un cuadrienio. Sin el idealismo de Obama de querer “doblar el arco de la historia” –Biden es un pragmático, producto del establishment político estadounidense– ni las prisas del empresario Trump por el beneficio inmediato, es difícil imaginar que su Administración vaya a tomar serios riesgos en la escena internacional.
Biden ha confirmado su compromiso de arrancar su presidencia en enero revirtiendo algunas decisiones de Trump, notablemente en lo relativo al cambio climático y el acuerdo de París; en lo que afecta a algunos frentes arancelarios, como el castigo innecesario que la Administración saliente ha aplicado a países europeos, y en relación a diversos asuntos de inmigración, lo que sobre todo incumbe a Centroamérica.
De todos modos, aunque la izquierda demócrata quiera empujar a Biden hacia ciertos márgenes, creyendo tener en la vicepresidenta Kamala Harris una aliada, el presidente electo puede hacer valer su personal moderación: el hecho de que en las elecciones él haya obtenido mejor resultado que el propio partido le da, de momento, suficiente autoridad interna. Por lo demás, los republicanos han resistido bastante bien en el Senado y la Cámara de Representantes, de forma que Biden llega a la Casa Blanca con menos apoyo en el Capitolio que sus antecesores. Eso, en cualquier caso, puede contribuir a reforzar uno de los rasgos en general más valorados hoy del político de Delaware: la predictibilidad, algo que las economías y las cancillerías de buena parte de los países del mundo esperan con ansiedad.
El actual mandatario realizó una sola visita, además en el marco del G-20, frente a las seis que Bush y Obama hicieron en sus primeros cuatro años
Los viajes internacionales no lo dicen todo acerca de la política exterior de un mandatario, pero dan alguna pista. Como presidente, Donald Trump únicamente ha viajado una vez a Latinoamérica, y además solo porque la cumbre del G-20 a la que asistía se celebraba en Argentina. No es que Trump no se haya ocupado de la región –desde luego, la política hacia Venezuela ha estado muy presente en su gestión–, pero el no haber hecho el esfuerzo de desplazarse a otros países del continente refleja bien el carácter más unilateral de su política, poca volcada en ganar simpatías entre sus pares.
▲ Firma en México en 2018 del tratado de libre comercio entre los tres países de Norteamérica [Departamento de Estado, EEUU]
ARTÍCULO / Miguel García-Miguel
Con tan solo una visita a la región, el mandatario estadounidense es el que menos visitas oficiales ha realizado desde la primera legislatura de Clinton, quien también la visitó una sola vez. Por el contrario, Bush y Obama presentaron más atención al territorio vecino, ambos con seis visitas en su primera legislatura. Trump centró su campaña diplomática en Asia y Europa y reservó lo asuntos de Latinoamérica a visitas de los presidentes de la región a la Casa Blanca o a su ‘resort’ de Mar-a-Lago.
En realidad, la Administración Trump dedicó tiempo a asuntos latinoamericanos, tomando posturas más rápidamente que la Administración Obama, pues el empeoramiento del problema de Venezuela requería definir acciones. Al mismo tiempo, Trump ha tratado asuntos de la región con presidentes latinoamericanos en visitas de estos a Estados Unidos. No ha habido, sin embargo, un esfuerzo de multilateralidad o empatía, saliendo a su encuentro en sus países de origen para tratar allí de sus problemas.
Clinton: Haití
El presidente demócrata realizó una única visita a la región en su primer mandato. Acabada la operación Uphold Democracy para devolver al poder a Jean-Bertrand Aristide, el 31 de marzo 1995 Bill Clinton viajó a Haití para la ceremonia de transición organizada por Naciones Unidas. La operación había consistido en una intervención militar de Estados Unidos, Polonia y Argentina, con la aprobación de la ONU, para derrocar a la junta militar que había depuesto por la fuerza a Aristide, quien había sido elegido democráticamente. Durante su segundo mandato, Clinton prestó más atención a los asuntos de la región, con trece visitas.
Bush: tratados de libre comercio
Bush realizó su primer viaje presidencial al país vecino, México, donde se entrevistó con el entonces presidente Fox para tratar diversos temas. México prestó atención al trato del gobierno estadounidense a los inmigrantes mexicanos, pero ambos presidentes también discutieron sobre el funcionamiento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o, en inglés, NAFTA), entrado en vigor en 1994, y de aunar esfuerzos en la lucha contra el narcotráfico. El presidente de EEUU tuvo la oportunidad de visitar México tres veces más durante su primer mandato con el fin de asistir a reuniones multilaterales. En concreto, asistió en marzo de 2002 a la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, organizada por las Naciones Unidas y que resultó en el Consenso de Monterrey; además Bush aprovechó la oportunidad para volver a entrevistarse con el presidente mexicano. En octubre del mismo año asistió a la cumbre del foro APEC (Asia-Pacific Economic Cooperation), que ese año se celebraba en el enclave mexicano de Los Cabos. Por último, pisó de nuevo territorio mexicano para acudir a la Cumbre Extraordinaria de las Américas que tuvo lugar en Monterrey en 2004.
