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Más allá de los pinceles y las gubias. Trascendencia en las imágenes de san Ignacio de Loyola en Navarra

02/08/2021

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

La vida de los santos no finaliza con su muerte física, ya que después de dejar el mundo terrenal, se inicia otra etapa, decisiva en su historiografía, la de fabricación y recepción de su imagen transfigurada. La beatificación, canonización y extensión del culto a san Ignacio coincidieron con los siglos del Barroco, en los que dominaron el impacto sensorial, la grandilocuencia, el ornato y la desmesura, siempre en aras a conmover, y provocar sensorialmente al individuo, marcándole conductas a través de los sentidos, siempre más vulnerables que el intelecto.

Todos los testimonios iconográficos, al igual que los literarios, acaban por situarnos ante un santo barroquizado y trascendente. Si en sermones y biografías se insiste en un lenguaje triunfal y militar, denominándolo como capitán general de la milicia terrenal y celestial de la Compañía, sus pinturas no andan muy lejos. Cada época también contempla a sus referentes con ópticas, incluso dispares. Hoy se lee más el Ignacio solo y a pie, en palabras de J. I. Tellechea y el lema de AMDG (Ad maiorem Dei gloriam) convive con el famoso “en todo amar y servir” de los Ejercicios espirituales, expresión que continúa y se completa así: “a su Divina Majestad”.

El rico conjunto de imágenes del santo conservadas en Navarra se han de asociar al carisma jesuítico, al proceso de la búsqueda y descubrimiento de Dios para seguir su voluntad de modo apasionado. Los nuevos tiempos y los nuevos modelos de santidad tuvieron en las representaciones artísticas uno de los mejores aliados para difusión de los ideales de la Compañía.

Un temprano grabado de 1600, anterior a la beatificación

A la madre Leonor de la Misericordia (Ayanz y Beaumont, 1551-1620), culta y noble, se debió la llegada de una rica colección de grabados a las Carmelitas de Pamplona. Entre ellos figuran los de san Ignacio y san Francisco Javier, realizados en Roma en 1600, por Iacobus Laurus. El de san Ignacio es pieza muy rara, y no figura en el sobresaliente estudio de Ursula König-Nodhoff. Su cronología corresponde con el empuje de su culto promovido por el cardenal Baronio.

Pese a no estar beatificado, se le identifica como Beatus, que hay que interpretar como bienaventurado o dichoso, según una práctica habitual en aquel tiempo, antes de las disposiciones de Urbano VIII de 1642. Asimismo, luce nimbo en su cabeza. Esa costumbre, era usual, ya que aún no estaba prohibido para los no beatificados y dependía de la devoción. Aquella práctica cambió con los mandatos de Urbano VIII que prohibió su uso, castigando incluso con la suspensión de la causa de beatificación. 

La composición se organiza como una wundervita, con la imagen central del santo con los brazos desplegados contemplando a la Trinidad. A su alrededor encontramos trece pequeñas viñetas acompañadas de textos latinos explicativos. Destacan la visión de la Virgen con el Niño y de Cristo en la Sagrada Forma, los siete días en éxtasis, el condenado confeso, el naufragio, curaciones, conocedor de pensamientos ajenos, apaleado por los demonios y las oraciones ante su cuerpo muerto.

La vera effigies y su imagen aislada

Entre lo que se pedía a los artistas en tiempos de la Contrarreforma destacaba la propiedad e historicidad de lo que se iba a representar. De ahí surgieron las vidas ilustradas, vigiladas muy de cerca por las órdenes religiosas. Particular importancia se daba al parecido del rostro. Para el caso de san Ignacio conocemos el testimonio de su primer biógrafo, el padre Pedro de Rivadeneira, que afirma: “Fue de estatura mediana, ó por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo, habiendo sido sus hermanos altos y muy bien dispuestos. Tenía el rostro autorizado; la frente ancha y desarrugada; los ojos hundidos; encogidos los párpados y arrugados, por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas; la nariz alta y combada; el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto.  El semblante del rostro era alegremente grave, y gravemente alegre; de manera que con su serenidad alegraba á los que le miraban, y con su gravedad los componía”.

Junto a esa descripción, los primeros retratos fueron realizados a partir de su mascarilla mortuoria y del retrato de Jacopino del Conte. Algunos artistas realizaron versiones con gran fortuna, como la pictórica de Alonso Sánchez Coello o la escultórica de Gregorio Fernández.

Respecto a la imagen aislada hay que distinguir dos tipos, el primero con la sotana y el manteo de la Compañía y el segundo con alba, casulla y manípulo para celebrar misa. Entre las del primer tipo destacan la talla de la catedral de Pamplona, realizada para la canonización y la de la basílica del santo en la capital navarra, que sigue el modelo de la de Gregorio Fernández en Vergara (1614). No faltan otros ejemplos del seiscientos. El modelo se repetirá hasta el siglo XVIII, como muestran las esculturas de los retablos de Santa Bárbara en la catedral de Pamplona (1713), de Santa Teresa en Fitero (1730) y del palacio episcopal (1748). En esos modelos porta como atributo el libro de las Constituciones o de los Ejercicios y un sol con el IHS, al que mira profundamente. Al respecto, hemos de recordar que el santo “veía a Cristo como al sol, especialmente cuando estaba tratando cosas importantes” (Autobiografía, 99).

