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Patrimonio e identidad (95). La fiesta del Corpus Christi en la catedral de Pamplona El gozo de celebrar y el placer de sentir

16/06/2025

Published in

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Las civilizaciones expresan su simpar cultura mediante formas artísticas, los pueblos transforman, a través de la belleza, lo sencillo en solemne, y lo cotidiano evoluciona hasta llegar a rito, depurado por el tiempo y la sensibilidad colectiva. Algunos acontecimientos de la vida social, religiosa y política, se han celebrado de forma singular con grandes festejos, rompiendo la rutina de la vida cotidiana, con la confluencia de ideología, arte, gozo, placer, creencias y sentimientos. Toda estructura de esas fiestas especiales ha tenido en común lo solemne (el rito), lo artístico (la belleza), y lo extraordinario (lo infrecuente).

Los pueblos y ciudades navarras celebraron la fiesta del Corpus Christi por todo lo alto, con comedias, músicas extraordinarias, siestas en los grandes templos y, por supuesto, procesiones en las que participaban cofradías y gremios. Los procesos judiciales están repletos de denuncias por llevar las varas del palio, precedencias y preferencias de banderas, así como por los lugares de las andas de bustos relicarios y tallas de santos, e incluso de gastos para solemnizar la fiesta, por parte de los ayuntamientos, desde comedias a toros.

La fiesta del Corpus figura entre las principales, por debajo de las Excelentísimas (las tres Pascuas y la Asunción). Así la encontramos en el Breviario de 1332, de la época del obispo Barbazán, considerado como la guía litúrgica más antigua de la diócesis y de la catedral de Pamplona. Junto al Corpus compartían aquella categoría la Epifanía, la Ascensión, la Santísima Trinidad, san Juan Bautista, la Purificación, la Anunciación, la dedicación de la catedral, los santos Pedro y Pablo, la Corona de Cristo, Santiago, san Agustín, la Natividad de la Virgen, san Miguel, san Fermín, Todos los Santos y san Martín. Al respecto de la clasificación de las fiestas, hay que recordar que desde el siglo XIII se distinguían tres tipos, según la solemnidad: simples, semidobles y dobles, todas reguladas por la recitación del Oficio Divino del Breviario.

La actual procesión pamplonesa poco tiene que ver con la de siglos pasados. La liturgia es dinámica. Aunque posee una parte inmutable, hay algunas normas y ritos sujetos a cambios. El despojo de numerosos elementos populares por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas, no siempre fue bien asimilado por el pueblo. Otros cambios llegaron con el desarrollo de los Congresos Eucarísticos desde 1881 y, sobre todo del Concilio Vaticano II. En general, ha mutado el carácter triunfal del desfile por otros contenidos, más acordes con la adoración y acción de gracias hacia el misterio Eucarístico.

Desde estas líneas, nos acercaremos a una parcela de nuestra historia, tratando de suscitar en quien las lea la curiosidad y el interés por cuestiones de un pasado común, que pueden hacer comprender mejor nuestro rico patrimonio cultural, tanto el material, como el inmaterial.

La fiesta en Pamplona desde sus inicios hasta 1600

El pueblo cristiano y, de forma particular toda España, ha venido celebrando, como una de esas grandes solemnidades anuales, el día del Corpus Christi. Su fiesta fue instituida por Urbano IV en 1264 y entró en vigor gracias al Concilio de Viena (1311-1312) y, poco después, por las disposiciones de Juan XXII. La catedral de Pamplona se distinguió, en siglos pasados, por un rico ceremonial en torno a la solemnidad, y otra constante, antes y ahora, que no es sino su vertiente hacia la caridad, actualmente con el Día de la Caridad. En los siglos pasados esta última orientación la llevó a cabo una cofradía de función asistencial, instaurada bajo la advocación del Corpus Christi, por el obispo don Arnalt de Barbazán en 1317 y que todavía funciona en la basílica de San Martín.

No cabe duda que en su temprana introducción en la catedral pamplonesa, como en las de Calahorra o León, jugó un papel importantísimo el Camino de Santiago, a diferencia de otros territorios peninsulares, como los de la Corona de Aragón, en donde fue determinante la Corte Papal de Aviñon.

