07/08/2025
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Expansión
Mercedes Ten Doménech |
Premio Ernestina de Champourcin de la Universidad de Navarra.
Autora del libro “Bellas, histéricas y literatas. Españolas bajo el prisma de la literatura realista del siglo XIX: La Regenta”
Profesores de la Facultad de Filosofía y Letras publican a lo largo del verano en la serie "Líderes en la ficción", del periódico Expansión. Semanalmente, nos acercan las virtudes de distintos personajes de la literatura.
VIRTUDES I Ana Ozores, protagonista de la novela, busca gozar durante su vida de lo auténtico.
“La heroica ciudad dormía la siesta”. Con estas palabras comienza Leopoldo Alas −más conocido como “Clarín”, debido a su lúcida e irónica franqueza como crítico literario− su obra más destacada: La Regenta. No podía tener un comienzo más castizo la que es considerada la novela cumbre del realismo patrio. La descripción con la que inaugura su novela el escritor, por aquel entonces radicado en Oviedo, deja constancia de que determinadas costumbres, pero también talantes, permanecen incólumes hoy día. En este sentido, el relato escenografía con maestría y sarcasmo la España del último tercio del siglo XIX. ¿Su protagonista? Diría que dos: una ciudad, Vetusta, y una mujer, Ana Ozores, apodada por sus vecinos como “la Regenta” por ser la esposa del exregente de la Audiencia. Son innumerables los estudios que relacionan, y con razón, a la protagonista clariniana con otras tantas nerviosillas adúlteras de la literatura decimonónica como Emma Bovary, Anna Karenina o Effi Briest. Es innegable el parecido que presentan todas estas mujeres, sin embargo, nuestra Ana es única. Su creador bien lo sabía, pues de todas, es la única que sobrevive a sí misma −aunque cabe recordar, que tampoco es que salga airosa−. En cualquier caso, ¿de dónde nace tal compasión por parte de su creador, compartida, sin lugar a duda, por el lector?
La vida de Ana está marcada por profundos sufrimientos. Su madre fallece en el parto y es criada por sus dos apáticas tías cuyo único interés es sacar el máximo rédito posible de su belleza a través del concierto de su matrimonio. Tras una penosa infancia, no exenta de desprecios y humillaciones, es casada con don Víctor Quintanar, un buen hombre veinte años mayor que ella, que sufre impotencia, y por el que no siente ni sentirá mayor afecto que el del cariño paterno. Constreñida por los rígidos convencionalismos sociales de la época, se abandona, desde su infancia, a la piedad y a las letras, resultándole un bálsamo apaciguador de su dolorida alma. A pesar de la hostilidad con la que se le ha presentado la vida, no se resigna a un deambular anodino, de modo que la aproximación a lo divino le abre las puertas a una vida auténtica. La vida no podía ser “sólo eso”: crecer, casarse e hibernar al calor de la pomposidad de las costumbres de clase. La Regenta posee la honda convicción de que existe algo más bueno, bello y veraz de lo que advierte a su alrededor.
La mediocridad de su entorno colisiona con la autenticidad a la que aspira y la posibilidad de no alcanzarla, le atormenta. Todo ello le lleva a estar sola, a ser un espécimen raro y sospechoso en su comunidad; un ser que, al actuar bajo parámetros desconocidos, incomoda. Ridiculizada en privado por sus vecinos, debido a su anómalo comportamiento en materia moral, vive en un exilio, sin apenas haberse movido de los muros de su caserón. Es el alto precio que debe pagar por vivir acorde a los dictados de su conciencia. Sin embargo, estas altas expectativas son, al mismo tiempo, su propia trampa. La interpretación de sus recurrentes lecturas como fiel realidad, le alteran sus sentidos, obnubilándole todo entendimiento, de manera que, a pesar de demostrar una gran templanza a lo largo de toda la novela, es precisamente una interpretación puramente romántica del amor la que le lleva a sucumbir a las viles seducciones del, por excelencia, donjuán de la ciudad: don Álvaro Mesía.
El tropiezo de la más noble e incorruptible vetustense produce un mezquino regocijo entre alguno de sus vecinos, confirmando su cortedad de miras, pues ignoran que la caída forma parte del camino del que opta entrar por la puerta estrecha; tantas veces incómoda y solitaria, pero, al mismo tiempo, profundamente reconfortante y afianzada. La verdad, en tantas ocasiones, sola, ridiculizada y combativa no pierde su condición por tales circunstancias. Así pues, Leopoldo Alas, que conoce los escondrijos del alma de su heroína, se compadece y no le otorga el trágico final que, sin embargo, sus homólogos dan a sus respectivas protagonistas, puesto que esperanzada, apasionada y en una perseverante búsqueda, vive la Regenta a pesar de su torpeza y sensibilidad desordenada. Y es que si algo nos define como humanos es que en todos nosotros existe un “a pesar de”, es decir, una congénita fragilidad que paradójicamente nos cuestiona la existencia de algo o Alguien más grande y perfecto. Este interrogante, por muchos eludido y por pocos seriamente planteado, es capaz de significar la existencia. Esta es la razón por la que Ana, la nuestra, es única, ya que su noble y bondadoso corazón deja un hueco al misterio de lo socialmente considerado intrascendente, tratando a lo largo de su vida de hallar y gozar de la grandeza de lo auténtico.