Lección inaugural de Eugenio Simón Acosta sobre la Nueva ley de Impuesto del Patrimonio
Titulada "Justicia tributaria en la imposición patrimonial"
La justicia tributaria
El fenómeno tributario es estudiado por varias ramas del saber y los juristas nos ocupamos principalmente de dos aspectos: la justicia en el reparto de las cargas públicas y los procedimientos para crear, regular y aplicar los tributos. Hay otros enfoques (políticos, económicos, sociológicos, psicológicos…) y las conclusiones de unos y otros pueden ser contradictorias. Corresponde al legislador adoptar decisiones prudentes teniendo en cuenta todos ellos.Mi enfoque va a ser netamente jurídico y he optado por hablar de la justicia tributaria en la imposición patrimonial por dos razones: de un lado, la poca atención que la ciencia jurídica ha dedicado al tema; y, de otro, por el atractivo que puede tener para un público multicolor, como el que hoy me honra con su presencia.
Sé que corro un grave riesgo, porque los hay que piensan que en temas de justicia los juristas somos demasiado retóricos, capaces de sostener una opinión y su contraria: ya saben ustedes…, si la luna tiene pico de aguilucho o llueve poco o llueve mucho… o no llueve nada si la noche está despejada.
El tema es de rabiosa actualidad, pero no lo he elegido con criterio oportunista. Cuando se me invitó a pronunciar esta lección apenas se hablaba de este asunto, del que ya me ocupé en un trabajo publicado en 2005. Las ideas que trataré de desgranar en estos minutos merecen un desarrollo mayor que el permitido por el tiempo disponible, razón por la cual les remito al texto escrito de la lección, si alguno de Vds. desea profundizar en los argumentos.
Muchas constituciones –también la nuestra- proclaman solemnemente que la contribución se efectuará según la capacidad contributiva o capacidad económica del contribuyente. Así lo expresaba la sencilla sabiduría de SANCHO PANZA: «Dos linajes solos hay en el mundo, que son el tener y el no tener». Esta es la medida de la igualdad en la contribución. Personas o situaciones con la misma capacidad económica deben ser gravadas igual y quien tiene más capacidad debe pagar más.
Algunos critican esta norma que castiga a los laboriosos frente a los vagos, pero no hay otro criterio mejor, pues sería inútil hacer contribuir a quien no tiene y los laboriosos también deben su bienestar a sus conciudadanos. El hombre más rico del mundo sería un miserable viviendo aislado en el desierto del Sahara.
La justificación de este principio es tan sólida como la que tenía la lex Rhodia de iactu del Derecho romano. Si hay que tirar parte del género para salvar la nave del naufragio, la pérdida no debe soportarla el propietario de la mercancía sacrificada sino que debe repartirse entre todos los que tienen interés en salvar el cargamento.
En los últimos años, la justicia tributaria ha sucumbido al pragmatismo de los objetivos de política económica o social. En 2008 hemos asistido a la desaparición del Impuesto sobre el Patrimonio, que, sin ser derogado, se ha convertido en un impuesto fantasma con su gravamen del cero por ciento. Hoy el fantasma parece que quiere levantarse en su tumba, pero ni la decisión política de suprimirlo ni la de hacerlo revivir han estado precedidas de una reflexión serena sobre el papel que desempeña en el sistema tributario. Nunca ha existido en España un debate riguroso sobre la estructura del conjunto de la imposición patrimonial, a diferencia de lo ocurrido con la imposición sobre la renta y sobre el consumo.
Nuestro sistema impositivo cuenta con tres impuestos que recaen sobre el patrimonio, y de ellos quiero hablarles hoy: el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales, el Impuesto sobre Sucesiones y el Impuesto sobre el Patrimonio.
1. El Impuesto sobre Transmisiones
Empecemos por el Impuesto sobre Transmisiones que, resumidamente, es un impuesto sobre el patrimonio que se exige cuando se transmiten por precio los bienes gravados. Su origen está en la Edad Media. En la sociedad feudal, el vasallo no podía enajenar cosa alguna sin consentimiento de su señor, que no dejaba de llevarse un tanto por concederle la licencia.
La titularidad de bienes y derechos es una manifestación de capacidad económica susceptible de ser gravada. Sin embargo, transmitir o no transmitir los bienes es inocuo desde la perspectiva de la capacidad de pago. La riqueza gravable reside en la titularidad de los bienes y no en su transmisión.