Durante su primera legislatura Bush impulsó la negociación de nuevos tratados de libre comercio con diversos países americanos, que fue lo que marcó la política de su Administración en relación con el Hemisferio Occidental. En el marco de esa política viajó a Perú y a El Salvador los días 23 y 24 de marzo del 2002. En Perú se reunió con el presidente de ese país y con los presidentes de Colombia, Bolivia y Ecuador, con el fin de llegar a un acuerdo que renovase la ATPA (Andean Trade Promotion Act), por la cual EEUU otorgaba libertad arancelaria en una amplia gama de las exportaciones de esos países. Finalmente, el asunto se resolvió con la promulgación en octubre del mismo año de la ATPDEA (Andean Trade Promotion and Drug Erradication Act), que mantuvo las libertades arancelarias en compensación por la lucha contra el narcotráfico, intentando desarrollar económicamente la región para crear alternativas a la producción de cocaína. Por último, en el caso de El Salvador se reunió con los presidentes centroamericanos para discutir la posibilidad de un Tratado de Libre Comercio con la región (conocido en inglés como CAFTA) a cambio de un refuerzo de la seguridad en los ámbitos de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo. El Tratado fue ratificado tres años más tarde por el Congreso estadounidense. Bush volvió a visitar Latinoamérica hasta once veces durante su segundo mandato.
Gráfico 1. Elaboración propia con datos de Office of the Historian
Obama: dos Cumbres de las Américas
Obama comenzó su recorrido de visitas diplomáticas a territorio latinoamericano con la asistencia a la V Cumbre de las Américas, celebrada en Puerto Príncipe (Trinidad y Tobago). En la Cumbre se reunieron todos los líderes de los países soberanos americanos a excepción de Cuba y tuvo como fin la coordinación de esfuerzos para la recuperación de la reciente crisis del 2008 con menciones a la importancia de la sostenibilidad ambiental y energética. Obama volvió a asistir en 2012 a la VI Cumbre de las Américas que se celebró esta vez en Cartagena de Indias (Colombia). A esta Cumbre no acudió ningún representante de Ecuador ni de Nicaragua en protesta por la exclusión hasta la fecha de Cuba. Tampoco acudió el presidente de Haití ni el presidente venezolano Hugo Chávez alegando motivos médicos. En la cumbre se volvieron a discutir temas de economía y seguridad teniendo especial relevancia la guerra contra las drogas y el crimen organizado, así como el desarrollo de políticas ambientales. Además, aprovechó esta visita para anunciar junto a Juan Manuel Santos, la entrada en efecto del Tratado de Libre Comercio entre Colombia y EEUU, negociado por la Administración Bush y ratificado tras cierta demora por el Congreso estadounidense. El presidente demócrata también tuvo la ocasión de visitar la región con motivo de la reunión del G-20 en México, pero esta vez el tema central rondó en torno a las soluciones para frenar la crisis de la deuda europea.
En cuanto a las reuniones bilaterales, Obama realizó una gira diplomática entre el 19 y el 23 de marzo de 2010 por Brasil, Chile y El Salvador, entrevistándose con sus respectivos presidentes. Aprovechó la ocasión para retomar las relaciones con la izquierda brasileña que gobernaba el país desde el 2002, reiterar su alianza económica y política con Chile y anunciar un fondo de 200 millones de dólares para reforzar la seguridad en Centroamérica. Durante su segundo mandato realizó hasta siete visitas, entre las que cabe destacar la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba, pausadas desde el triunfo de la Revolución.
Trump: T-MEC
Donald Trump tan solo visitó Latinoamérica en una ocasión para asistir a la reunión del G-20, una convocatoria que ni siquiera era regional, celebrada en Buenos Aires en diciembre de 2018. Entre los diversos acuerdos alcanzados destacan la reforma de la Organización Mundial de Comercio y el compromiso de los asistentes de implementar las medidas adoptadas en el Acuerdo de París, a excepción de EEUU, puesto que el presidente ya había reiterado su empeño en salirse del acuerdo. Aprovechando la visita, firmó el T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, nuevo nombre para el renovado TLCAN, cuya renegociación había sido una exigencia de Trump) y se reunió con el presidente chino en el contexto de la guerra comercial. Trump, en cambio, no acudió a la VIII Cumbre de las Américas celebrada en Perú en abril de 2018; el viaje, que debía llevarle también a Colombia, fue cancelado a última hora porque el presidente estadounidense prefirió permanecer en Washington ante una posible escalada de la crisis siria.
