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Las grandes restauraciones en Navarra (5). Roncesvalles: la obra que no cesa

07/01/2022

Publicado en

Diario de Navarra

Javier Martínez de Aguirre |

Universidad Complutense de Madrid

Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos relativos a las restauraciones e intervenciones en grandes conjuntos de nuestro patrimonio cultural.

A los pies del paso pirenaico, nacido para atender a los viajeros, el complejo religioso-hospitalario de Roncesvalles tuvo su origen en el siglo XII y su primera construcción monumental en un gran hospital que llamaron la Caritat. Era un edificio románico de planta rectangular, amplio, sencillo, con techumbre de madera sobre arcos transversales de piedra. De él queda a la vista un muro que pasa desapercibido para la mayor parte de los visitantes. Sólo la mirada atenta de los avisados es capaz de identificarlo junto al prado situado delante de la iglesia. 

Antes de 1215 fueron erigidas la iglesia, financiada por Sancho VII el Fuerte, la capilla del Espíritu Santo y un segundo ámbito hospitalario actualmente denominado Itzandeguía. En el siglo XIV complementaron la iglesia con un refinado claustro gótico radiante, más pequeño que el de la catedral de Pamplona, y a su lado, a manera de torre, la poderosa capilla de San Agustín, inspirada en la Barbazana pamplonesa. Una torre de defensa a los pies de la iglesia completó el conjunto de edificaciones de notable personalidad en el panorama del gótico navarro. 

Entre los siglos XVI y XIX nuevas edificaciones residenciales, hospitalarias y de servicio (posada, molino, casas de beneficiados, casa prioral, etc.) fueron añadidas en torno al núcleo medieval. En ese mismo período todo tipo de arreglos y remodelaciones alteraron las formas de las construcciones ya existentes, hasta el punto de que, llegado el siglo XX, ningún edificio medieval se encontraba tal y como había sido erigido.

Y es que el paso de los años, la extrema dureza del clima de montaña, los sucesivos incendios y algún que otro asalto bélico hicieron mella en los edificios. Sufrieron especialmente las cubiertas, debido a las intensas nevadas de una época climáticamente tan adversa que fue denominada “Pequeña Edad del Hielo” (1550-1850). En 1600 el peso de la nieve hundió el claustro, reconstruido años después con mayor solidez. También el templo canonical acusaba el deterioro, de lo que se lamentaba el canónigo Juan de Huarte: “La otra necesidad que padece la iglesia es en los edificios, los cuales por la mayor parte están derruydos por vejez y por infortunios de incendios y de guerras, mayormente de los años de 1512 y 1521, por no haberse edificado ni reparado jamás de propósito. Por donde lo poco que resta es muy deslustrado y desmantelado, siendo verdad que en parte ninguna de España es tan necesario un edificio suntuoso”.

La iglesia: intervenciones y polémica

Ante esa situación, entre 1622 y 1627 emprendieron una “modernización” de la iglesia, que enmascaró su interior con un envoltorio al gusto de la época: recubrieron los pilares cilíndricos y los convirtieron en cruciformes, transformaron en semicirculares los arcos apuntados, ocultaron las bóvedas sexpartitas de la nave tras una de medio cañón con lunetos y macizaron triforios y ventanales. Para rematar, un gran retablo ocultó las lancetas de la cabecera. Como consecuencia, el interior de Santa María de Roncesvalles se convirtió en un remedo de fórmulas herrerianas falto de brillo y de grandeza. 

Las fotografías realizadas por Eugeniusz Frankowski en 1917 evidencian que, pese a la intensa repristinación, quedaban a la vista elementos de la fábrica originaria, como los arcos y la bóveda del presbiterio, y la parte superior de dos ventanales del ábside. 