La carga tributaria que soportan las personas que transmiten o adquieren bienes a título oneroso no tiene justificación sólida, porque la capacidad gravable es la propiedad de los bienes. No se puede entender que se grave sólo a quien transmite, en lugar de gravar a todos los que tienen. La transmisión onerosa inter vivos no enriquece ni empobrece al que la realiza, pues consiste simplemente en un cambio en la composición del patrimonio. No hay, a mi entender, nada que confiera más capacidad de contribuir a quien transmite un inmueble, que a quien posee un elevado patrimonio y lo conserva inalterado.
Además, el Impuesto sobre Transmisiones no grava el patrimonio neto sino la titularidad de bienes concretos. Es gravemente injusto exigir impuestos a personas que adquieren bienes y no tienen patrimonio neto. No se puede explicar racionalmente que deba pagar más impuestos un poseedor de la nada (por ejemplo, un joven que por primera vez accede a la propiedad de una vivienda usada y la financia con un préstamo hipotecario) que quien posee un importante patrimonio libre de deudas y no necesita realizar ninguna adquisición.
Sorprende que, ante impuesto tan arbitrario, no se haya producido una reacción ciudadana. Injusticias como ésta explican esa insatisfacción difusa de quienes, de buena fe y sin intereses espurios, se suman a la masa de "indignados" que otros manipulan en beneficio propio. La insensibilidad de los contribuyentes sólo se puede entender desde la teoría de la ilusión financiera. Amilcare PUVIANI explicó la tolerancia a este impuesto por la utilidad subjetiva suplementaria que se añade a la utilidad objetiva de los bienes en el momento en que se produce su adquisición. Por lo general, las compras vienen acompañadas «de la alegría de haber hecho un buen negocio, que a menudo se exterioriza en banquetes y francachelas entre contratantes e intermediarios».
A ello se añade la sensación de disfrute de un servicio público en el momento de la transmisión (la protección jurídica del adquirente). Esto confiere al impuesto un falso ropaje de contraprestación por el servicio recibido. Es significativo observar cómo las Comunidades Autónomas, que han sido reacias a aumentar la presión fiscal, no han tenido reparos en elevar el tipo de gravamen de las transmisiones de inmuebles. He aquí una prueba de la subversión de la justicia a que conduce la manipulación de las ilusiones financieras.
Se trata, sin duda, de una hábil manipulación. Desde luego mejor que la de aquella campaña publicitaria que decía: "pague sus impuestos con una sonrisa". Resultó que algunos fueron a pagar y volvieron indignados porque además de sonrisas les pidieron dinero.
El principio de capacidad económica es un concepto dinámico, que evoluciona con el paso de los años. Hasta el desarrollo de la informática, la Administración no disponía de medios para gestionar un impuesto anual sobre el patrimonio neto. Sólo se gravaban los bienes cuando se transmitían, porque en ese momento son fáciles de identificar y de valorar.
Hoy existen esos medios y el Impuesto sobre Transmisiones merece la tacha de gravamen discriminatorio y contrario al principio de capacidad económica y de igualdad. Quien transmite bienes no tiene capacidad contributiva por transmitirlos, sino por poseerlos, y la frecuencia de las transmisiones no justifica la sobreimposición de los bienes transmitidos. En definitiva, hay que eliminar el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales.
2. El Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones
Hablemos, en segundo lugar, del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, un impuesto que el liberalismo conservó por su semejanza con el Impuesto sobre Transmisiones. Decía don Ramón de SANTILLÁN que «si razón hay para sujetar á un impuesto á los adquirentes de la propiedad inmueble por título oneroso, mucho mayor es la que existe para exigirlo de los que la adquieren por títulos gratuitos, que las convenciones sociales conceden y protegen».
Las adquisiciones lucrativas (las herencias y donaciones) producen un enriquecimiento similar al de la renta, pero la legislación española nunca gravó ese aumento de riqueza en el IRPF porque las herencias se producen, generalmente, en el seno de la familia, donde existe una comunidad de bienes, adquiridos o conservados con el concurso de todos sus miembros. Desde esta perspectiva, las herencias y donaciones intrafamiliares no producen un verdadero enriquecimiento, sino un simple cambio formal en la titularidad de los bienes.
En la generalidad de los casos, la muerte del padre o de la madre no representa para los hijos una mejora significativa de su nivel de vida. Incluso, cuando los hijos son menores de edad, la muerte de sus progenitores provoca justamente lo contrario y, al dolor por el fallecimiento de un ser querido, se añade el empobrecimiento de la familia que pierde la renta y las prestaciones no monetarias que aportaba el difunto. Sin embargo, el dolor provocado por la muerte reduce la percepción psicológica del daño causado por el impuesto. Una vez más, la ilusión financiera traiciona al contribuyente.
