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Manuel Martín Algarra, Catedrático de Opinión Pública en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra

De la esperanza al miedo

jue, 10 nov 2016 13:28:00 +0000 Publicado en Diario de Noticias

Es casi increíble que el mismo país que hace 8 años eligió lleno de esperanza al primer presidente afroamericano de su historia y que lo reeligió -ciertamente con menos entusiasmo- hace 4 para un segundo mandato, haya elegido a alguien diametralmente opuesto para sustituir a Barack Obama y que lo haya hecho lleno de miedo e indignación.

Obama consiguió la confianza de los estadounidenses apelando a la esperanza (Hope!) en un cambio posible (Yes, we can!) y generó una oleada de optimismo en Estados Unidos y en todo el mundo que ahora nos parece injustificada: ningún hombre por sí solo, ni siquiera el presidente del país más poderoso de la Tierra, puede cambiar todo para bien. A Obama le costó ganar su segundas presidenciales más de lo esperado precisamente por las expectativas generadas en su primera campaña electoral. El propio presidente llegó a comentar más tarde que su eslogan de campaña debería haber Yes, we can but...) (sí, se puede, pero…).

Barack Obama no ha sido un mal presidente, al menos si se juzgan las cifras macroeconómicas del país, los datos de empleo, o el esfuerzo por extender prestaciones sanitarias y sociales a quienes carecían de ellas (Medicare y Medicaid). Sin embargo, en sus dos mandatos no han disminuido, sino todo lo contrario, las diferencias entre pobres y ricos: nunca la clase media americana se había visto tan mermada como ahora. Asimismo, la Presidencia de Obama ha quedado muy por debajo de las expectativas que había generado en todo el mundo con respecto a los conflictos armados y el papel de EEUU en el concierto mundial. En líneas generales se puede decir que la herencia que Obama ha dejado a su sucesora como candidata presidencial del Partido Demócrata ha sido buena. ¿Por qué Clinton no ha sido capaz de revalidar para los demócratas la Presidencia?

Era sabido de antemano que, a pesar de poseer unas credenciales difícilmente mejorables, no levantaba entusiasmo entre los potenciales votantes demócratas. El pasado verano, el cineasta Michael Moore -nada sospechoso de cercanía a los republicanos- pronosticaba la victoria de Donald Trump, entre otras cosas debido a la impopularidad de Hilary Clinton, que encarna a la perfección lo que en nuestro país denominaríamos la casta, los políticos profesionales cuya desconexión con los problemas reales de la gente es total. Aquí está, en mi opinión, la verdadera razón del fracaso de Hilary Clinton: la desafección hacia la clase política o, más aún, el hartazgo hacia la clase política.

Esto no es un fenómeno nuevo, ni exclusivamente estadounidense. En 2008, sin ir más lejos, varios colegas del departamento de Comunicación Pública de la Universidad de Navarra, en el libro ¿Qué pensamos en Navarra sobre nuestros políticos?, explicaban esta cuestión con datos de la Comunidad Foral. La percepción de que los políticos son parte del problema y no de la solución es en la actualidad moneda de cambio en prácticamente todas las democracias occidentales, EEUU entre ellas. Probablemente Obama fue el primero en caer en la cuenta de que los ciudadanos necesitaban esperanza, proyecto, liderazgo, porque el sentimiento de hartazgo ya era muy grande en 2008. Esperanza fue una palabra mágica. Pero Obama no ha sido capaz de colmar las esperanzas que la gente tenía o, al menos, no hasta el extremo en el que se deseaba, y la esperanza se ha convertido en frustración. Y la frustración en miedo. Y el miedo en caldo de cultivo para populistas con recetas simplistas e imposibles para problemas muy complejos. Si Barack Obama se convirtió en presidente apelando a la esperanza, Donald Trump lo ha hecho apelando a la frustración que genera miedo: miedo a los inmigrantes, miedo a los musulmanes, miedo a los europeos, miedo a los tratados de libre comercio. Un miedo irracional a todo lo que es lejano y que sirve para explicar la propia frustración generada por el desencanto con los políticos de “el sistema”, Obama entre ellos.

Trump, que no es un político sino un hombre de negocios que se ha hecho famoso en la televisión ha explotado esa frustración con el sistema y con los políticos y ese miedo a lo desconocido. Y los votantes han comprado su discurso escandaloso y simplista. No creo que esa frustración se vea resuelta con sus recetas, pero conviene aprender la lección: el enfado de la gente, su desencanto con la política, no es algo a lo que los gobernantes deben quedar ajenos, porque ese enfado, por una parte acaba apartándolos del poder (lo que no es en sí mismo malo); y por otra, entrega el gobierno a otros que, muy probablemente, pondrán en peligro la convivencia democrática. Y esto sí que es malo.