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Gerardo Castillo Ceballos, Facultad de Educación y Psicología

La subcultura del descarte

«La pandemia del coronavirus está reflotando lo mejor y lo peor de la condición humana»

dom, 17 may 2020 09:22:00 +0000 Publicado en El Norte de Castilla y El Diario Vasco

En la actual sociedad utilitarista crece cada día más un fenómeno al que se le está denominando «cultura del descarte», cuando es simplemente una subcultura. El descarte alude a la exclusión social de quienes son improductivos. Como, por ejemplo, ancianos, enfermos crónicos, no nacidos y discapacitados.

Conozco un cuento que lo ejemplifica muy bien: «Un guía turístico explicaba a sus acompañantes que para construir la Torre de Babel, hubo que hacer un gran esfuerzo. Fabricar ladrillos requiere amasar barro y traer paja, y luego mezclar el barro con la paja, cortarlo en bloques cuadrados, ponerlos a secar y cocerlos. Y cuando los ladrillos están cocidos y fríos, hay que subirlos para construir la torre. Si se cae un ladrillo es una tragedia. A quien se le ha caído uno se le castiga y expulsa. En cambio, si cae al suelo un obrero no pasa nada».

Algunos protocolos para acceder a los limitados recursos asistenciales que necesitan los contagiados de coronavirus se basan únicamente en la esperanza de vida. Por este motivo, la Asociación Latinoamericana de Gerontología acaba de manifestar su oposición a una postura que permitiría prescindir de los muy mayores porque no resulta económicamente rentable cuidar de ellos.

La dignidad es inherente a toda vida humana. Conlleva el derecho irrenunciable de todos a la vida, siendo deber inexcusable del Estado protegerla y cuidarla, incluso cuando la persona, su titular, parezca no darle valor. Por eso, aplicar de forma mecánica el mencionado protocolo, sin buscar alternativas (como, por ejemplo, la derivación a otros hospitales o la solidaridad entre regiones o países) es inhumano e impropio de una sociedad civilizada.

Una persona es aceptada si rinde; y cuando, por razones de edad, el rendimiento disminuye, pasa a ser considerada como una carga y un estorbo. Lo más doloroso es que la incomprensión proceda, en algunos casos, de los propios hijos.

La pandemia del coronavirus está reflotando lo mejor y lo peor de la condición humana. Ejemplo de lo mejor es el sacrificio heroico de los sanitarios que permanecen en sus puestos, a pesar de que no siempre se les dota del material de autoprotección, lo que les convierte en los mayores candidatos al contagio. Y ejemplo de lo peor es la irresponsabilidad de algunos jóvenes que durante el confinamiento no renuncian al botellón y de algunos adultos que organizan macrofiestas en su casa. Comprendo la indignación y el dolor que esa insolidaridad produce a los sanitarios.

Muy diferentes son los españoles que nacieron y crecieron en los años de la última posguerra. No lo tuvieron fácil en la España del hambre y de las cartillas de racionamiento. Muchos no pudieron ir a la escuela, pero se esforzaron y sacrificaron por sacar adelante a su país y a su familia, formar a sus hijos en valores transmitidos con el ejemplo y darles la oportunidad de estudiar: «¡Qué sean más que yo!».

¿Vale menos la vida de esos padres que llegan a la vejez tras trabajar y pagar impuestos durante 50 años, que contraen el coronavirus en un supermercado, que la vida de los hijos que se contagiaron en un botellón? Esos padres merecen respeto y gratitud. No pueden ser relegados por «vivir demasiado» (un argumento que se está utilizando).

Asociar vejez con inutilidad es un error por un hecho: actualmente 700 millones de habitantes del mundo tienen más de 60 años. Por otra parte, «envejecer no es simplemente un desmontar y marchitarse. Como cualquier otro estado de la vida tiene sus propios valores, su propio encanto, su propia sabiduría». (Hermann Heese: Elogio de la vejez).

En la ancianidad la tradición se hace vida, lo que posibilita el diálogo intergeneracional en el ámbito de la familia. Es verdad que algunos ancianos se vuelven cascarrabias y siempre se están quejando de algo. Pero posiblemente esto se deba a que no siempre se les trata con la comprensión y el cariño que necesitan a su edad y a que contamos poco con ellos, haciendo así que se sientan inútiles.

Uno de los inesperados frutos de la pandemia coronavirus es el resurgir de una antigua virtud, la piedad familiar. Miles de familias están atendiendo de forma prioritaria a sus mayores, a la vez que les dan más oportunidades para que sigan mostrando el potencial que aún tienen, por ejemplo como abuelos activos.