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Antonio Monge , Director del Centro de Investigación en Farmacobiología Aplicada (CIFA), Universidad de Navarra

Ciencia y sociedad

jue, 10 jun 2010 08:30:42 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Hay palabras cuya sola mención estremece. Una de ellas es la Malaria. Las cifras de afectados que se manejan son variables, pero se estima que unos 500 millones de personas sufren la enfermedad. Quizá por la frialdad de las cifras, da la escalofriante sensación de que un centenar de millones más o menos es cuestión de detalle, por eso merece la pena poner los datos en el contexto, por ejemplo, de la población europea. Así, la superficie afectada por esta enfermedad en África supera los 18 millones de kilómetros cuadrados. O lo que es igual: treinta y seis veces la extensión de España.

Un tercer dato que exige nuestra reflexión es que cada treinta segundos -el tiempo que hemos tardado en leer estas líneas- un niño muere en el continente africano a causa de esta enfermedad. Produce terror realizar el cálculo de los fallecidos en un solo año.

A mediados de los cincuenta los científicos que trabajaban para su erradicación se propusieron acabar con la enfermedad en la siguiente década. El presidente de EEUU, J.F. Kennedy, se comprometió a que el hombre llegaría a la Luna, y lo consiguió. Sin embargo, medio siglo después el reto de terminar con la Malaria sigue en pie. Ahora, en el siglo XXI, el hombre podría llegar a Marte. ¿Será también capaz de acabar con el azote de la Malaria?

Mientras tanto, los números sobre la incidencia de la enfermedad no siempre tienen en cuenta otro asunto de capital importancia para la población que la sufre: la pérdida de personas, la multiplicación de incapacidades, de atención a los enfermos, bajas laborales y de escolarización en los niños. Una carga asfixiante para África.

Ante este panorama, las acciones futuras deberían asentarse en ciertos principios. En primer lugar, urge reconocer que los problemas de estos países repercuten en la totalidad del planeta, como se ha constatado últimamente con la crisis económica o la influencia de un volcán lejano. Por ello, la búsqueda de soluciones competerá también a todos, no solamente a los afectados. Es en este punto donde debemos plantear una nueva forma de actuar. Un nuevo contrato entre ciencia y sociedad que considere la atención a los problemas sociales universales.

En segundo lugar, deberíamos sustituir la palabra donación por cooperación, ya que no se trata tanto de que los países ricos resuelvan los problemas "de" los pobres sino más bien de que los resuelvan "con" ellos. No consiste en que el Norte acabe con las enfermedades del Sur, sino en que el Norte aporte conocimientos y medios para implementar las soluciones en el Sur, contribuyendo a su progreso.

Si un estado necesita cierto medicamento, podemos enviárselo, aunque resultaría mucho más efectivo que le enseñáramos a producirlo por sí mismo, fomentando la creación de empresas y universidades. Y es que cuando pensamos en investigación e innovación damos por supuesto que hablamos de una tarea exclusiva de los países desarrollados. Negamos esa posibilidad a los que están más retrasados, sin pensar que sin esa actividad no tendrán futuro.

Asimismo, resolver los problemas de África pasa por considerar los términos de actuación con los países en desarrollo. Determinar en qué medida están dispuestos a implicarse en el proyecto destinando fondos y recursos. Se trata, en conclusión, de trabajar juntos con el "puedo" de los países desarrollados y el "quiero" y "sumo" de los estados en desarrollo.

Por último, la colaboración moderna se rige ya en un plano de calidad de las acciones. Por ello es importante contar con evaluadores externos para los proyectos y asegurarnos de que convocamos "a todos" los agentes y dotamos a "los mejores".En muchas ocasiones se definen proyectos con una loable voluntad de ayuda pero carentes de fundamentos prácticos que consideren su calidad, oportunidad, desarrollo, implicación, continuidad, interés local y futuro.

Todas estas ideas constituyen propuestas sencillas y hasta obvias, al tiempo que indispensables si se quiere pensar en un compromiso de futuro para la supervivencia de África.