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Navarros que dejaron huella

11/03/2024

Publicado en

Diario de Navarra

Ana Zabalza Seguín |

Profesora titular de Historia Moderna

Hay personas mejor conocidas por la huella que dejaron que por su nombre. Es lo que sucede con Juan de Barreneche y Aguirre, natural de Lesaka, quien legó a su villa natal los fondos necesarios para rehacer la parroquia y dotarla de un extraordinario conjunto artístico. La biografía de Barreneche puede ser tomada como un ejemplo de los numerosos navarros que partieron de diferentes poblaciones del antiguo reino con intención de probar fortuna en el Nuevo Mundo. Quienes, como este lesakarra, tuvieron éxito en su empeño rara vez olvidaron su patria chica, a la que enviaron remesas de dinero, que sirvieron para dotar a sus sobrinos, embellecer la casa natal o, como en este caso, la parroquia local.

No es casualidad que los primeros acercamientos a la poco conocida figura de Juan de Barreneche procedieran del campo de la historia del arte. Fue en el año 1971 cuando Concepción García Gainza, catedrática de Historia del Arte, dedicó un trabajo a los retablos de la iglesia de San Martín de Tours de esta localidad de las Cinco Villas, donde aparecía el nombre de quien sufragó estas obras. Sin embargo, siguió siendo muy poco lo que se sabía sobre su biografía. La publicación, en 1992, de correspondencia de emigrantes navarros y guipuzcoanos a América en el siglo XVIII por parte de Jesús María Usunáriz permitió conocer las circunstancias en que el ayuntamiento de Lesaka y el indiano enriquecido acordaron la donación. Posteriores estudios, como el de Javier Abad Viela, han permitido completar su biografía.

Juan de Barreneche y Aguirre nació en Lesaka el 8 de octubre de 1675; era hijo de Francisco de Barreneche y María Francisca de Aguirre, dueños de la casa de Falkezenea, que todavía hoy existe. El matrimonio tuvo al menos otros dos hijos, llamados Francisco y Mariana. Dos factores pueden ayudar a explicar por qué los dos hermanos, Juan y Francisco, partieron para América: por una parte, la falta de recursos locales, que explica el sistema de heredero único imperante en buena parte de Navarra y que impulsaba en cada generación a varios hijos a buscar un modo de ganarse la vida en otros entornos donde poder asentarse sin ver deteriorada su posición; por otra, la recuperación experimentada por la Monarquía Hispánica a lo largo del reinado de Carlos II, acompañada por una renovada presencia en el Atlántico y en los territorios americanos. Superadas las crisis que habían afectado sobre todo al sur de Europa durante el siglo XVII, América se presentaba de nuevo como un espacio lleno de oportunidades, frente a la estrechez de la vieja Europa. Desde 1515 los navarros eran también castellanos, y este hecho habilitaba a los naturales del pequeño reino para viajar, comerciar y establecerse de manera legal en el Nuevo Mundo, privilegio muy codiciado.

El largo camino hacia la fortuna

Los dos jóvenes Barreneche se dirigieron a distintos puntos de América: Francisco, a Perú, y Juan a Guatemala. Podemos intuir el esfuerzo que implicaba esta travesía, similar a la de otros muchos emigrantes: en primer lugar, para quienes como los Barreneche procedían de lugares donde solo se hablaba la lengua vasca, era preciso aprender castellano, única lengua en la que se podía acceder a la alfabetización y que resultaba necesaria tanto para el viaje como para el establecimiento en el Nuevo Mundo.

Algunos datos de la villa de Lesaka pueden servir de orientación a la hora de medir el largo camino recorrido desde la casa natal hasta América. Nos serviremos para ello de un extraordinario documento: la Valoración de bienes realizada en torno a 1607 en todas las localidades del reino, que se custodia en el Archivo Real y General de Navarra. Por mandato de las Cortes, todos los cabezas de familia tuvieron que declarar los bienes de los que eran propietarios, tanto raíces —casas y tierras de diverso tipo— como muebles —ganado—, indicando su valor. Para la ejecución de esta tarea, un escribano real fue enviado a cada una de las localidades del reino; en la villa de Lesaka este oficial fue acompañado por el alcalde, Juan de Garbiso. Casa por casa, cada vecino declaró todo lo que poseía; al terminar, el escribano real requería la firma del declarante. Tenemos la fortuna de que para Lesaka se conserva el documento original; esto permite no solamente saber cuántos bienes tenía cada vecino, sino además poner en relación cada patrimonio con el nivel de alfabetización. Los resultados son reveladores: en la primera década del siglo XVII de los 140 hogares de que se componía esta villa, 36 —la cuarta parte— tenían como cabeza de familia a una mujer; no siempre se indica el motivo de que sean ellas y no sus maridos quienes declaren: 15 de ellas lo hacen porque son viudas; 8, debido a que su marido está ausente; en 13 casos no se da el motivo. Ninguna de ellas estampó su firma al pie de la declaración; no menos ilustrativo es que de los 104 varones cabezas de familia solo firmaron 19, de los que cuatro eran sacerdotes. Podemos concluir por tanto que hacia 1607 — exceptuando el clero—, solo el 10% de los hombres cabezas de familia eran capaces de escribir su nombre.