Así pues, hay que distinguir entre herencias y donaciones dentro de la familia nuclear (ascendientes, descendientes y cónyuges) y las que se reciben de parientes lejanos o extraños. En este segundo caso es razonable gravar la herencia como si fuera renta, del mismo modo que se gravan los premios obtenidos en los juegos de azar.
También es defendible un impuesto sobre las grandes herencias, como gravamen complementario del impuesto sobre el patrimonio neto, con una función esencialmente redistributiva. Así se establecería una diferenciación justa entre el patrimonio heredado y el acumulado por el ahorro del propietario.
La materia gravada por impuesto sobre las herencias intrafamiliares no es la renta, sino es el patrimonio, y merece las mismas críticas que hemos dirigido al Impuesto sobre Transmisiones, dado que la transmisión hereditaria no expresa, por sí misma, capacidad contributiva. La herencia es, simplemente, el momento en que la ley decide gravar el patrimonio. De nuevo hay que preguntarse si es justo gravar el patrimonio cuando lo heredan los hijos. A mi juicio no lo es, salvo la excepción indicada. Con los medios e instrumentos que hoy tiene la Administración, resulta de todo punto evidente que el patrimonio puede ser gravado por el mero hecho de ser poseído, pero no por el hecho de ser transmitido.
Por todo ello y por otras razones que el tiempo no permite desarrollar, el Impuesto sobre herencias y donaciones intrafamiliares también debe ser suprimido Es aceptable, en cambio, un impuesto sobre las sucesiones de grandes fortunas, y, por otra parte, las herencias entre extraños deben gravarse en el Impuesto sobre la Renta.
3. El Impuesto sobre el Patrimonio
En tercer y último lugar, me referiré al Impuesto sobre el Patrimonio Neto, que, en los últimos años, ha ido paulatinamente desapareciendo en la mayoría de los países que en que antes existía.
Asumiendo el riesgo de ir contra corriente, me atrevo a afirmar que un sistema tributario justo debe incluir un impuesto moderado sobre el patrimonio que sustituya al Impuesto sobre Transmisiones y al impuesto sobre herencias intrafamiliares.
No desprecio las razones que han hecho desaparecer la imposición del patrimonio, pero tales razones no apuntan a la línea de flotación del impuesto, sino que se dirigen contra determinadas formas de configurarlo.
Nuestro impuesto sobre el patrimonio adolece, desde sus orígenes, de gravísimos defectos, a causa de la disparidad del trato que dispensa a los bienes. Los bienes más importantes (los inmuebles y los instrumentos financieros) no se valoran con un patrón unitario y se crean desigualdades injustas.
No menos criticable es la elevada cuantía de sus tipos de gravamen. El tipo marginal de la tarifa estatal llega hasta el 2,5%. Si los bienes estuviesen correctamente valorados, el impuesto sobre el patrimonio no se podría pagar con el rendimiento producido por ellos.
Tiene, además, otras deficiencias mucho más graves, provocadas por la estrambótica regulación de la exención de las llamadas empresas familiares, que ha permitido a las grandes fortunas esquivar el impuesto. La empresa familiar más característica es la empresa individual en la que los propietarios trabajan. Son, generalmente, empresas pequeñas, que se declaran exentas porque se identifican con los medios de trabajo. Pero las pequeñas empresas también se organizan como sociedades, y se ha adoptado un concepto de empresa familiar que incluye a las sociedades familiares que realizan actividades empresariales.
El tiempo me impide explicar cómo se ha expandido el concepto de empresa familiar. Lo que comenzó como exención de los útiles de trabajo del pequeño empresario, se ha convertido en una vía de elusión del impuesto mediante la creación de sociedades holding que gestionan las participaciones en otras sociedades, pequeñas, medianas, grandes y hasta multinacionales. Quienes pagan el Impuesto sobre el Patrimonio, siendo dueños de empresas o de acciones de sociedades, es porque no están bien asesorados.