El motivo de las pocas vistas a la región ha sido que Trump ha dirigido su campaña diplomática hacia Europa, Asia y en menor medida Oriente Medio, en el contexto de la guerra comercial con China y de la pérdida de poder en el panorama internacional de EEUU.
Gráfico 2. Elaboración propia con datos de Office of the Historian
Solo un viaje, pero seguimiento de la región
A pesar de apenas haber viajado al resto del continente, el candidato republicano sí ha prestado atención a los asuntos de la región pero sin moverse de Washington, pues han sido hasta siete los presidentes latinoamericanos que han pasado por la Casa Blanca. Las reuniones han tenido como foco principal el desarrollo económico y el reforzamiento de la seguridad, como es habitual. Atendiendo a la realidad de cada país las reuniones giraron más entorno a la posibilidad de futuros tratados de comercio, la lucha contra la droga y el crimen organizado, evitar el flujo de inmigración ilegal que llega hasta Estados Unidos o la búsqueda de reforzar alianzas políticas. Aunque la web del gobierno estadounidense no la catalogue como una visita oficial, Donald Trump también llegó a reunirse en la Casa Blanca en febrero de este mismo 2020 con Juan Guaidó, reconocido como presidente encargado de Venezuela.
Justamente, si ha habido un tema común a todas estas reuniones, ese ha sido la situación de crisis económica y política en Venezuela. Trump ha buscado aliados en la región para cercar y presionar al gobierno de Maduro el cual no solo es un ejemplo de continuas violaciones de los derechos humanos, sino que además desestabiliza la región. La férrea oposición al régimen le sirvió a Donald Trump como propaganda para ganar popularidad e intentar salvar el voto latino en las elecciones del 3 de noviembre, y eso tuvo su premio al menos en el estado de Florida.
Gráfico 3. Elaboración propia con datos de Office of the Historian
COMENTARIO / Rafael Calduch Torres*
Tal y como manda la tradición desde 1845, el primer martes de noviembre, el próximo día 3, los habitantes con derecho a voto de los cincuenta estados que conforman Estados Unidos, tomarán parte en el quincuagésimo noveno Election Day, el día en el que se conforma el Colegio Electoral, que tendrá que elegir entre mantener al cuadragésimo quinto Presidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump, o escoger al cuadragésimo sexto, Joe Biden.
Pero el verdadero problema al que se enfrentan no sólo los habitantes de EEUU, sino el resto de población del planeta es que tanto Trump como Biden plantean su estrategia internacional en clave interna, siguiendo la estela del cambio que se produjo en el país a raíz de los atentados del 11-S y cuyo resultado fundamental ha sido la ausencia de un liderazgo efectivo de la superpotencia americana en los últimos veinte años. Porque si hay algo que nos tiene que quedar claro es el hecho de que ninguno de los candidatos, como no lo hicieron sus predecesores, tiene un plan que permita retomar el liderazgo internacional del que disfrutaron los Estados Unidos hasta el final de la década de los ’90; por el contrario lo que les urge es resolver los problemas domésticos y supeditar las cuestiones internacionales, que una superpotencia de la talla de los EEUU debe afrontar, a las soluciones que se adopten internamente, lo que es uno de los graves errores estratégicos de nuestra era, pues los liderazgos internacionales fuertes y coherentes con la gestión de los problemas internos han permitido históricamente la creación de puntos de encuentro en la sociedad estadounidense que amortiguan las divisiones y cohesionan al país.
Sin embargo, pese a estas similitudes generales hay una clara diferencia entre ambos candidatos a la hora de abordar los temas internacionales que afectará a los resultados de la elección que harán el martes los estadounidenses.
“The Power of America’s example”. Con este eslogan, la propuesta general de Biden, mucho más clara y accesible que la de Trump, desarrolla un plan para liderar el mundo democrático en el S. XXI basado en utilizar la forma en la que se solucionarán los problemas domésticos estadounidenses como ejemplo, aglutinante y sostén de su liderazgo internacional; ni que decir tiene que la mera suposición de que los problemas internos de los Estados Unidos no sean exactamente extrapolables al resto de actores internacionales no se tiene tan siquiera en cuenta.