La educación de un niño era costosa en tiempo y dinero, no solamente por el desembolso que suponía esa instrucción, sino porque durante el tiempo en que se prolongaba la formación ese niño no trabajaba. La educación no se reducía al aprendizaje de la lectura, la escritura y algo de contabilidad: era preciso pulir las formas, saber moverse en entornos refinados. La decisión de preparar a uno de los hijos para realizar una carrera fuera de la comunidad de origen debía adoptarse pronto, y seguramente para ello se tomarían en consideración aspectos como la inclinación natural hacia los estudios. El ejemplo de Lesaka permite intuir que la alfabetización y la instrucción solo en parte se explican por el nivel de riqueza de una familia, pues entre los patrimonios más cuantiosos de la villa encontramos vecinos que no saben firmar; en cambio, hogares que se encuentran en niveles medios de riqueza sí habían accedido a ese valioso instrumento de promoción que era la alfabetización. Hay por tanto un margen a la decisión libre sobre el destino de los hijos.

Los datos de la casa Falkezenea no son fáciles de identificar en la documentación. No sabemos cómo Juan de Barreneche había sido perfectamente instruido en la lengua castellana; ni a través de qué conexiones pudo establecerse en Cádiz, donde residía a comienzos de 1706; ni cómo había dispuesto de los recursos necesarios para comprar al rey, a finales de 1704, la alcaldía mayor de Escuintla, en Guatemala, para un periodo de cinco años. Gracias a trabajos como los de Francisco Andújar ahora conocemos la intensa venalidad que se practicó desde la Corona en particular durante los años más decisivos de la guerra de Sucesión española (1701-1713). La apremiante necesidad que tuvo Felipe V de recursos económicos para ganar la guerra que le enfrentó al archiduque Carlos impulsó la venta de cargos y oficios tanto en la Península como en Indias; no se trató de un fenómeno exclusivo de la Monarquía Hispánica: por ejemplo en Francia la venalidad alcanzaba proporciones mucho mayores. Podemos deducir que Barreneche consiguió la citada alcaldía mayor mediante el desembolso de una elevada suma de dinero. Cuando se hizo con ella, la desempeñaba otra persona, cuyo mandato expiraba en abril de 1708; hasta esa fecha, Barreneche no podía entrar en su jurisdicción en un radio de 50 leguas. En febrero de 1706 el lesakarra se encontraba ya en Cádiz, listo para embarcar junto con dos criados: Pedro de Dolarea, natural de Arizkun, de 29 años, y Martín de Arguiñarena, natural de Amaiur/Maya, de 19 años. Antes de embarcar, los dos jóvenes baztaneses tuvieron que probar, con declaraciones de testigos, igual que su amo, que eran cristianos viejos y también solteros. Conseguida la licencia, los tres viajaron a Guatemala y en la fecha indicada Barreneche inició el desempeño de su cargo durante los cinco años concedidos por Felipe V. Su salario anual era de 331 pesos y 2 reales, pero como era habitual debía entregar la mitad en concepto de media anata, nombre del impuesto que gravaba los cargos públicos concedidos por la Corona. Terminado su mandato, en 1714 le sucedió como alcalde su criado Pedro de Dolarea, lo que lleva a pensar que en cierto modo Barreneche continuó controlando la alcaldía de Escuintla, mientras que él mismo se hacía con la de la ciudad de Sololá, también en Guatemala. En 1729 el lesakarra sería alcalde de la Ciudad de Guatemala, donde se había establecido. Todos estos cargos le permitieron cobrar tributos de las poblaciones gobernadas, aunque en 1716 se quejaba de que algunos de los pueblos estaban decadentes y no había podido cobrar los tributos, que suplió con su propio dinero.

Tributos y comercio

Sin embargo, la actividad más lucrativa fue el comercio. América Central era el lugar de producción de materias primas muy apreciadas en Europa y que no podían obtenerse en ningún otro lugar; era el caso de los tintes. Estas sustancias, que en la actualidad se obtienen a partir de procesos químicos, se extraían de plantas, como el añil, o de parásitos, como la grana cochinilla. Los tintes se empleaban para teñir tejidos de calidad, como los que vestían las clases privilegiadas europeas en el Antiguo Régimen; eran raros y costosos de extraer y de transportar, y su comercio proporcionaba pingües beneficios. No solo se dirigían a Europa: sabemos que por ejemplo en 1730 Barreneche envió una partida de añil a Lima, donde seguramente tenía como contacto a su hermano; igualmente tenía corresponsales en Cádiz, puerto de entrada en la Península. Otro de los productos muy estimados en el Viejo Mundo era el cacao, y Barreneche también lo exportó. El comercio atlántico era muy sensible a la coyuntura bélica, y así sabemos que al final de su vida el lesakarra anheló la paz, pues entre 1739 y 1748 España e Inglaterra se enfrentaron en la guerra del asiento o de la oreja de Jenkins, situación que afectó negativamente a la actividad económica.