Entre los hitos de la fiesta, no podemos dejar de mencionar algunas fechas y a ciertos obispos que, junto al cabildo, impulsaron su celebración. En 1388 el cardenal don Martín de Zalba, antes de partir para Francia publicó, con el consentimiento del cabildo una “Nueva Regla del Corpus Christi”, en marzo de 1388, por la que no introducía la fiesta que ya se celebraba desde 1320, sino que venía a reglamentar su fiesta y Octava, si coincidían con otras festividades del año litúrgico.

El siglo XVI sería decisivo en la configuración de todos los festejos del día del Corpus Christi, en la seo. No sabemos quién costeó la custodia de mediados del siglo, aunque conocemos al canónigo que mandó dorarla en 1579, don León de Goñi, sobrino del famoso humanista don Remiro de Goñi, gran benefactor del Hospital de la ciudad. Por aquellos años de la segunda mitad del quinientos, la cofradía fundada siglos atrás por el obispo Barbazán invertía parte de sus fondos en la solemnización del desfile procesional. La procesión de la catedral pasó a ser única en la ciudad por disposición del obispo don Bernardo de Rojas y Sandoval, en la última década de la misma centuria.

Desde 1584 animaba el cortejo la sierpe o tarasca –representación del mal y los vicios, ahuyentados por el Rey de Reyes-, realizada a costa del Ayuntamiento y a iniciativa de Miguel Aguirre, vecino de Estella. No podemos dejar de mencionar a quien corrió a cargo de los gastos de su fábrica y reparos, nada menos que don Basilio de Labrit, nieto por línea bastarda del último rey legítimo de Navarra. Los gigantes -representantes de los grandes de la tierra que alaban a la Eucaristía-, primero los del Regimiento y luego los del Cabildo, se sumarían al cortejo.

No había finalizado la centuria del Renacimiento cuando el obispo don Antonio Zapata, costeó el templete argénteo, conocido por entonces como las andas de plata, obra del distinguido platero Velázquez de Medrano, con un diseño escurialense, haciendo pendant en estilo con el retablo mayor catedralicio, hoy en la parroquia de San Miguel, realizado bajo el patrocinio del mismo mecenas y con la traza del citado platero, que se llegó a titular “arquitecto de la plata”, emulando al sevillano Juan de Arfe, autor de un tratado artístico muy difundido. El palio era sacado hasta la puerta de San José por los canónigos y dignidades, y allí mismo era tomado por los regidores en traje de golilla, haciéndose cargo de las varas según el orden estipulado en 1423 en el Privilegio de la Unión. Tenemos noticias de dos palios, el primero realizado en 1598 y otro en 1849, a costa del Ayuntamiento de la ciudad. Este último fue bordado por las Agustinas Recoletas de la capital navarra.

Apoteosis en los siglos del Barroco

Bajo el pontificado de don Antonio Venegas y Figueroa (1606-1610), las fiestas del Corpus, alcanzaron un esplendor sin precedentes, en plena fiebre postridentina, convirtiéndose en acontecimientos triunfales. Conocemos pormenorizadamente todos los festejos de los años 1609 y 1610, destacando los concursos de poesía y emblemas, las vísperas cantadas y una representación ante el cabildo y el obispo, por parte de los muchachos o infantes de coro, de un auto sacramental “que aunque breve fue misterioso. Salieron en traje pastoril y se ocuparon un rato en alabanzas de su mayoral, y muchos en bailar y danzar al estilo del Reino. Los pastores eran ocho, vestidos rica y vistosamente con muchos matices de diferentes colores…”.

El ceremonial litúrgico de la fiesta del Corpus lo conocemos con precisión desde comienzos del siglo XVII. Las vísperas revestían una gran solemnidad de música y aparato y aquella misma tarde, mientras una danza valenciana, interpretada por los de Aoiz, recorría las calles, en la catedral sacaban a los gigantes y a la giganta, propiedad del cabildo, hasta que en 1780, se suprimieron por Real Cédula de Carlos III, en que se prohibían las danzas y gigantones por poco convenientes a la “dignidad y decoro” del culto divino, pasando por alto su significación y el gusto de las gentes.

