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Literatura y gestión (1). Los líderes también fracasan ‘EL SEÑOR DE LAS MOSCAS’ La novela de William Golding plantea problemas de organización

07/07/2022

Publicado en

Expansión

Alejandro Martínez Carrasco |

profesor del Grado en Filosofía, Política y Economía (PPE)

Después de aterrizar accidentalmente, un grupo de niños ingleses de entre 6 y 12 años se encuentra solo en una isla desierta. Todo parece bastante prometedor: se hallan en una paradisíaca isla tropical rodeada de un arrecife de coral, con una laguna natural en la que se pueden bañar sin peligro, con amplias playas, agua dulce, comida abundante, un clima cálido, sin animales peligrosos; y sin adultos que les impongan aburridas tareas ni les digan lo que tienen que hacer. Además, se trata de un grupo de niños de buena educación y civilizados. Al poco de llegar, dos niños de los más mayores se encuentran y se acercan a la laguna a bañarse alegremente. Allí descubren una hermosa caracola marina, que uno de ellos, llamado Ralph, hace soplar con fuerza. A esta llamada acude el resto de niños, que se reúne a su alrededor. El último grupo de niños en llegar está formado por los integrantes del coro de una escuela, encabezados por su líder, Jack, un chico fuerte y dominante de la misma edad que Ralph. Tras hacerse cargo de la situación en la que se encuentran, deciden fijar unos procedimientos democráticos y ordenados de deliberación y toma de decisiones, consensuar unas normas básicas para organizarse socialmente y elegir un jefe. Por aclamación eligen como jefe a Ralph, el muchacho que les había llamado con ese objeto casi mágico que le daba un aura especial, la caracola. Viendo la decepción de Jack, que deseaba ser elegido jefe, y el ascendiente que tiene sobre sus compañeros del coro, Ralph decide compartir la autoridad y otorgarles a él y a su grupo la importante y emocionante tarea de cazar para conseguir carne. Después de establecer firmemente los cimientos de la comunidad que acaba de nacer en la isla, los distintos grupos se dedican a jugar, bañarse y explorar la isla, en un ambiente de alegría, despreocupación y amistad.

Así empieza El señor de las moscas, novela publicada en 1954 por William Golding, futuro premio Nobel de literatura. Un grupo de niños creando de nuevo la sociedad humana en un entorno que se parece mucho al Paraíso. Y en ese nuevo nacimiento de la sociedad todos sienten la necesidad de un líder, aunque no saben muy bien por qué, y hacen sin duda la mejor elección posible en la figura de Ralph. Pero esta situación inicial idílica enseguida empieza a complicarse y, a pesar de los empeños de Ralph, degenera en un infierno de violencia.

¿Por qué los buenos líderes también fracasan? Tendemos a pensar que quienes hacen las cosas bien siempre alcanzan el éxito, pero a menudo la realidad desmiente tales expectativas. La desazón que esta experiencia nos provoca la podemos ver reflejada en Ralph, un líder aparentemente modélico. Es un joven sensato, sereno, bien parecido, dialogante, con carácter y audacia cuando ve la necesidad de reforzar su autoridad. Tiene muy claros los objetivos importantes, generar el mayor bienestar posible en la isla y ser rescatados, y los medios para alcanzarlos, cooperar entre todos para conseguir comida, construir refugios, evitar los conflictos y mantener una hoguera en la isla para que el humo atraiga a los barcos que pasen cerca; objetivos y medios que sin duda parecen acertados y realistas, y él recuerda una y otra vez. Además es empático, disfruta de la amistad y las diversiones, se preocupa de los más pequeños, confía en los otros y reparte responsabilidad, como hace con Jack tras su elección, pero sin escurrir el bulto y trabajando junto a los demás, e incluso cuando los demás se dan por vencidos, yendo por delante. Y también se deja aconsejar y reconoce las razones ajenas, como hace con un niño gordo y asmático al que todos llaman despectivamente Piggy. Por si fuera poco, han sido capaces de crear una comunidad con dinámicas democráticas y racionales que en principio parecen eficaces para mantener la unidad y fomentar la cooperación libre y responsable entre todos.

Pero a pesar de todo fracasa dolorosamente. ¿Por qué? En buena medida porque topa con una realidad que no es capaz de controlar: unas circunstancias difíciles, porque la mayor parte del grupo está formado por niños muy pequeños que son incontrolables; la debilidad del hombre, que fácilmente se deja contagiar por miedos irracionales y una desesperante sensación de impotencia; y la semilla del mal que anida dentro de todos, y que tiende a provocar rivalidad, luchas por imponerse, odio, crueldad y violencia.

Según el propio autor de la novela, el error principal de Ralph, lo que en el fondo le convierte en un mal líder, es su ingenuidad, no reconocer ese mal que puede crecer en todo hombre, su exceso de confianza en la naturaleza humana. Y es cierto que la experiencia es muy importante para que un buen líder sepa navegar en circunstancias difíciles. Pero en el caso de que Ralph hubiese sido perfectamente consciente de esto, ¿debería haber actuado de otra manera? ¿Debería quizá haber desconfiado de los demás, no haber compartido responsabilidades, haber castigado más o infundido más miedo? ¿O no haber recordado lo que tenían que hacer para sobrevivir y ser rescatados, a pesar de que eso no fuese tan emocionante y apetecible como otras ocupaciones?

Los grupos humanos son muy complicados y no hay mecanismos que eliminen los conflictos o solucionen los problemas de manera automática. Una de las enseñanzas de esta novela es que no siempre cuando un grupo fracasa hay que achacarlo a los errores del líder. El liderazgo no es una técnica infalible porque los seres humanos no somos tan simples. Por supuesto se puede ser mejor o peor líder, y es necesario aprender. Pero no todo está en nuestras manos, siempre hay que contar con la fragilidad y la limitación del ser humano. No aceptar que la realidad es más compleja e impredecible de lo que nuestras ilusiones idealistas pintan y pensar que sólo es aceptable el éxito aboca fácilmente a la frustración, mientras que asumir la posibilidad del fracaso pese a todo permite una idea realista y humana del liderazgo, más apta para hacerse cargo de las dificultades y para sobreponerse a las experiencias negativas que inevitablemente se presentan.