El legado de Barreneche

En enero de 1731 el regimiento de Lesaka —lo que hoy llamamos ayuntamiento— había iniciado las obras de reforma de la parroquia local, dedicada a san Martín de Tours. Era necesario levantar una nueva nave, pues la antigua amenazaba ruina; la remodelación era de envergadura y calculaban necesitar 18.000 pesos para pagar a los canteros, cantidad elevada de la que no disponían. Sabedores del éxito que había acompañado la trayectoria de varios de sus paisanos, decidieron escribirles, pidiéndoles ayuda. En el caso de Barreneche la carta tardó un año en llegar a sus manos; según su propio testimonio, la recibió en un momento poco propicio para la generosidad. Eran años de tensión para el comercio atlántico, del que dependía en buena medida su fortuna, a causa de la rivalidad con Inglaterra, potencia que amenazaba el monopolio hispánico en América. Don Juan, quien tenía cerca de 60 años, manifestó en su respuesta a la carta, en marzo de 1732, que ya llevaba algún tiempo "retirado de comercios, así por lo calamitoso de los tiempos y [sentirme] ya cansado, como por los grandes golpes que de ocho años a esta parte han menoscabado el caudalillo que había". No obstante, en su respuesta, en marzo de 1732, prometió el envío de 5.000 pesos; a cambio, Barreneche solicitaba la fundación de una capellanía de misas cantadas todos los sábados en el altar de Nuestra Señora de los Dolores. En esta misiva el indiano manifestaba también que con gusto hubiera contribuido con una suma mayor para que la obra se terminase cuanto antes, pero las adversidades en el comercio de momento se lo impedían, aunque deseaba recuperarse para "aplicarlo en esa mi amada patria para algo que sea de mayor honra y gloria de Dios".

Siete meses después, la carta de Barreneche llegó a Lesaka. La reacción fue de "indecible alborozo"; el alcalde reconoció que había impulsado la reedificación del templo con fondos "muy tenues, pero afianzado en la Divina conmiseración". El alcalde recordaba que "luego inmediatamente que se leyó en cabildo, mandé publicar por todo el pueblo y que por el alegrón se repicaren las campanas. De cuya bizarrísima acción la mayor parte o toda del pueblo prorrumpió en la ternura de lágrimas […] me es inexplicable el poder referir con los términos que quisiere […] el amor tan grande que todos mis individuos, grandes y pequeños, han concebido de vuestra merced". El mismo día en que se escribió la carta había comenzado la celebración de las misas, con participación de Mariana, la hermana de Barreneche.

Don Juan proyectó más adelante la fundación de un convento y de un colegio, pero estos planes no llegaron a cuajar. Los fondos destinados a esos fines acabaron engrosando la donación para la parroquia de Lesaka. El indiano siguió a través de la correspondencia todo lo relativo al empleo de sus donaciones, aunque nunca llegó ver el resultado, pues murió en Guatemala en 1752.

Barreneche, junto con el baztanés Juan Fermín de Aycinena y Juan Bautista de Irisarri, oriundo como don Juan de Bortziriak/Cinco Villas, fue el hombre más rico de la Guatemala en el siglo XVIII. El volumen de la fortuna atesorada por Barreneche es conocido gracias a su testamento, otorgado el 12 de agosto de 1748 en Guatemala. Don Juan declaraba poseer 358.956 pesos, de los que 35.016 pesos estaban en España, 71.400 en Perú, 146.440 en Nueva España y 106.100 en su poder. En el testamento nombraba como heredera a su propia alma; nunca se había casado ni tenido hijos. En su última voluntad tuvo presentes a los pobres del hospital de San Juan de Dios de la Ciudad de Guatemala, donde había unas cien camas ocupadas. Puso a censo 3.530 pesos, y con los réditos dispuso que se repartiese cada semana 13 pesos a cada uno de los enfermos, además de un real todos los sábados. Ese mismo año dispuso que más de 100.000 pesos fuesen a parar a la villa de Lesaka, entre ellos 7.000 pesos para sus parientes pobres y 7.500 más para el Hospital de Pamplona, la Casa de Misericordia, el Colegio de Huérfanos de la Doctrina de esa misma ciudad, entre otras instituciones. Igualmente se destinaban 4.000 pesos para la decoración interior de la parroquia de Lesaka, luego incrementados al frustrarse otras fundaciones. Fue con estos fondos como pudo encargarse la realización de los excelentes retablos así como, en fecha posterior a 1754, las extraordinarias imágenes que lo adornan, en particular la Inmaculada y san Martín, obra de Luis Salvador Carmona, como demostró Concepción García Gainza. Este escultor, uno de los mejores del siglo XVIII español, había trabajado a partir de 1746 para la Real Congregación de San Fermín de los Navarros de Madrid, que agrupaba a lo más selecto de la comunidad navarra en la Corte. En total, como probó esta investigadora, se destinaron 20.000 pesos para el adorno de la iglesia. La iglesia de san Martín de Tours de Lesaka constituye un magnífico exponente del arte rococó; una huella visible dejada a la posteridad por Juan de Barreneche y Aguirre, quien participó plenamente de lo que Julio Caro Baroja llamó la "hora navarra del XVIII".