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Macbeth, o la ceguera moral del poder

14/08/2025

Published in

Expansión

José María Torralba |

Catedrático de Filosofía Moral y Política Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Navarra


Profesores de la Facultad de Filosofía y Letras publican a lo largo del verano en la serie "Líderes en la ficción", del periódico Expansión. Semanalmente, nos acercan las virtudes de distintos personajes de la literatura.


El personaje de Shakespeare ejemplifica las consecuencias de la ambición desmedida.


Entre las imágenes más poderosas de Macbeth, tragedia inmortal de Shakespeare, destaca la de las manos ensangrentadas del protagonista tras asesinar al rey Duncan. Al tomar conciencia del crimen cometido, el asesino se pregunta angustiado: “¿Podrá lavar la sangre todo el gran océano de Neptuno?”. Y él mismo se responde: “No, nunca, antes mi mano teñiría de rojo todos los mares infinitos cubriendo el verde de escarlata”. Su esposa, Lady Macbeth, también se verá atormentada por esa mancha indeleble: “¡Fuera, mancha maldita!”, grita en su delirio. Sin embargo, se rebela contra la voz acusadora de su conciencia: “Nadie puede pedir al poder que ostentamos que rinda cuenta”. Macbeth y su mujer, reyes de Escocia, poseen una autoridad suprema que les eximiría de someterse a juicio alguno. Pareciera que el poder sitúa a quien lo ostenta por encima del bien y del mal. Tal es la ceguera moral a que puede conducir el ejercicio sin límites de la autoridad.

La obra de Shakespeare confirma la célebre advertencia que, siglos más tarde, formularía Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. En nuestro contexto actual, no resulta extraño ver cómo personas capaces y formadas terminan envueltas en escándalos de corrupción, tráfico de influencias y manipulación de la verdad. En una sociedad de creciente transparencia y con mecanismos de control institucional, las fechorías acaban saliendo a la luz. Por eso, cabe preguntarse: ¿Qué tipo de fascinación provoca el poder para que personas inteligentes –incluso íntegras– se deslicen por la senda de la corrupción que acabará destruyendo su honor, su carrera y hasta su vida personal?

Shakespeare, como sucede con los clásicos de la literatura, capta con trazos breves y precisos el fondo del alma humana. En Macbeth asistimos al hundimiento moral de un hombre inicialmente honrado. Su triste historia la desencadena el encuentro con unas brujas, que siembran en él la semilla de la ambición: “¡Salve, Macbeth, serás rey!”, le profetizan. Al principio, duda, no sabe cómo podría cumplirse tal anuncio. Pero su esposa espolea sus deseos más íntimos y le echa en cara lo que le falta: “Tú quisieras ser grande, no te falta ambición, aunque sí el odio que debe acompañarla”. Para no parecer débil ante ella –o ante sí mismo–, acepta el plan que lo llevará a la corona por medio del crimen. Comienza así una espiral de maldad que sólo tendrá fin con su muerte.

Con cada nuevo acto, la conciencia de Macbeth se va cegando. “Ya estoy saciado por atrocidades. El horror, tan familiar para mis criminales pensamientos ya no me sobresalta”, confiesa el nuevo rey. Pero lo más grave no es el derramamiento de sangre, sino la negación de que hay bien y mal, justicia e injusticia. Es la corrupción más profunda, la que afecta a la propia visión de la realidad.

Hacia el final de la obra, cuando son manifiestas las atrocidades cometidas y debe enfrentarse a las consecuencias de sus actos, clama: “Quisiera ver destruido el orden de este mundo”. En vez de aceptar el orden moral, lleva hasta sus últimas consecuencias el delirio del poder: atreverse a negar que la vida tenga sentido y valor. En su célebre lamento final proclama: “La vida es una sombra tan solo, que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa”. Estas palabras, que anticipan ecos nietzscheanos, revelan la desolación a que había llegado. Al aferrarse a esta proclama nihilista queda eximido de rendir cuentas: ¿qué importa todo, si la vida es una sombra, un juego, una broma?

Hace unos años, un candidato que luego sería elegido presidente de un país europeo confesaba en una entrevista el alivio que sentía al saber que no tendría poder absoluto, pues habría de dar cuenta de sus decisiones. Era consciente del peligro que el poder representa para quien lo ejerce. Por eso, reconocía que existe un orden ético superior a él: un marco moral que él no había creado ni podía modificar a su antojo. Esa sujeción lo protegería frente a la deriva de la corrupción.

El poder ciega porque atrofia la brújula moral. Ese parece ser el lema oscuro de la obra, condensado en la inquietante sentencia de las brujas al inicio: “Lo bello es feo y lo feo es bello”. Resuena aquí el bíblico “¡Seréis como dioses!”, o la antigua hybris griega: la arrogancia del ser humano que se niega a aceptar límites. Macbeth es la tragedia de quien quiso ser su propia ley y terminó por perderse a sí mismo.