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Marco Demichelis, Investigador del Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra

Racismo, pobreza y violencia

              
mar, 23 jun 2020 09:35:00 +0000 Publicado en Diario de Noticias

Durante dos semanas, la muerte de George Floyd ha sido una noticia destacada, sobre la que se han vertido ríos de tinta. Ahora que ha comenzado a desaparecer de los informativos, hemos empezado a olvidar las terribles imágenes de un agente de policia sobre el cuerpo de este ciudadano estadounidense.

Han tenido lugar muchas declaraciones y manifestaciones, algunas violentas, y de repente la gente se ha dado cuenta de que algunas películas de Hollywood presentaban tintes racistas –ya fueran basadas en hechos reales o no-, así como que algunas estatuas de personajes históricos representaban figuras relacionadas con la esclavitud y por eso se las ha derribado, hundido en el agua o manchado con pintura.

Resulta difícil establecer claridad y debatir con seriedad en medio de una bulimia informativa. Una vez más, estamos desaprovechando la ocasión de hablar con fundamento sobre las raíces de esta violencia, de esta pobreza civil y cultural que siempre se encuentra en los cimientos del racismo.

En primer lugar, hay una violencia racista que se fundamenta en el concepto de supremacismo racial, cultural, religioso… Segundo, hablamos de la violencia de la pobreza, que se da en una nación incapaz de proporcionar un trabajo digno -no un subsidio- a sus ciudadanos, junto con un Estado de bienestar gratuito y adecuado para todos. Por último está la “violencia de la violencia”, que impacta en un país donde la libertad de circulación de armas establece una difícil relación entre ciudadanos y fuerzas policiales, que no tienen confianza mutua.

El supremacismo tiene lugar en el mundo anglosajón, así como en el latino, el semítico o el chino, en relación con otros grupos étnicos o religiosos. La práctica de mantener a los esclavos africanos físicamente fuertes pero psicológicamente débiles en el sur estadounidense se logró destruyendo la unidad familiar, dispersando y revendiendo a parientes e hijos, violando a las mujeres… Pero no es nuevo:ha ocurrido así desde la Antigüedad.

Otra práctica más contemporánea es el linchamiento, una “innovación” relacionada con los hermanos cuáqueros Charles y William Lynch en el siglo XVIII para que los subordinados negros fueran más miedosos y sumisos a sus patrones. Se ha empleado en muchas colonias de imperios europeos, pero también en EE. UU. contra personas de origen no africano, como los italianos.

La violencia de los amos y los colonos es el origen, en los siglos siguientes, de la pobreza económica y cultural, los altos índices de alcoholismo de los nativos americanos y los aborígenes australianos, y una profunda dificultad de integración de muchas minorías en el Estado como ciudadanos del sistema económico internacional y local. Aunque en EE. UU. el colectivo de personas negras ha sido capaz de crear un lobby (NAACP), universidades de prestigio y su propia inteligencia cultural, desde W.E.B. Du Bois y Frederick Douglass a Thurgood Marshall y Cornel West, los datos siguen indicando que la población negra es mayoritaria en las prisiones y entre las clases más pobres.

Junto con esto, es importante recordar la peculiaridad estadounidense de la excesiva libertad en la compra y venta de armas automáticas. Esta viene garantizada por la segunda enmienda de la constitución, escrita a finales del siglo XVIII, cuando las armas eran de carga manual. En 2019, las muertes por armas de fuego (sin contar los suicidios) ascendieron a 15.208; en 2018 fueron 14.789 y en 2017, 15.679 (datos del Gun Violence Archive); una triste continuidad en las cifras. Un Estado que se considera democrático no puede permitir estas masacres al año.

Se trata del país con el ejército más poderoso y mejor armado del mundo; con el número más elevado de policías y fuerzas de seguridad (800.000 en 2000-2006, según el Departamento de Justicia Americano); y el número más elevado de prisioneros en las cárceles de países democráticos, 698 personas por 100.000 habitantes (2018), un total de 2,2 millones de ciudadanos en 2016. En 2010, por cada 100.000 habitantes había 2.306 prisioneros negros, 831 latinos y 450 blancos.

La otra cara del debate es la incapacidad histórica del mundo supremacista y colonialista –y este rasgo no es exclusivo de Occidente- de admitir y reconsiderar los errores del pasado. No es una cuestión de retirar estatuas, sino de cambiar la mentalidad de las personas que, escondidas tras una presunta superioridad cultural, étnica o religiosa, alimentan un sistema desigual e injusto, vinculado a una narrativa histórica fundamentada en una mentalidad colonial y poscolonial.

Si no se enriquece el debate mediático sobre estas cuestiones con la perspectiva cultural y académica, la muerte de George Floyd habrá sido en vano.