Así el candidato demócrata, utilizando una retórica bastante tradicional en torno a la dignificación del liderazgo, utiliza la conexión entre realidad interna e internacional, para plantear un programa de regeneración nacional sin concretar cómo ello conseguirá restablecer el liderazgo internacional perdido. Este planteamiento se sustentará sobre dos pilares principales que serán la regeneración democrática del país y la reconstrucción de la clase media estadounidense que, a su vez, permitirán apuntalar otros proyectos internacionales
La regeneración democrática descansará en el refuerzo de los sistemas educativo y judicial, la transparencia, la lucha contra la corrupción o el fin de los ataques a los medios y se plantea como el instrumento para el restablecimiento del liderazgo moral del país que, además de inspirar a otros, serviría para que los EE.UU. trasladasen esas políticas nacionales estadounidenses al ámbito internacional, para que otros las sigan y las imiten a través de una suerte de liga global por la democracia que se nos antoja muy nebulosa.
Mientras tanto, la reconstrucción de la clase media, la misma a la que apeló Trump hace cuatro años, pasaría por una mayor inversión en innovación tecnológica y una supuesta mayor equidad global respecto al comercio internacional, del que se beneficiaría sobre todo Estados Unidos.
Finalmente, todo lo anterior se complementaría con una nueva era en el control armamentístico internacional a través de un nuevo tratado START entre EEUU y Rusia, el liderazgo de EEUU en la lucha contra el cambio climático, el fin de las intervenciones en suelo extranjero, particularmente en Afganistán, y el restablecimiento de la diplomacia como elemento vertebrador de la política exterior estadounidense.
“Promises Made, promises kept!”. ¿Cuál es la alternativa de Trump? El actual Presidente no desvela cuáles son sus proyectos y plantea, sin embargo, un repaso a sus “logros” que, entendemos, nos dará idea de lo que será su política exterior que girará en torno a la continuidad en el reequilibrio comercial de los EEUU basado, como hasta ahora, en un blindaje de las compañías estadounidenses frente la inversión extranjera, la imposición de nuevos aranceles, la lucha contra prácticas comerciales fraudulentas especialmente por parte de China y el restablecimiento de las relaciones de EEUU con sus aliados en Asia/Pacífico, Oriente Medio y Europa, pero sin propuestas específicas.
Con respecto al ámbito de la seguridad, tratado de forma diferenciada por Trump, la receta es el aumento de los gastos en defensa, el blindaje del territorio de los Estados Unidos contra el terrorismo y la oposición a Corea del Norte, Venezuela e Irán, a la que se unirá el mantenimiento y expansión de la reciente campaña de acciones dirigidas específicamente contra Rusia, con el objetivo declarado de contenerla en Ucrania y de evitar ciberataques.
Pero la realidad es que ambos candidatos tendrán que enfrentar retos globales que no han considerado en sus programas y que les condicionarán decisivamente en sus mandatos, empezando por la gestión de la pandemia y sus efectos económicos a escala mundial y pasando por la creciente competición de la Unión Europea, sobre todo a medida que se desarrollen sus capacidades militares y de defensa comunes.
Como acabamos de evidenciar, ninguno de los candidatos ofrecerá soluciones nuevas y por ello no es probable que la situación mejore, al menos en el corto plazo.
* Doctor en Historia Contemporánea. Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración. Profesor de la UNAV y de la UCJC
[Bruno Maçães, History Has Begun. The Birth of a New America. Hurst and Co. London, 2020. 203 p.]
RESEÑA / Emili J. Blasco
¿Y si Estados Unidos no estuviera en declive, sino todo lo contrario? Estados Unidos podría encontrarse, en realidad, en sus comienzos como gran potencia. Es lo que defiende Bruno Maçães en su nuevo libro, cuyo título –History Has Begun– viene a rebatir en cierto sentido aquel fin de la historia de Fukuyama, que veía la democratización del mundo de finales del siglo XX como la culminación de Occidente. Precisamente, la hipótesis del internacionalista de origen portugués es que EEUU está desarrollando una civilización propia y original, separada de lo que hasta ahora se entendía como civilización occidental, en un mundo en el que el concepto mismo de Occidente está perdiendo fuerza.
La obra de Maçães sigue tres líneas de atención: la progresiva separación de EEUU de Europa, las características que identifican la específica civilización estadounidense y el pulso entre EEUU y China por el nuevo orden mundial. El autor ya había desarrollado aspectos de estos temas en sus dos obras inmediatamente anteriores, ya reseñadas aquí: The Dawn of Eurasia y Belt and Road; ahora pone el foco en EEUU. Los tres títulos, en el fondo, son una secuencia: la progresiva disolución de la península europea en el conjunto del continente euroasiático, la emergencia de China como la superpotencia de esa gran masa continental y el papel que le resta a Washington en el planeta.
