Santiago Martínez Sánchez,, profesor del departamento de Historia de la Universidad de Navarra y coordinador de la Agrupación Universitaria por Oriente Medio (AUNOM)
La telaraña yihadista
Por segunda vez en 2015, el terrorismo islamista asesina en París. Una cadena de atentados estremecedores deja un impresionante reguero de sangre. Europa se suma -si alguna vez fue ajena- al drama de Oriente Medio, donde mirar es llorar. Poco a poco se desvelará la identidad, procedencia, contacto, perfil sociecónomico, financiación, motivaciones, entrenamiento y otro aspectos de los yihadistas implicados, ocho según las cifras disponibles hasta e momento.
Igualmente, se especulará sobre las razones del ataque y algunos señalarán de forma vaga y aún simplona al capitalismo como responsable del drama de un Oriente Medio flagelado por la guerra, la devastación y la inestabilidad. Y después, parafraseando a Nietzsche, pestañearán.
No puedo compartir este aná-isis populista. Ni señalar al diabólico capitalismo como 'prima donna' del fracaso de las primaveras arábes, responsable de las guerras (Siria-Irak, Yemen, Libia), los flujos migratorios subsaharianos y árabes y, en general, la descomposición que esa región clave para el mundo padece desde 2003 y 2011.
Semejante teoría contiene un segundo elemento, verdadero solo en parte, que es sostener muy rotundamente que el Islam es una religión de paz y que nada tiene que ver con estos atentados. Como después del atentado contra la revista Charlie Hebdo, este argumento lo repetirán en parlamentos y charlas de café políticos, analistas y espectadores de pelaje diverso. Es decir, el establishment de las sociedades europeas, que no quiere que sus pueblos (nosotros) vinculen Islam y violencia. Porque en nuestros países, no lo olvidemos, viven unas no tan minúsculas minorías musulmanas a las que, en realidad, no sabemos cómo integrar ni, lo que es peor, qué esperar de ellas.
Sí, es verdad. Tienen mucho que ver con las causas del problema los intereses económicos y las alianzas políticas que Occidente ha tejido en Oriente Medio, Estados Unidos en particular, pero no sólo. Nuestros gobiernos hablan de libertad, democracia y derechos humanos. Pero venden armas a mansalva a regímenes (como Arabia Saudí o Qatar) para los cuales la libertad es una quimera, la democracia un contrasentido y los derechos humanos una imposición occidental ajena a la sharia. Potentados saudíes y qataríes, por cierto, han financiado espléndidamente a al-Qaeda y el wahabismo saudí es lo más parecido a un yihadismo estatal, que construye mezquitas e importa imanes por todo el mundo, tanto el musulmán como el occidental, que justifican la violencia contra los infieles en nombre de Alá.
Sí, es verdad. El islam predica la paz y la inmensa mayoría de los de musulmanes son personas pacíficas que, como cualquier occidental, quiere prosperidad, paz y tranquilidad para su familia y su país. Más aún, son los primeros en sufrir los horrores de la guerra en Siria, Irak, Libia o Yemen, que está borrando de un plumazo la pluralidad religiosa existente en Oriente Medio. Pero la guerra no es ajena a la rapidísima expansión del islam por el mundo. Más aún, el califato se forjó mediante la violencia o yihad, que también está presente en la vida de un Mahoma que es el profeta, y también al arquitecto, gobernante y dirigente militar de un nuevo imperio político-religioso.
La realidad es más compleja, por desgracia, que achacar las causas del atentado terrorista al dinero y poder occidentales, y subrayar la paz inherente al mundo musulmán.
Desde sus inicios, el islam no establece una separación entre lo profano y lo sagrado, la esfera política y la religiosa. Aunque haya autoridades civiles y religiosas distintas, su función común es defender los derechos de la comunidad de creyentes o 'umma'. Como si fueran estados soberanos, los terroristas de al-Qaeda y el Estado Islámico se arrogan ese derecho y obran en consecuencia, justificando la violencia como una defensa legítima frente a una agresión contra la 'umma'. Agresión que Francia y cualquier país occidental ha cometido, desde su punto de vista, al formar parte de la alianza que combate a Daesh. Pero no es sólo un problema de estos grupos terroristas. Cuando se dan, las condenas de imanes y muftíes caen en saco roto, porque no existe un magisterio religioso supremo dentro del islam y porque los yihadistas basan sus tesis en las aleyas del Corán que incitan a la violencia.
El problema de Occidente es confiar la solución de este vidrioso asunto a medidas de corte tecnológico, policial, económico o militar: más dinero para Turquía, más control en las fronteras, más vigilancia online, ataques aéreos en Siria e Irak. No discuto aquí la conveniencia de estas u otras medidas: desde luego, algunas son imprescindibles. Más bien, entiendo que el diseño materialista de las sociedades occidentales nos incapacita para entender la identidad enormemente diversa y el papel de lo sagrado en los mundos que hay dentro de Oriente Medio. Así es difícil acertar con las soluciones que impidan nuevos atentados aquí y nuevas guerras allí.
En definitiva, este terrible atentado apunta a un problema cultural, tanto en los mundos islámicos como en los occidentales: quiénes somos, qué queremos y cómo y hasta dónde podemos relacionarnos cada cual sin renunciar a nuestra identidad.
Todos, en realidad, estamos preocupados sobre estos dramáticos atentados y sobre las causas. Porque pueden repetirse y no sólo en Francia. Porque son el pan nuestro de cada día en Siria e Irak, Libia y Yemen. Porque nos concierne como ciudadanos identificar las raíces de los conflictos y buscar entre todos las soluciones, sin esperar que la Unión Europea, los políticos, la tecnología o no se sabe quién arregle este monumental embrollo.