El recorrido tradicional iba por las calles Navarrería, Mayor, Taconera, San Antón, Plaza del Castillo y Curia. El orden del desfile se fue configurando, yendo los gremios a la cabeza, las cruces parroquiales, las órdenes religiosas, la clerecía y el cabildo, seguidos por el palio, el preste, el obispo si acudía, el Ayuntamiento y el Real Consejo. A lo largo de aquella carrera procesional, el Santísimo se detenía en tres ocasiones, en otros tantos altares, el primero junto a San Cernin, el segundo en la fachada del antiguo palacio del obispo –palacio del Condestable- y el tercero en San Lorenzo.

La procesión pasó en los siglos del Barroco a tener un enorme contenido triunfante, más que de purificación o adoración, que serán propios de otros momentos de la historia. Se trataba de recrear la frase evangélica de San Juan (XVI,33) “Ego vici mundum”. Triunfo sobre el mal, representado en la tarasca, las gigantillas y los cabezudos, sobre los grandes de la tierra que acudían a rendirle pleitesía –los gigantes- y sobre la ciudad, con acompañamientos de música, volteo de campanas, al sonido de cientos de arcabuces y con una especial rendición de banderas, que se extendían bajo el paso de los sacerdotes que portaban las andas con el templete.

Fiesta para los sentidos y un vocabulario singular

Resulta evidente que la procesión, las vísperas cantadas con baile de los gigantes en el interior del templo, la música dentro y fuera de la catedral, los aromas de incienso y semillas aromáticas, el espectáculo de ricos altares en las calles, colgaduras, tapices y reposteros, constituían un auténtico deleite y espectáculo para los sentidos, mucho más vulnerables que el intelecto, cautivando a quienes contemplaban aquellas fiestas. A todo ello se sumaba el estreno de villancicos dedicados al Santísimo Sacramento. Sabemos que el maestro de capilla estaba obligado a componer diversos villancicos al cabo del año, destinados a otras tantas festividades. En un anuncio impreso para proveer el magisterio de capilla de 1780, se especifican entre las obligaciones del futuro maestro la composición de treinta y seis villancicos, distribuidos del siguiente modo: diecisiete para el Corpus, siete para la Asunción, otros siete para la calenda y maitines de la Navidad, tres para Pascua de Resurrección, uno para San Francisco Javier, otro para la Inmaculada Concepción y otro para la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús. Respecto a las letras de todos aquellos villancicos había determinado el cabildo, en 1730, vigilar sus contenidos para evitar que “hubiese alguna cosa no correspondiente a la gravedad de los Divinos Oficios”.

En el mismo sentido triunfal hay que interpretar las descripciones del interior catedralicio como “imagen o retrato del cielo”, del coro como “jaula voluntaria de pájaros racionales que provocan la alegría y la devoción y celestial paraíso” y de la interpretación de los cantores semejante a la de los “ángeles en el concierto, armonía y compostura”.

Los sonidos de la fiesta estaban indisolublemente unidos a la liturgia y al ceremonial. La música cumplía un papel de auténtica “banda sonora”, con la que se subrayaban momentos cargados de símbolos, rituales que hablaban con sus gestos, así como las acciones sin palabras de quien oficiaba.

Respecto a la música en el recorrido procesional, encontramos variantes acordes con los tiempos. En la primera mitad del siglo XVII, en pleno periodo de la Triunfante Contrarreforma, se apostaba por cuanta más música mejor, incluyéndose a los ministriles. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII, paralelamente a ciertas reformas ilustradas, algunas de marcado carácter jansenizante, se limitó el acompañamiento musical a los tres villancicos de los altares y a los cantos de los clérigos, y unos tambores junto a unos “pitos” o pífanos, interpretando la Marcha de Granaderos, hoy conocida como Marcha Real.

No deja de ser significativo la repetición en las fuentes documentales que hemos manejado en el Archivo Catedralicio, de ciertas expresiones, hoy en desuso, para referirse a alguno de los actos de la festividad. Así se habla en referencia al Santísimo Sacramento, como “nuestro Amo” en los documentos que tratan de la Reserva Eucarística. La bendición con la Custodia al pueblo, dentro y fuera del templo se describe como “santiguar al pueblo” y las estaciones por los altares de las calles se denominan como “mansiones”.