En cuanto a si EEUU sube o baja, Maçães escribe en la introducción del libro: “La sabiduría convencional sugiere que Estados Unidos ha alcanzado ya su máxima cota. Pero ¿y si simplemente ahora está empezando a forjar su propia senda hacia adelante?”. El volumen está escrito antes de la crisis de coronavirus y de la profunda zozobra que hoy se observa en la sociedad estadounidense, pero ya antes eran evidentes algunas señales de la intranquilidad interna de EEUU, tales como la polarización política o las divergencias sobre la orientación de su política exterior. “El presente momento en la historia de Estados Unidos es a la vez un momento de destrucción y un momento de creación”, afirma Maçães, que considera que el país está pasando por “convulsiones” propias de ese proceso de creación destructiva. A su juicio, en cualquier caso, son “los dolores de parto de una nueva cultura en lugar de los estertores de una civilización vieja”.
Podría pensarse que simplemente Estados Unidos evoluciona hacia una cultura mixta, fruto de la globalización, de forma que a la influencia que en los últimos siglos tuvieron algunos países europeos en la conformación de la sociedad estadounidense se una ahora la de la inmigración asiática. De hecho, se espera que para mediados de centuria los inmigrantes del otro lado del Pacífico superen a los que lleguen de México y Centroamérica, los cuales, aunque impregnados de culturas indígenas, siguen en buena medida el paradigma occidental. Entre la herencia primera europea y la nueva asiática, en EEUU se podría desarrollar una cultura “euroasiática híbrida”.
De hecho, en un momento del libro, Maçães asegura que EEUU “ya no es más una nación europea”, sino que “en aspectos fundamentales parece ahora más similar a países como India o Rusia o incluso la República de Irán”. No obstante, discrepa de esa perspectiva híbrida euroasiática y defiende, en cambio, el desarrollo de una nueva y autóctona sociedad estadounidense, separada de la civilización occidental moderna, arraigada en nuevos sentimientos y pensamientos.
A la hora de describir ese distinto modo de ser, Maçães se ocupa sobre todo de algunas manifestaciones, de las que va deduciendo aspectos más profundos. “¿Por qué los estadounidenses hablan tan alto?”, se pregunta, refiriéndose a uno de esos síntomas. Su teoría es que la vida estadounidense enfatiza su propia artificialidad como modo de recordar a sus participantes que, en el fondo, están experimentando una historia. “El modo americano de vida es conscientemente acerca de lenguaje, relato de historias, trama y forma, y está destinado a llamar la atención de su estatus como ficción”. Todo un capítulo, por ejemplo, se dedica a analizar la importancia de la televisión en EEUU. En medio de estas consideraciones, el lector puede llegar a pensar que el razonamiento ha ido derivando hacia un ensayo cultural, saliéndose del campo de las relaciones internacionales, pero en la conclusión de la obra se atan convenientemente los cabos.
Dejado aquí ese cabo suelto, el libro pasa a analizar el pulso entre Washington y Pekín. Recuerda que desde su ascenso como potencia mundial alrededor de 1900, el objetivo estratégico permanente de EEUU ha sido evitar que una sola potencia pudiera controlar el conjunto de Eurasia. Amenazas anteriores en ese sentido fueron Alemania y la URSS y hoy lo es China. Lo normal es que Washington recurriera al equilibrio de poderes, utilizando Europa, Rusia e India contra China (echando mano de un juego históricamente empleado por Gran Bretaña para el objetivo de impedir que un solo país controlara el continente europeo), pero de momento EEUU se ha centrado en confrontar directamente a China. Maçães ve confusa la política de la Administración Trump. “Si Estados Unidos quiere adoptar una estrategia de máxima presión contra Pekín, necesita tener más claridad acerca del juego final”: ¿es este constreñir el poder económico chino o convertir a China al modelo occidental?, se pregunta. Intuye que la meta última es “desacoplar” el mundo occidental de China, creando dos esferas económicas separadas.
Maçães estima que difícilmente China logrará dominar el supercontienente, pues “La unificación de la totalidad de Eurasia bajo una sola potencia es algo tan lejos de ser inevitable que de hecho nunca ha sido lograda”. De todos modos, considera que, por su interés como superpotencia, EEUU puede acabar jugando no tanto el papel de “gran equilibrador” (dado el peso de China es difícil que alguno de sus vecinos pueda ejercer contrapeso) como de “gran creador” del nuevo orden. “China debe ser recortada de tamaño y otras piezas deben ser acumuladas, si un equilibrio tiene que ser el producto final”, asegura.
