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Escribir para curarse y para ayudar a curar

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ENTREVISTA
Ana López Recalde, alumna de 3º de Enfermería, padeció durante 4 años anorexia nerviosa. “Princesas de cristal”, un libro escrito junto a su padre y su médica, narra su lucha: un relato terapéutico, que busca dar esperanza a quienes sufren esa misma enfermedad
Elena Ojer

Ana López Recalde estudia 3º de Enfermería. A los 14 años, comenzó a padecer anorexia nerviosa. “Coincidió con la locura de la adolescencia. Comienzas a planteártelo todo, no quieres que nadie te diga cómo tienes que hacer las cosas. Quieres ser tu propio guía y el único dueño de tu vida.”, recuerda.

Ana luchó contra la enfermedad durante 4 años, en los que llegó a hundirse en una profunda desesperación al no encontrar sentido a su sufrimiento. Pero no estuvo sola. El libro “Princesas de cristal” es la prueba. En él, Ana cuenta su experiencia, sus peleas, sus mentiras, sus ingresos, su recuperación… Y junto a ella escriben su padre, Ignacio López-Goñi, profesor en la Facultad de Ciencias; y su médica, Azucena Díez, especialista en Pediatría y Psiquiatría de la Clínica Universidad de Navarra.

“Princesas de cristal” es una narración escrita a tres manos. Pero es, sobre todo, un relato sanador. “Escribir este libro fue un punto clave a la hora de mi recuperación. Me sirvió como terapia, no solo a mí, sino también a mis padres y a la doctora”, explica. “Además, creímos que compartir nuestra historia y sufrimiento podría ser un apoyo para otras personas”, añade. “Sólo esperamos que encuentren algo de esperanza y que no se rindan”.
 

- ¿Qué ha significado para ti escribir este libro?

Me ha permitido abrirme de par en par al equipo médico y a mi familia. Me permitió conocerme más a fondo y conocer. Pude plasmar mis pensamientos, agobios, sensaciones, sentimientos, mentiras, purgas y sacar de todo ello, algo maravilloso.

A través de la escritura encontré una forma de terapia que permitió que tanto mi familia como el equipo médico entendiesen qué estaba pasando por mi cabeza.

También, conocí más de cerca el dolor de mis padres; me abrió los ojos y la mente. Pude apreciar su amor incondicional y todo el sufrimiento que cargaban desde hacía años.

Y, por supuesto, me permitió entender mucho más la enfermedad, el porqué del tratamiento y la realidad que yo no era capaz de ver por culpa de mi distorsión. Todo ello, gracias a Azucena, la doctora que cuidó de mi familia y de mí hasta el final. La doctora que sufrió con nosotros esos 4 años de desesperación y nos ayudó a salir de aquel pozo.

- ¿Qué te impulsó a escribirlo?

Durante mucho tiempo traté de buscarle sentido a la enfermedad.

A pesar de haberme criado en una familia cristiana, donde Dios siempre había estado y está muy presente; a pesar de que en casa y en el colegio me habían enseñado que Dios es amor y misericordia, que lo puede todo…; la enfermedad hizo que eso dejase de tener sentido en mi vida. ¿Por qué Dios permitía que sufriese una enfermedad mental? ¿Por qué me ocurría eso a mí, a mis padres, a mis amigas…? Sentía que todo el mundo estaba en mi contra y que todo lo que había aprendido desde niña era mentira.

Poco a poco entendí que compartir mi sufrimiento y el de mi familia podía ser una forma de cobijo y apoyo para otras personas en esta misma situación. A esta reflexión se sumó la necesidad que sentía de liberarme ya por fin de todas las mentiras, engaños,… que seguían torturándome a raíz de la enfermedad. A través de la escritura encontré una forma de terapia que permitió que tanto mi familia como el equipo médico entendiesen qué estaba pasando por mi cabeza.
 

Ana junto a su padre, Ignacio López-Goñi, y su médica, Azucena Díez, en la presentación del libro en el Cima Universidad de Navarra.

 

- ¿Qué fue lo que más te costó a la hora de hacerlo?

Sin duda, lo que más me costó fue confesar mis trampas, engaños o mentiras. Cuando decidimos comenzar a escribir yo seguía padeciendo la enfermedad y en muchas ocasiones yo misma me sentía una hipócrita. Trataba de alentar optimismo y esperanza a otras chicas mientras yo misma seguía vomitando o arrasando con cajas y cajas de laxantes. Durante meses dejé de escribir, no era capaz de confesarlo y temía la reacción de mis padres y de los médicos. Sin embargo, ponerlo por escrito, “soltar el sapo”, asumir que era una parte más de la enfermedad, abrirme y confiar plenamente en el equipo médico y mis padres me ayudó en la recuperación.