En los primeros años del siglo XX, la presencia de esos vestigios medievales despertó el interés por recuperar una dignidad arquitectónica más acorde con la gloriosa tradición del lugar. Entre 1939 y 1944 se llevó a cabo una restauración radical bajo la dirección del arquitecto Francisco Garraus y el sacerdote Onofre Larumbe, correspondiente de la Academia de la Historia y miembro de la Comisión de Monumentos de Navarra. Aplicaron un criterio frecuente en el siglo XIX y primeros años del XX, bienintencionado pero poco respetuoso con la realidad de los edificios históricos. Hay que tener en cuenta que instituciones como Roncesvalles, al igual que una catedral o un gran monasterio, generalmente son el resultado de una sucesión de proyectos constructivos, ornamentales y litúrgicos que traducen en formas arquitectónicas su rica historia. Pero Larumbe y Garraus anhelaban ante todo la unidad de estilo y con ese objetivo pretendieron recuperar el templo del gótico temprano, para lo cual repicaron los muros, eliminaron añadidos, recompusieron con cemento los elementos deteriorados o incompletos, e inventaron otros que o bien no se conservaban, o bien nunca habían existido, como la escalera de conexión entre iglesia y claustro, que diseñaron inspirándose en la del castillo de Loarre. Los excesos de la restauración encontraron oposición en el propio cabildo y dura censura entre arquitectos más cuidadosos con las huellas del pasado, entre los que destacó Leopoldo Torres Balbás. Su descalificación es bien conocida: “Hoy [1945], profanada hasta su entraña, es una iglesia completamente nueva, una torpe falsificación gótica de la que huyeron a la par belleza y emoción”. No hace falta ser un experto para advertir la capacidad inventiva de Larumbe y Garraus al comparar, por ejemplo, la fachada occidental actual con la visible en fotografías antiguas. Saltan a la vista las modificaciones en la puerta, las ventanas laterales y, sobre todo, en el gigantesco rosetón tallado por canteros de Olite en un tipo de piedra ajeno a la comarca pirenaica. No obstante, los excesos en la renovación no traicionaron todos los valores del edificio, que sigue mostrándose como interesante ejemplar del primer gótico, inspirado en Notre-Dame de París y otros edificios del norte de Francia.

Las capillas de San Agustín y del Espíritu Santo

La intervención en la iglesia, la más conocida y criticada del conjunto de Roncesvalles, había sido precedida por otra igualmente historicista en la capilla de San Agustín, liderada por Florencio Ansoleaga, correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando e igualmente miembro de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra. En los primeros años del siglo XX rehízo la puerta de la capilla, los vanos que la flanquean y la bóveda que la antecede, así como el gran ventanal con la vidriera dedicada a la batalla de las Navas de Tolosa (1908).

Menos agresiva fue la actuación acometida hacia 1930, cuando descubrieron y sacaron a la luz los arcosolios funerarios que dan plasticidad a los muros del claustro.

Décadas más tarde, en el marco del duodécimo centenario de la batalla de Roncesvalles (778-1978), la Diputación Foral de Navarra buscó a un arquitecto de acrisolada trayectoria para afrontar una restauración que se sabía problemática, puesto que afectaba a un edificio atípico: la capilla del Espíritu Santo. Se trata de un “carnario” monumental, constituido por un pozo casi cuadrado de varios metros de profundidad donde desde el siglo XII depositaron los cuerpos de viajeros y vecinos fallecidos. Sobre el pozo existió desde el principio un pequeño espacio celebrativo cubierto por bóveda de nervios. La tradición lo bautizó como “silo de Carlomagno”, en la creencia errónea de que habría sido su promotor el emperador y su destino el enterramiento de los vencidos junto a Roldán en la famosa batalla.

El elegido fue Francisco Pons-Sorolla, Arquitecto Jefe del Servicio de Monumentos y Conjuntos Arquitectónicos de la Dirección General de Arquitectura, quien tomó decisiones drásticas. Como consideró “deplorable” el efecto de la cubierta única, puesto que no era acorde con la realidad estructural de los dos elementos diferenciados, decidió independizar las cubiertas de la capilla propiamente dicha y del “claustro” modificando sus pendientes. Con idéntica determinación eliminó el macizado de la arquería del “claustro” y suprimió los “falsos cerramientos” de mampostería y barro o morteros pétreos con armadura de madera que limitaban el espacio litúrgico. La renovación afectó a la mayor parte del edificio, incluidos pavimentos, iluminación, tejados, etc., confiriéndole una presencia realmente diferente de la heredada tras casi ocho siglos de existencia.