Con los ornamentos para celebrar misa lo encontramos en pinturas como la del retablo de la parroquia de Javier, que sigue una composición de Rubens muy divulgada a través de grabados flamencos. Al mismo tipo, corresponden las esculturas de los retablos de los Remedios de Luquin (1741) y Lesaca (1753), el grabado de la portada del libro del padre Erice, obra de Jean de Courbes (1623), así como las pinturas de Vicente Berdusán en Garde y Roncal, de fines del siglo XVII.

Escenas de su vida en las artes figurativas

Entre las pinturas conservadas en la basílica pamplonesa, figura el gran lienzo apaisado de la caída del santo, remitido en 1729 por el padre Manuel de la Reguera (1668-1747), teólogo particular del cardenal Belluga. La composición es copia exacta de la de las bóvedas de la iglesia de San Ignacio de Roma, obra del hermano Andrea del Pozzo (1691-1694). La pintura, en el corazón de Pamplona, adquirió un gran valor en el lugar del hecho que representaba, nada menos que la caída del santo y el origen de su conversión y, por tanto, de la Compañía.

La catedral de Pamplona conserva un lienzo, procedente del colegio de los jesuitas de la Anunciada, que representa la visión del santo en la capilla de la villa italiana de Storta, en noviembre de 1537. Representa a Ignacio, acompañado por Pedro Fabro y Diego Laínez, en el templo de dicha ciudad para realizar las oraciones diarias. Allí tuvo una visión en la que el Padre Eterno le señaló a Jesús llevando la cruz y diciéndole: “Yo os seré propicio en Roma”.

Las cuatro pechinas de la basílica, realizadas en torno a 1720, narran las apariciones de san Pedro y de la Virgen con el Niño, la redacción de los Ejercicios y la vela de armas en Montserrat en marzo de 1522, siguiendo el texto autobiográfico que dice: “Tras confesarse y dar sus ropas y vestir túnica de peregrino hace visita a pie y se postra ante la Virgen de Montserrat”. Este relato inspira también la interesante pintura seiscentista de la misma basílica.

El retablo de Azoz, procedente de la basílica de Pamplona, contiene un ciclo de cuatro pinturas ignacianas del que dimos cuenta en este periódico el 21 de mayo de este mismo año. Posiblemente, sean obra del pintor guipuzcoano Esteban de Iriarte en 1632. Los pasajes, basados en su mayor parte en estampas de la vida ilustrada de 1610, representan al santo sumergido en las aguas para lograr la conversión de un pecador que camina por el puente, la aparición de Cristo, la visión de la Virgen y el ahorcado salvado en Barcelona.

Militar y glorificado

En un contexto como el que hemos señalado al principio, no podían faltar los tipos como militar y en glorificación, venciendo a la herejía. Con armadura, en un marco exuberante de talla dorada, destaca el retrato del santo de la basílica pamplonesa. Fue enviado hacia 1715 de Roma por el hermano Emeterio Montoto que, años atrás, había estado al cuidado de los jóvenes jesuitas en Villagarcía. Es una copia de otra pintura, conservada en San Ignacio de Roma. La composición tuvo fortuna y se litografió en pleno siglo XIX.

En la gloria lo encontramos en una delicada pintura del castillo de Javier, en otra de la basílica pamplonesa y en la escultura de yeso policromado de una pechina de San Jorge de Tudela, portando la bandera de la Compañía. Un lienzo de delicada factura de la sala capitular de las Agustinas Recoletas de fines del siglo XVII, que sigue una estampa de François de Poilly, lo presenta glorificado y en éxtasis.

Una singular pintura en la basílica pamplonesa

De la Ciudad Eterna también llegaron a Pamplona, en 1749 otras pinturas. Una de gran tamaño con el santo ante el Resucitado que representa, como me hizo notar el padre Javier Sagüés, la aprobación del nombre de la Compañía con el beneplácito del mismísimo Cristo.  El padre Juan Antonio Polanco, burgalés, secretario de san Ignacio y de la Compañía, nos proporciona la fuente textual de la composición, al tratar De Societatis Jesu nomine, poco antes de llegar a Roma, en Vicenza, en septiembre de 1537, cuando se propuso la cuestión del nombre del instituto. Así lo relata el mencionado Polanco: “Tratando entre sí cómo se llamarían a quien les pidiese qué congregación era esta la suya, comenzaron a darse a la oración y pensar qué nombre sería más conveniente, y, visto que no tenían cabeza ninguna entre sí ni otro Prepósito sino a Jesucristo, a quien solo deseaban servir, parecióles que tomasen nombre del que tenía por cabeza, diciéndose la Compañía de Jesús. Y en esto del nombre, tuvo tantas visitaciones el padre maestro Ignacio de aquel cuyo nombre tomaron y tantas señales de su aprobación y confirmación de este apellido, que le oí decir al mismo que pensaría ir contra Dios y ofenderle si dudase que este nombre convenía”.