José Benigno Freire, Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra.
Ternura
Sucedió en Sevilla unas semanas antes del confinamiento cuando subía la escalinata de una Iglesia. Allí, repanchingado entre los escalones, con maneras indolentes, un indigente mendigaba limosna. Esbocé una sonrisa para rechazar amablemente su petición, y continué escaleras arriba. Segundos después le oí chillar detrás de mí. Se me acercaba gritando más o menos así: ¡Señor! ¡Muchas gracias, muchas gracias! Me miró y me ha sonreído. Me miró como a una persona... La gente sube y ni me miran, miran para otro lado, como si fuese nada. Me he sentido alguien… Ahora sonreí abiertamente, y entré en la Iglesia. Pero el incidente me sorprendió y me impactó: ¡agradecía más una mirada amable que la limosna! Pensativo, decidí reflexionar sobre el asunto.
Y después se decretó el confinamiento. Y con el confinamiento despertaron aquí y allá destellos de ternura, de humanidad: la querencia entre abuelos y nietos, la nostalgia de seres queridos, las argucias para conectar enfermos con familiares, redescubrir la amistad, la empatía con los golpeados por la adversidad, las colas del hambre, los ancianos… Y también avivaron ternuras, de tonos tristones, aquellas situaciones que herían el corazón: muertes y entierros en soledad, morgues y hospitales de campaña, el sufrimiento de enfermos y familiares, el atroz cansancio de profesionales extenuados…
Con esa torrentera de acontecimientos tremendamente emotivos, y alguna lectura, deduje un diagnóstico espero que certero: la sociedad actual sufre un déficit estructural de ternura; lo cual representa una lacra aguda y agria. Pero antes precisemos el concepto de ternura, pues es susceptible de analizarse a un doble nivel de experiencia humana.
El primer nivel es superficial, sin penetrar en la textura racional: un simple dinamismo corporal como respuesta a un estímulo (interno o externo); a la manera de la ira, lástima, rabia, antipatía… Surge reactivamente, espontáneamente; son meros movimientos de la sensibilidad. Comprobamos ese carácter sensible si los comparamos con algunos comportamientos animales; por ejemplo: la imagen de ternura de una hembra lamiendo a su cría. O con otro ejemplo muy gráfico: esas personas que lloran espontáneamente, por mera sensibilidad, ante una escena dulce o el final emotivo de una película. Pues de este tipo de ternura sensiblera, quejosa, rebosa la sociedad actual.
A niveles más profundos de la personalidad, observamos una ternura que emerge de la racionalidad, especialmente como expresión del amor. El amor, el cariño, se muestra también con caricias, miradas, abrazos, lágrimas… En este nivel lo sustancial es la intensidad del cariño que activa el gesto, y no tanto el gesto en sí.
Intentaré demostrarlo. Imaginemos una gustosa caricia del abuelo que refresca el ánimo. Poco después, sentados en una terraza, un amable señor desconocido, nos acaricia como el abuelo: ese proceder nos asusta, molesta y lo rechazamos airadamente… En conclusión, en la intimidad se gesta la ternura que trasciende al gesto, que expresa la médula de lo humano. Recordemos que a un sujeto que emplea fingidamente la cordialidad o el halago lo consideramos un adulador (¡embaucador es sinónimo de adulador!).
De esta ternura profunda carece el armazón de la sociedad actual, aunque rebose de ternura sensiblera; un desfase que ataca al rodrigón del factor humanístico de la sociedad. Me fijaré en un par de situaciones que cimentan la arquitectura social.
Nadie duda de la importancia de la estabilidad familiar para la cohesión social; sin embargo, hoy, priman las uniones basadas (casi) exclusivamente en el bienestar mutuo y en sentirse afectivamente bien con el otro; y por ese carácter sensible de la relación ya nacen con fecha de caducidad. Contrariamente, cuando el amor es el motor, y la ternura consecuencia, la relación se consolida alrededor de un proyecto común que facilita sortear las inevitables turbulencias del vivir. ¿Eso significa renunciar al bienestar? No, al contrario: consiste en convertir la felicidad del otro en mi felicidad, y el bienestar del otro en mi disfrute. Pues con esa proliferación de uniones emocionales hemos convertido lo normal en excepción, y la excepción en lo habitual.
La crianza de los hijos, con frecuencia, también se tiñe de sensiblería. La felicidad infantil se centra en la satisfacción amable: la ternura en el trato (en ocasiones empalagosa), complacer los gustos, cumplir sus deseos espontáneos, sorprender con regalos y viajes desmedidos, evitarle las dificultades como a flores de invernadero… Nada es criticable, ni incompatible, ¡pero no es lo principal! La finalidad esencial con los hijos consiste en… ¡educarlos!: ayudarlos a convertirse en hombres y mujeres capaces de alcanzar la autonomía personal de adulto. Lo demás pasa a un segundo plano. Y esa maduración personal precisará, ¡impepinablemente!, esfuerzos, renuncias, cansancios, retrasar las gratificaciones instantáneas… Y, por parte de los padres: exigencia; y la exigencia no es lenguaje al gusto actual. El amor de padres precisa conjugar un cadencioso equilibrio entre exigencia y ternura. O expresado mejor: exigir con ternura.