Fermín Labarga, Facultad de Teología, Universidad de Navarra
El Belén de Benedicto XVI
Mucho ha dado que hablar el último libro del Papa a raíz de su reflexión sobre los relatos evangélicos de la infancia de Cristo. Sin haberlo leído, algunos se han escandalizado por supuestas afirmaciones más o menos sensacionalistas: que si no había mula ni buey, que si los Reyes Magos pudieran haber venido de Andalucía, que si la estrella era una supernova…
Pero nada dice Benedicto XVI que suponga cambio o novedad en la consideración del nacimiento del Salvador, cuya representación mediante los tradicionales belenes, nacimientos o pesebres sigue siendo tan popular. De hecho, en sus aposentos vaticanos sigue instalando el antiguo y querido nacimiento que se trajo de su Baviera natal, el mismo que de niño contemplaba con asombro.
El belén tal y como lo conocemos no se remonta más allá del siglo XVIII. Cierto es que el arte cristiano, desde sus inicios, representó la escena de la natividad del Señor. El hecho histórico lo narran los evangelistas Mateo y Lucas. Como los evangelios no son biografías, y mucho menos al estilo actual, narran sólo los acontecimientos principales de la vida de Cristo, interpretados desde una clave teológica o salvífica. Lo cual, por supuesto, no supone menoscabo alguno para la historicidad de los hechos. Sin embargo, no aportan muchos detalles que la curiosidad de los cristianos de los primeros siglos ya empezaba a demandar. Y de ahí que surgieran relatos destinados a aportar esos detalles complementarios. Estos relatos son los denominados evangelios apócrifos, así llamados porque en buena manera pretendieron, aunque sin éxito, pasar por escritos antiguos que habían permanecido ocultos. La Iglesia señaló inmediatamente su origen fraudulento, sobre todo porque algunos pretendían introducir doctrinas nuevas y erróneas, principalmente de carácter gnóstico.
Otros, no obstante, no tenían más pretensión que la de aportar relatos piadosos que venían a completar algunas lagunas narrativas de los evangelios. Y, por eso, algunos de los detalles que sugerían se aceptaron sin dificultad. El conjunto de relatos relacionado con la infancia de Cristo es notable. Ahí aparecen, por ejemplo, por primera vez los nombres de los Magos, y otros muchos detalles semejantes.
La reflexión de los autores espirituales sobre dichos acontecimientos también fue aportando nuevos pormenores, que pasaron luego a la predicación y al arte, dando lugar ya en la Edad Media a representaciones para-litúrgicas en las que se escenificaba el anuncio a los pastores o el misterio de los Reyes Magos. Por su parte, san Francisco de Asís, con el fin de mover la piedad de los fieles, ideó la representación viviente del nacimiento del Salvador y para ello organizó en la Nochebuena de 1223 en la cueva de Greccio lo que muchos consideran el primer belén.
¿Dónde y cuándo comenzaron a instalarse belenes con figuras? Parece que todo apunta a Nápoles. Quien tenga la dicha de pasearse por las recoletas callejuelas del barrio de san Gregorio Armeno podrá contemplar la fascinante artesanía belenista que pone ante los ojos la vida cotidiana dieciochesca. Luego, parece que fue la corte de Carlos III la que, al trasladarse a Madrid, importó la costumbre. En el suelo hispano prendió con fuerza de la mano de artistas del renombre de Salzillo pero también de talleres regionales que fueron adaptando la estética a la propia de cada lugar. De igual modo traspasó el ancho océano hasta desembarcar jubilosa en los virreinatos americanos. Tanto aquí como allí los conventos de monjas de clausura se constituyeron en ámbitos privilegiados para la configuración de grandes belenes en los que la vida cotidiana del momento servía de escenario para los episodios evangélicos.
Así vino ocurriendo hasta mediados del siglo XIX. Por influencia de dos corrientes artísticas, los pre-rafaelitas y la escuela de los Nazarenos, el gusto estético dio un viraje considerable desechando la evidente y anacrónica escenografía barroca con el fin de recuperar la estética que se presumía original, dando lugar así a la introducción de una potente corriente de orientalismo. En España fueron fundamentalmente los talleres de arte religioso de Olot (Gerona) quienes se encargaron de suministrar las nuevas imágenes, tanto para los grandes belenes públicos como para los que se instalaban en los domicilios particulares.
Fuera del ámbito hispánico, la tradición del Belén se extendió también por el sur de Alemania, Austria, Chequia, Polonia, la Francia meridional, Portugal y otras zonas europeas. En todos los casos, la estética se adaptó al lugar correspondiente. Así, el belén conseguía insertar el acontecimiento universal del nacimiento de Cristo en cada cultura, adoptando sus formas propias. Lo cual, además de sabiamente teológico, ha constituido probablemente la raíz del éxito del Belén, contra el que no han podido ni tan siquiera las modas más o menos recientes del árbol de Navidad y papá Noel.
Incluso parece que el fenómeno del Belén va a más. Por doquier proliferan asociaciones que hacen posible cada año un nuevo milagro de ingenio y técnica depurada, ofreciéndonos recreaciones variadísimas del misterio del nacimiento de Jesucristo. Probablemente, contra lo que algunos azorados comentaristas vaticinaron, el libro del Papa sea un nuevo estímulo para mantener esta preciosa tradición, avalorándola a partir de la reflexión teológica e histórica. Por ello, me atrevo a sugerir que en estos comienzos del tercer milenio a partir del nacimiento de Cristo, se tome en consideración proponer en los organismos correspondientes que el belén sea considerado patrimonio cultural de la humanidad.