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La mascarilla nos robó la sonrisa

08/02/21

Publicado en

El norte de Castilla, El Comercio y La Voz de Avilés

José Benigno Freire |

Profesor Facultad de Educación y Psicología

En los últimos meses vivimos con la actividad constreñida, también los deseos, los proyectos, los sueños..., como enjaulados psíquicamente. Esa situación alimenta la tan nombrada «fatiga pandémica», cuyos ingredientes principales son: cansancio, incertidumbre, miedo, tristeza. Este cóctel comprime la personalidad y abate el ánimo, lo cual se exterioriza en un comportamiento teñido de apatía y un carácter más irritable y quisquilloso de lo habitual.

Me sirvo de un ejemplo para intentar explicar, de forma sencilla, las consecuencias de ese encorsetamiento psicológico: supongamos que una persona sale a pasear con unos zapatos dos números menor al que usa. Los efectos resultan fácilmente imaginables: regresa con los pies doloridos, hinchados, maltrechos; sumamente sensibles, reaccionará destemplada y desproporcionadamente al más leve roce; quizá con rozaduras o ampollas; con ansia de liberarse de las apreturas y lanzar impulsivamente los zapatos por los aires.

Apliquemos el lenguaje del ejemplo al psiquismo contraído. En primer lugar, se siente una necesidad casi física de liberar la tensión condensada y expandir las emociones [liberarse de los zapatos]. Proclives a las explosiones de ira, que también liberan carga emocional [lanzar los zapatos al aire]. Aumenta la susceptibilidad y la irritabilidad: molesta la menor contrariedad [sensibles a un leve roce]. Con una continuada sensación de malestar [pies doloridos] que aviva el mal humor, y la tosquedad en las formas. Incluso pueden aparecer leves heridas psíquicas [rozaduras]: ansiedad, insomnio, atonía, pesadillas, rigideces en la conducta...

Seguramente nos encontramos en ese estado de cansancio agarrotado, y también las personas de nuestro entorno familiar, laboral, social. En consecuencia, es del todo natural que, como se suele decir, «salten chispas» por menudencias o trivialidades; que aumenten los desplantes, las contestaciones ariscas, las respuestas desabridas, las quejas, los refunfuños, las indelicadezas… También que terminen con cierto acaloro las conversaciones o comentarios sobre la actualidad, prontos hoy al apasionamiento o a las opiniones encontradas. Es decir, los inevitables roces del ajetreo diario se vuelven agrios y enconados, más por la presión interior que por el incidente en sí. Insisto, me refiero a las menudencias del vivir, no a conflictos de alguna envergadura, de origen profundo, y que esta situación excepcional únicamente desencadena o agrava. Lo peor es el aumento, la frecuencia, la suma. Actúan como esas gotas que rebosan el vaso. Si a la apatía y a la fatiga añadimos el amargor de estas pequeñas refriegas, la tonalidad emocional se vuelve pegajosa, cansina.

Para amortiguar esa sensación mortecina entra en juego la amabilidad, cuya finalidad es parar el golpe al primer envite. Ante cualquier situación incómoda o descortés responder sin entrar al trapo, frenando el exabrupto de raíz o desviando la atención. Vale un sencillo «perdón», «no me di cuenta», «lo siento», «ahora lo traigo», «disculpa»… Si frente a un envite brusco respondemos con amabilidad, rebajamos la tensión y la situación o conversación no se enrarece, al contrario, se pacifica. El otro queda confuso, como desarmado, pues suponía una contestación al mismo nivel. La amabilidad actúa como el calor que derrite el hielo. Cultivar la amabilidad es, en definitiva, dominar el arte de aquietar y apaciguar el ambiente con una palabra cordial, un comentario agradable, una salida divertida o una broma ocurrente y oportuna. Conseguir un roce menos, y después otro, y otro…

Hoy la amabilidad ofrece un recurso tremendamente oportuno y eficacísimo: el silencio, saber escuchar. La fatiga pandémica abate, descorazona a muchas personas; personas que, o desahogan, o explotarán como un geiser: la amabilidad les presta un auxilio escuchando con atención y empatía. Y también con el silencio en esas conversaciones, tan comunes en estos tiempos, que parecen un concurso de noticias calamitosas: ahí gustar la amabilidad de no echar más leña al fuego, callar. Y procurar finalizarlas con un comentario esperanzador.

Con la amabilidad convive el malentendido de considerarla una dotación de cuna, una modalidad del temperamento. Algo de ello hay. Pero, en realidad, es una conquista: limar tenazmente las aristas del carácter. Tarea que requiere dosis abundantes de autocontrol, y unos gramos de sentido del humor.

Nunca es fácil ser amable, menos en épocas de turbulencia, y sin contar con la herramienta más genuina y expresiva de la amabilidad: ¡la sonrisa! ¡La mascarilla nos robó la sonrisa! «La sonrisa es contagiosa, pandémica, por muy gris que sea el día» (Jesús Montiel). Habrá que aprender a sonreír con la mirada. Y suplir con un cálido tono de voz y el gesto apacible, satélites de la palabra amable.

Aún restan meses de incertidumbre esperanzada. La amabilidad puede evitar numerosos roces desagradables que aligerarían el espesor de la fatiga apática. Conviene entrenarse para ganar en amabilidad. Y, ¡ojalá!, esos esfuerzos consoliden una amabilidad que venga para quedarse. Supondría una inmensa ganancia, pues un ambiente cuajado de amabilidad apacigua y refresca las relaciones personales y dulcifica los días grises.