Es aquí donde finalmente vuelve a escena, con un argumento algo endeble, el carácter estadounidense de constructor de historias y relatos. Maçães puede ver el éxito de EEUU en esta tarea de “gran creador” si trata a sus aliados con autonomía. Como en una novela, su papel de narrador “es juntar a todos los personajes y preservar sus propias esferas individuales”; “el narrador ha aprendido a no imponer una única verdad sobre el conjunto, y al mismo tiempo ningún personaje tendrá permitido reemplazarle”. “Para Estados Unidos”, concluye Maçães, “la edad de la construcción de la nación ha terminado. Ha comenzado la era de la construcción del mundo”.
▲ Cruce de calles en Minneapolis donde George Floyd fue detenido por la policía local [Fibonacci Blue]
COMENTARIO / Salvador Sánchez Tapia [Gral. de Brigada (Res.)]
En una controvertida declaración pública hecha el pasado 2 de junio, el presidente norteamericano Donald Trump amagó con desplegar unidades de las Fuerzas Armadas para contener las revueltas desatadas por la muerte del afroamericano George Floyd a manos de un agente de la policía en Minnesota, y para mantener el orden público si estas llegaran a escalar en el nivel de violencia.
Con independencia de la gravedad del hecho, y más allá de que el incidente haya sido politizado y esté siendo empleado como una plataforma de expresión de rechazo a la presidencia de Trump, la posibilidad apuntada por el presidente plantea un reto casi inédito a las relaciones entre civiles y militares en Estados Unidos.
Por razones enraizadas en su pasado anterior a la independencia, Estados Unidos mantiene una cierta prevención contra la posibilidad de que las Fuerzas Armadas puedan ser empleadas domésticamente contra los ciudadanos por quien ostente el poder. Por tal razón, cuando los Padres Fundadores redactaron la Constitución, a la vez que autorizaron al Congreso a organizar y mantener Ejércitos, limitaron explícitamente su financiación a un máximo de dos años.
Con este trasfondo, y con el de la tensión entre la Federación y los estados, la legislación norteamericana ha tratado de acotar el empleo de las Fuerzas Armadas en tareas domésticas. Así, desde 1878, la Ley de Posse Comitatus limita la posibilidad de emplearlas en el cumplimiento de misiones de mantenimiento del orden público que corresponde ejecutar a los estados con sus medios, entre los que se cuenta la Guardia Nacional.
Una de las excepciones a esta regla la constituye la Ley de Insurrección de 1807, invocada, precisamente, por el presidente Trump como argumento en favor de la legalidad de una eventual decisión de empleo. Ello, pese a que dicha ley tiene un espíritu restrictivo, pues exige en su aplicación el concurso de los estados, y porque está pensada para casos extremos en los que estos no sean capaces, o no quieran, mantener el orden, circunstancias que no parecen aplicables al caso que nos ocupa.
De lo polémico del anuncio da fe el hecho de que voces tan autorizadas y tan poco proclives a romper públicamente su neutralidad como la del teniente general (ret.) James Mattis, secretario de Defensa de la Administración Trump hasta su prematuro relevo en diciembre de 2018, o la del teniente general (ret.) Martin Dempsey, jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor entre 2011 y 2015, se hayan alzado en contra de este empleo, uniéndose con ello a las manifestaciones hechas por expresidentes tan dispares como George W. Bush o Barak Obama, o a las del propio secretario de Defensa, Mark Esper, cuya posición en contra de la posibilidad de uso de las Fuerzas Armadas en esta situación ha quedado clara recientemente.
El anuncio presidencial ha abierto una crisis en las habitualmente estables relaciones cívico-militares (CMR) norteamericanas. Trascendiendo el ámbito de Estados Unidos, la cuestión, de hondo calado, y que afecta a la entraña de las CMR en un estado democrático, no es otra que la de la conveniencia o no de emplear las Fuerzas Armadas en cometidos de orden público o, en un sentido más amplio, domésticos, y la de los riesgos asociados a tal decisión.
En la década de los noventa del pasado siglo, Michael C. Desch, una de las principales autoridades en el campo de las CMR, identificó la correlación existente entre las misiones encomendadas a las Fuerzas Armadas por un estado y la calidad de sus relaciones cívico-militares, concluyendo que las misiones militares orientadas al exterior son las que más facilitan unas CMR saludables, mientras que las misiones internas no puramente militares son susceptibles de generar diversas patologías en dichas relaciones.