También fue duro recodar esa recuperación a la hora de contarla en el libro, especialmente los ingresos. El primero de todos fue devastador. Pero, sin duda, fue tremendamente fructífero. Allí dimos los primeros pasos hacia la sanación y fue dónde conocí a “mis enfermeras”.

Princesas de cristal
 Portada del libro.

- ¿Cómo piensas que contar tu historia puede ayudar a otras personas?

Todos sufrimos en esta vida. Pero, muchas veces es complicado pedir ayuda por miedo, vergüenza, porque creemos que no nos van a entender… Evitar u ocultar el dolor no hace más que engrandecerlo. Por eso creo que un sufrimiento compartido es “menos sufrimiento”. ¿Por qué cargar tú sólo con la mochila de piedras?, ¿por qué no pedir ayuda?

Creímos que compartir nuestra historia y sufrimiento de forma abierta podría ser un apoyo para todos aquellos padres, hermanos, amigos, “princesas de cristal”…, que sufren en silencio. Esperamos que con este libro puedan encontrar algo de esperanza y que no se rinda.

- Desde tu experiencia, ¿qué pasos crees que hay que dar aún para sensibilizar a la sociedad, prevenir este tipo de enfermedades y tratarlas correctamente?

Desgraciadamente creo que queda mucho trabajo por delante. A nivel social existen muchos estereotipos y prejuicios sobre las enfermedades mentales.

Muchos de los modelos propuestos por la moda, las dietas exprés y algunos productos farmacéuticos contribuyen a que el número de personas que padecen este tipo de trastornos vaya en aumento.

Creo que si desde pequeños en casa y en los colegios si hiciese hincapié en fomentar una autoestima basada en los valores personales antes que en el grosor de tus labios o la longitud de tus pestañas; el mundo iría a mejor. Deberían enseñarnos desde niños a saber criticar este tipo de contenidos, a estar satisfechos con nuestras imperfecciones y a no atribuirlas a algo malo o a una carencia.

También pienso que se debería regular más exhaustivamente el contenido en las redes sociales y medios de comunicación y concienciar a los grandes poderes políticos de la responsabilidad que tienen.

- En este punto, ¿te parece que las enfermeras juegan (o pueden jugar) un papel especial?

Sin duda, nuestra labor es importantísima. Creo que toda enfermera y personal sanitario debería saber detectar con sutileza y eficacia este tipo de trastornos. Desde Pediatría, Atención Primaria… ¡cuánto bien se puede llegar a hacer!

Es importantísimo saber derivar a tiempo, si es necesario, a Psiquiatría. Dejar a un lado todo miedo o prejuicio y centrarnos en nuestra labor; cuidar y velar por nuestros pacientes.

Nunca antes me había planteado estudiar esta carrera. Fue a raíz de los ingresos cuando pude
ver en qué consiste la labor de una enfermera. Me resultó impresionante.

También es de vital importancia el trabajo en equipo con el resto de especialidades relacionadas, ya sea Nutrición, Endocrinología, Ginecología… La comunicación, la escucha activa y un buen plan de cuidados son la base para un tratamiento efectivo.

Nosotras, las enfermeras, somos el hilo conductor del tratamiento. Necesitamos de los médicos y ellos de nosotras. Nuestro trabajo es sinérgico. De ahí la importancia de saber hasta dónde puedo abarcar, cuáles son mis competencias como enfermera y, lo más importante de todo, el bienestar de nuestro paciente.

- ¿Influyó de algún modo tu enfermedad con tu decisión de estudiar Enfermería?

Por supuesto. Nunca antes me había planteado estudiar esta carrera. Fue a raíz de los ingresos cuando pude ver en qué consiste la labor de una enfermera. Me resultó impresionante.

Nunca había pensado cómo se podía llegar a encajar tanto en una profesión donde cada día estás en contacto con el sufrimiento, con el lado más humano de las personas. No tiene precio. Poder ser luz y apoyo para ellos en los momentos más vulnerables, sin duda, es la mayor recompensa.

Hay jornadas de prácticas duras: te sientes inútil, acabas agotada, tus pacientes no mejoran, o sí, o están solos; o preferirían estarlo… Es duro, pero tremendamente satisfactorio cuando sabes que por mínimo que sea, puedes aportarles algo.

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