10/05/2025
Publicado en
El Independiente
Jacobo Ramos Folch |
Profesor del Departamento de Ciencia Política y Sociología - Facultad de Filosofía y Letras
La elección de un nuevo Papa siempre representa un hito histórico, pero también tiene profundas implicaciones geopolíticas. La llegada de León XIV al pontificado se produce en un momento especialmente crítico: el mundo vive una era de polarización creciente, democracias en retroceso, tensiones internacionales en ascenso y una religión que, en muchos contextos, es cada vez más instrumentalizada políticamente.
Robert Francis Prevost Martínez, de origen estadounidense y con una trayectoria muy marcada por su trabajo en zonas periféricas de América Latina, ha sido elegido como sucesor de Pedro. La elección de su nombre, León XIV, está cargada de significado. Evoca a León XIII, autor de la encíclica Rerum Novarum, un documento clave en el surgimiento de la doctrina social de la Iglesia. En un siglo XXI marcado por nuevas expresiones de desigualdad —como la brecha digital, la precariedad laboral o el acceso desigual al conocimiento—, esta elección parece enviar un mensaje claro: renovar y proyectar la dimensión social de la Iglesia en el escenario global.
Desde Washington, la elección de un Papa estadounidense no ha pasado desapercibida. El presidente Donald Trump celebró públicamente el nombramiento de León XIV, subrayando el “motivo de orgullo nacional” que supone ver a un compatriota en el trono de San Pedro. Sin embargo, el entusiasmo nacional no refleja necesariamente el perfil ni las prioridades del nuevo pontífice.
Aunque nacido en Chicago, León XIV no representa únicamente a Estados Unidos como potencia, sino que encarna a las dos Américas: la del Norte y la del Sur. Su trayectoria lo ha llevado lejos de su país de origen. Durante muchos años fue Prior General de los Agustinos y pasó más de dos décadas en el Perú, donde desarrolló una labor pastoral profundamente comprometida con los sectores más vulnerables. Como obispo de la Diócesis de Chiclayo, vivió intensamente la realidad del pueblo peruano, al punto de naturalizarse como ciudadano de ese país. Habla seis idiomas, pero no utilizó el inglés en sus primeras palabras como Papa; lo hizo en italiano y español, visiblemente emocionado. Tampoco se presentó como líder occidental, sino como puente cultural y espiritual en un mundo que necesita urgentemente puntos de encuentro.
El mundo que hereda no es el mismo que recibió el Papa Francisco. Si aquel pontificado se definió por su cercanía al Sur Global y por su apuesta por la justicia social y ambiental —como expresó en la encíclica Laudato Si—, el nuevo Papa deberá responder a un mundo aún más dividido y convulso. El retorno de Donald Trump al escenario político global, la crisis del multilateralismo, las guerras activas en Ucrania y Gaza, y la presión migratoria al alza configuran un entorno donde la diplomacia vaticana puede ser más relevante que nunca.
Sin fuerza militar ni herramientas de presión económica, el Papa actúa desde otra dimensión del poder: la de construir puentes allí donde dominan el conflicto y la desconfianza. Lo hizo Juan Pablo II al abrir vías entre Este y Oeste, y lo replicó Francisco al situar el clima y la desigualdad en el centro de la agenda internacional. Le corresponde ahora a León XIV seguir construyendo ese legado frente a las nuevas fracturas del orden global.