Por ello, el Impuesto español sobre el Patrimonio tenía sus días contados. Los argumentos que la doctrina científica esgrime contra este impuesto se resumen en cinco puntos:
1. No cuenta con parangón en la mayoría de los países de la OCDE.
2. Grava la renta ahorrada, que tributa de nuevo cuando los bienes salen del patrimonio.
3. Los criterios de valoración son incoherentes entre sí y generan diferencias de trato de dudosa constitucionalidad.
4. El impuesto puede ser confiscatorio.
5. Desincentiva el ahorro y repercute negativamente en la formación de capital y en la inversión.
Estos argumentos, que yo comparto, no son aplicables a cualquier tipo de impuesto sobre el patrimonio. Los criterios heterogéneos de valoración, la inseguridad jurídica y los excesivos tipos de gravamen, no deflactados desde el año 2000, son defectos propios de nuestra legislación que, a pesar de todo y lamentablemente, parece que renace de sus cenizas.
Los demás argumentos deben ser matizados.
Es cierto que los bienes vuelven a tributar en el Impuesto sobre Transmisiones o en el de Sucesiones cuando salen del patrimonio, pero ya sabemos que los que sobran son estos dos últimos.
En contra de de la opinión de GARCÍA NOVOA, afirmo que el Impuesto sobre el Patrimonio, impulsa la productividad o, dicho de otra forma, desincentiva la colocación del ahorro en inversiones estériles. La mera existencia del impuesto induce a invertir eficientemente el ahorro. Es verdad que puede ser confiscatorio para los patrimonios improductivos, pero lo ampara la función social de la propiedad.
También es cierto que el impuesto desincentiva el ahorro, pero esta crítica es inseparable del propio concepto de impuesto. Los impuestos, por definición, recaen sobre hechos y conductas lícitas y económicamente eficientes. La multa –se dice- es un impuesto por hacer algo mal y el impuesto es una multa por hacer algo bien.
Como dije al principio, justicia y eficiencia a veces se contradicen. Hay que armonizar los objetivos de política económica, las necesidades recaudatorias y la justicia en el reparto de las cargas públicas A veces se contradicen, y la virtud reside en encontrar el justo equilibrio.
4. ¿Debe existir un Impuesto sobre el Patrimonio?
Así pues, la respuesta a si debe existir no o un impuesto sobre el patrimonio depende del impuesto de patrimonio del que estemos hablando.
Contribuir según la capacidad económica es un imperativo constitucional. Por encima de argumentos sociológicos, políticos o económicos, lo esencial es si la titularidad de patrimonio neto es un signo indicativo de capacidad económica. La respuesta afirmativa no me ofrece ninguna duda. Entre dos personas con la misma renta, si una tiene patrimonio y la otra no tiene nada, es evidente que la primera tiene más capacidad para contribuir. La discriminación entre ambas sólo es posible si existe el impuesto sobre el patrimonio neto.
Es, además, un impuesto permite gravar las rentas no monetarias a las que no llega el Impuesto sobre la Renta.
Ahora bien, no todo impuesto sobre el patrimonio es aceptable.
El impuesto debe ser moderado para que se pueda pagar con la renta que el patrimonio puede generar. Si el impuesto fuese igual o superior a la renta potencial de los bienes después de pagar el IRPF, los bienes tendrían renta nula y, por tanto, valor cero. El impuesto se podría tildar de confiscatorio.
La valoración de los bienes requiere mayor reflexión. Creo que la declaración del impuesto debe proporcionar información sobre las variaciones patrimoniales habidas a lo largo del año y esto exige que se conserve el valor histórico o valor de adquisición de los bienes. Podría adoptarse como base imponible, con ciertos matices, el valor de adquisición de los bienes y gravar separadamente las oscilaciones de valor.
Habría de tenerse en cuenta, además, que las plusvalías latentes incorporan una carga que disminuye el valor definitivamente apropiable por el titular de los bienes. Me refiero al IRPF. Salvo excepciones, el contribuyente sólo se apropiará del 80% de las plusvalías latentes en su patrimonio. Por ello, la base imponible constituida por oscilaciones de valor debería gozar de una reducción aproximada del 20% de su importe.
Es mayor la dificultad de actualizar valores de bienes no cotizados en mercados transparentes (inmuebles, participaciones sociales no admitidas a cotización y otros), pero pueden arbitrarse algunas soluciones. Cabría, por ejemplo, aprobar coeficientes de actualización, del mismo modo que existen coeficientes de deflactación de plusvalías en el IRPF o en el IS. 5.
Otras consideraciones técnicas exceden de las posibilidades que me otorga el tiempo disponible. Me remito, de nuevo, al texto escrito de la lección, donde se encontrarán también las fuentes bibliográficas y jurisprudenciales en que se sustenta.
He dicho.
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