Joan Fontrodona, Profesor del IESE, Universidad de Navarra
Tiempo de esperanzas
La vida humana está necesariamente marcada por el tiempo. Somos ríos que van a dar al mar, que es el morir, como decía Jorge Manrique. Ante ese trascurrir del tiempo podemos adoptar posturas vitales muy distintas, que marcan nuestra forma de comportarnos y nuestro temperamento. Los hay que se aferran al pasado, pensando que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Viven de los recuerdos y en la nostalgia. Les asusta la novedad y el cambio. Se aferran al «aquí las cosas siempre se han hecho así», sin caer en la cuenta de que quizás por eso haya que hacerlas distintas. Hunden su sentido de compromiso en un incuestionable imperativo histórico.
Otros prefieren vivir en el presente, un punto que hay que aprovechar al máximo antes de que se disuelva. Les hace ser activos, impacientes; queriendo disfrutar de todo y de todos. En el presente sólo cabe un compromiso «de alquiler», cortoplacista, el «aquí te pillo, y aquí te mato». Por esa razón, en los que viven el presente hay siempre un punto de melancolía y desengaño: quisieran que el reloj detuviese el tiempo en sus mano se hiciese la noche perpetua, pues el tiempo pasa más rápido de lo que son capaces de disfrutarlo.
El tiempo propio del hombre es el futuro: los ríos siempre se encaminan al mar. Nuestra capacidad de pensar, imaginar, querer, va siempre más allá de lo que realmente podemos realizar. Necesitamos tener nuevos proyectos, nuevos deseos, nuevas aspiraciones, aunque esto nos cree tensiones cuando nos damos cuenta de las dificultades para hacerlos realidad. Por eso los seres humanos necesitamos de la esperanza, aquella virtud que nos lleva a afrontar con confianza las dificultades y la prolongación del tiempo que nos separan de aquello que se nos presenta como bueno.
La esperanza es tremendamente realista. Se trata de poner la esperanza en algo que se pueda conseguir, aunque vaya a costar. Cuando el objetivo se fija en algo irrealizable, la esperanza se convierte en utopía. ¡Cuántas ideologías utópicas han llevado a la humanidad al abismo y a la desesperación!
La esperanza debe ponerse en cosas que valgan la pena. Francisco de Borja al ver el rostro en descomposición de la emperatriz Isabel exclamó: «¡Nunca más servir a Señor que se me pueda morir!».¡A cuántos señores servimos que se nos mueren! ¡Con cuánta facilidad caen los ídolos que nosotros mismos nos creamos!
La esperanza lleva a la acción. Esperar un futuro mejor implica ponerse a trabajar. Tan falsa es la esperanza del providencialista que se abandona en la idea de un futuro que ya está escrito, como la del que confía ciegamente en un progreso técnico que todo lo consigue. El futuro lo escribimos con nuestras acciones, pero no todo lo que hacemos está bien, y a veces causamos más daños que beneficios.
En estos tiempos que corren no viene de más animarnos a no perder la esperanza. Y a que esa actitud esperanzada nos lleve a analizar con valentía la realidad (huyendo de los cantos utópicos), a ponernos objetivos que valgan la pena (es tiempo para la magnanimidad y la solidaridad), y a trabajar por ellos.