De forma general, la existencia de las Fuerzas Armadas en cualquier estado obedece primordialmente a la necesidad de proteger al mismo contra cualquier amenaza que proceda del exterior. Para llevar a cabo con garantías tan alto cometido, los Ejércitos están equipados y adiestrados para el empleo letal de la fuerza, a diferencia de lo que sucede con los cuerpos policiales, que lo están para un uso mínimo y gradual de la misma, que solo llega a ser letal en los casos, excepcionales, más extremos. En el primer caso, se trata de confrontar un enemigo armado que intenta destruir las fuerzas propias. En el segundo, con la fuerza se hace frente a ciudadanos que pueden, en algunos casos, emplear la violencia, pero que siguen siendo, al fin y al cabo, compatriotas.
Cuando se emplean fuerzas militares en cometidos de esta naturaleza, se incurre siempre en el riesgo de que produzcan una respuesta conforme a su adiestramiento, que puede resultar excesiva en un escenario de orden público. Las consecuencias, en tal caso, pueden ser muy negativas. En el peor de los casos, y por encima de cualquier otra consideración, el empleo puede derivar en una, quizás, evitable pérdida de vidas humanas. Además, desde el punto de vista de las CMR, los soldados que la nación entrega para su defensa exterior podrían convertirse, a ojos de la ciudadanía, en los enemigos de aquellos a los que deben defender.
El daño que esto puede producir para las relaciones cívico-militares, para la defensa nacional y para la calidad de la democracia de un estado es difícilmente mensurable, pero puede intuirse si se considera que, en un sistema democrático, las Fuerzas Armadas no pueden vivir sin el apoyo de sus conciudadanos, que las ven como una fuerza benéfica para la nación y a cuyos miembros extienden su reconocimiento como sus leales y desinteresados servidores.
El abuso en el empleo de las Fuerzas Armadas en cometidos domésticos puede, además, deteriorar su preparación, de por sí compleja, debilitándolas para la ejecución de las misiones para las que fueron concebidas. Puede, también, terminar condicionando su organización y equipamiento en detrimento, de nuevo, de sus tareas esenciales.
Por otra parte, y aunque hoy en día nos veamos muy lejos y a salvo de un escenario así, este empleo puede derivar, paulatinamente, hacia una progresiva expansión de los cometidos de las Fuerzas Armadas, que extenderían su control sobre actividades netamente civiles, y que verían ampliada cada vez más su paleta de cometidos, desplazando en su ejecución a otras agencias, que podrían, indeseablemente, atrofiarse.
En tal escenario, la institución militar podría dejar de ser percibida como un actor desinteresado para pasar a ser considerada como un competidor más con intereses particulares, y con una capacidad de control que podría utilizar en su propio beneficio, incluso si éste estuviera contrapuesto al interés de la nación. Tal situación, con el tiempo, llevaría de la mano a la politización de las Fuerzas Armadas, de donde se seguiría otro daño a las CMR difícilmente cuantificable.
Decisiones como la apuntada por el presidente Trump pueden, finalmente, poner a los miembros de las Fuerzas Armadas frente al grave dilema moral de emplear la fuerza contra sus conciudadanos, o desobedecer las órdenes del presidente. Por su gravedad, por tanto, la decisión de comprometer las Fuerzas Armadas en estos cometidos debe ser tomada de forma excepcional y tras haberla ponderado cuidadosamente.
Es difícil determinar si el anuncio hecho por el presidente Trump fue tan solo un producto de su temperamento o si, por el contrario, encerraba una intención real de emplear a las Fuerzas Armadas en los disturbios que salpican el país, en una decisión que no se ha producido desde 1992. En cualquier caso, el presidente, y quienes le asesoren, deben valorar el daño que de ella puede inferirse para las relaciones cívico-militares y, por ende, para el sistema democrático norteamericano. Ello sin olvidar, además, la responsabilidad que recae sobre los hombros de Norteamérica ante la realidad de que una parte de la humanidad mira al país como una referencia y modelo a imitar.
[Joseph S. Nye. Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump. Oxford University Press. New York, 2020. 254 pag.]
RESEÑA / Emili J. Blasco
La pregunta que sirve de título al nuevo libro de Jospeh Nye, conocido por el gran público por haber acuñado la expresión poder blando, no es una concesión al pensamiento secularizado, como una falta de atrevimiento para aseverar de entrada la conveniencia de la reflexión ética en las decisiones sobre política exterior, una importancia que, a pesar del interrogante, se intuye que es defendida por el autor.