Tablillas, tejas, plomo y más de treinta años de trabajos

El proyecto de Pons-Sorolla incluyó la sustitución del tejado de “plancha ondulada” por “tabletas cerámicas de tipo pirenaico” que tardaron muy pocos años en manifestar su falta de idoneidad. Y es que la dureza del clima y la dificultad para obtener materiales idóneos en un lugar tan recóndito determinaron que, en paralelo a la sucesión de estilos, se diera en Roncesvalles una sucesión de soluciones para las cubiertas. El procedimiento tradicional había consistido en techar con tablillas de haya o roble de 40 x 14 x 2 cm, altamente inflamables, que posiblemente fueron factor determinante en la voracidad de los múltiples incendios conocidos (1445, 1616, 1724, etc.). En 1930 se recuperó este sistema tradicional para cubrir el molino, con objeto de mantener la memoria “de las antiguas cubiertas vascas”. En otras épocas, especialmente a lo largo de los siglos XIX y XX, se probaron las tejas, las losetas de piedra, la pizarra, el cinc, el hierro galvanizado y el fibrocemento, con resultados dispares.

El problema de las cubiertas seguía siendo acuciante a finales del siglo XX. Con intención de atajarlo se inició una intervención que fue seguida por muchas otras hasta la actualidad. El ensayo en la capilla de San Agustín con láminas de plomo reveló que el material tenía muchas más ventajas que inconvenientes. Una vez verificada su capacidad de resistir las inclemencias de los duros inviernos pirenaicos, se decidió su extensión a otras construcciones, entre ellas la iglesia colegial (1994-1998) y la casa prioral (1999-2000). Las actuaciones fueron más allá de la mera sustitución del material de cubrición. Por ejemplo, en la iglesia fue necesario decidir el diseño de los faldones, los cierres de los triforios, la intervención en los arbotantes o la accesibilidad de los espacios. Las campañas en las alturas se alternaron con otras en las que el objeto de atención fueron espacios tan deliciosos como la cripta, con sus pinturas del siglo XIII, o tan comprometidos como el reacondicionamiento del antiguo hospital para dar servicio al imparable aumento de peregrinos que caminan hacia Compostela. 

Una de las transformaciones más espectaculares tuvo como objeto el edificio medieval de Itzandeguía, cuyo valor arquitectónico estaba oculto por las adiciones de los siglos. Aunque su planta rectangular, sus abundantes ventanas y la cubierta a dos aguas lo camuflaban como si fuera una construcción rural acorde con una tipología frecuente en los valles pirenaicos, los vestigios de arcos, saeteras y contrafuertes anunciaban a los ojos de los entendidos que encerraba algo más. El problema era que los usos diversos, entre los que se incluían haber servido de pajar, caballeriza, vivienda de criados y residencia de carabineros, habían alterado sustancialmente su configuración. La gran sala de 30,90 por 8,80 m cubierta con techumbre de madera sobre arcos transversales de piedra había quedado dividida en varios pisos con multitud de habitaciones. Puertas y ventanas perforaban los muros aquí y allá. Entre 1989 y 1993 se recuperó la rotundidad del espacio original, que permite evocar cómo fueron los primeros tiempos del hospital.

De este modo, desde 1982 la Real Colegiata viene siendo objeto de atención continua y esmerada, mucho más respetuosa con el pasado que las intervenciones historicistas antes descritas. A diferencia de lo sucedido décadas atrás, la labor del arquitecto Leopoldo Gil Cornet ha recibido reconocimiento entre los especialistas y en 2012 le fue otorgado el Premio Rafael Manzano Martos de Arquitectura Clásica y Restauración de Monumentos. Parafraseando al benedictino Raúl Glaber (siglo XI), podríamos decir que la Colegiata ha podido sacudirse su vetustez para presentar dignamente cara al nuevo milenio sus valores históricos, asistenciales y religiosos.