En realidad, la pregunta, en sí misma, es un planteamiento clave en la disciplina de las relaciones internacionales. Un enfoque común es ver el escenario mundial como una conjunción de estados que pugnan entre sí, en una dinámica anárquica donde impera la ley del más fuerte. Internamente, el estado puede moverse por criterios de bien común, atendiendo a las distintas necesidades de sus habitantes y tomando decisiones de ámbito nacional o local a través de procesos democráticos. Pero más allá de las propias fronteras, la legitimidad otorgada por los propios electores ¿no exige al mandatario que sobre todo garantice la seguridad de sus ciudadanos frente a amenazas exteriores y que vele por el interés nacional frente al de otros estados?
El hecho de que el estado sea el sujeto básico en las relaciones internacionales marca, desde luego, una línea divisoria entre los dos ámbitos. Y por tanto la pregunta de si el discernimiento ético que se exige al mandatario en el ámbito interior debe reclamársele también en el exterior es plenamente pertinente.
Solo desde posiciones extremas que consideran que el estado es un lobo para el estado, aplicando al orden (desorden) internacional el principio hobbesiano (y aquí no habría un supraestado que disciplinara esa tendencia del estado-individuo), puede defenderse que la amoralidad rija el todos contra todos. En un escalón más abajo está el llamado realismo ofensivo y, en un peldaño inferior, el defensivo.
Nye, estudioso de las relaciones internacionales, considera que la teoría realista es un buen punto de partida para todo mandatario a la hora de definir la política exterior de un país, dado que debe guiarse especialmente por la ética de la responsabilidad, pues cumple un “papel fiduciario”. “El primer deber moral de un presidente es el de un fideicomiso, y esto comienza por asegurar la supervivencia y seguridad de la democracia que le ha elegido”. Pero a partid de aquí también debe explorarse qué posibilidades existen para la colaboración y el beneficio mutuo internacional, no cerrando de entrada la puerta a planteamientos del liberalismo o cosmopolitismo.
“Cuando la supervivencia está en peligro, el realismo es una base necesaria para una política exterior moral, aunque no suficiente”, afirma Nye, para quien se trata de una “cuestión de grado”. “Dado que nunca hay perfecta seguridad, la cuestión moral es qué grado de seguridad debe ser asegurada antes que otros valores como el bienestar, la identidad o los derechos formen parte de la política exterior de un presidente”. Y añade: “Muchas de las decisiones morales más difíciles no son todo o nada [...] Las decisiones morales difíciles están en el medio. Si bien es importante ser prudente acerca de los peligros de una pendiente resbaladiza, las decisiones morales descansan en ajustar los fines y los medios entre sí”. Llega a concluir que “el mantenimiento de instituciones y regímenes internacionales es parte del liderazgo moral”.
Nye echa mano desde el comienzo del libro a las tres condiciones que tradicionalmente han puesto los tratados de moral para juzgar una acción como éticamente buena: que sean buenos a la vez la intención, los medios y las consecuencias.
Utilizando esos tres baremos, el autor analiza la política exterior de cada uno de los presidentes estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial y establece una clasificación final en la que combina tanto la moralidad de su actuación en la escena internacional como la efectividad de su política (porque puede darse el caso de una política exterior ética, pero que favorezca poco los intereses nacionales de un país).
Así, de los catorce presidentes, considera que los cuatro con mejor nota en esa combinación son Roosevelt, Truman, Eisenhower y Bush I. En el medio sitúa a Reagan, Kennedy, Ford, Carter, Clinton y Obama. Y como los cuatro peores menciona a Johnson, Nixon, Bush II y (“tentativamente por incompleto”) Trump. Hecha la clasificación, Nye advierte que puede haber primado las administraciones demócratas para las que trabajó.
El libro es un rápido repaso de la política exterior de cada presidencia, destacando las doctrinas de los presidentes, sus aciertos y fracasos (además de examinar el componente ético), por lo que también es interesante como historia sucinta de las relaciones internacionales de Estados Unidos de los últimos ochenta años.
Al aspecto de la moralidad quizá le falte un mayor fundamento académico, tratándose de una disciplina especialmente estudiada ya desde la era escolástica. Pero el propósito de Nye no era profundizar en esa materia, sino ofrecer un breve estudio de moral aplicada.
Leer a Nye siempre resulta sugerente. Entre otras reflexiones que realiza podría destacarse la idea de las nuevas perspectivas que se habrían abierto para el mundo si tiempos especialmente propicios hubieran coincidido en el calendario. En concreto, sugiere que si Breznev y su generación gerontocrática se hubieran marchado antes y la URSS se hubiera visto acuciada también antes por los graves problemas económicos, Gorbachov hubiera podido llegar al poder coincidiendo con la presidencia de Carter; lo que hubieran logrado juntos es, no obstante, terreno de la especulación.
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