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Los anillos romanos del Pirineo y la huella global de Roma entre los Vascones

15/06/2025

Published in

Diario de Navarra

Javier Andreu Pintado |

Catedrático de Historia Antigua y director del Diploma de Arqueología de la Universidad de Navarra

Hace algunas semanas, la Arqueología navarra volvía a sobresaltarse. La Sociedad de Ciencias Aranzadi daba a conocer el hallazgo en Saint-Jean-le-Vieux (Francia) de un anillo de oro con entalle prácticamente idéntico a otro recuperado en 2018 a este lado del Pirineo, en Zaldua, no lejos del lugar donde Mercedes Unzu y María Jesús Peréx, en los años ochenta, documentaron la estación viaria de Iturissa.

Adquirir joyas que, desde la India, se distribuían a través de los mercados más orientales del Mediterráneo y exhibirlas era sinónimo de distinción en época romana. Hasta las mujeres de Roma, en el año 195 a. C., invadieron en protesta el foro de la capital de la República cuando la ley Oppia les prohibió presumir de la riqueza de las familias de las que hacían cabeza restringiendo el número de joyas que podían portar. Séneca, de hecho, llegó a afirmar que algunas mujeres romanas llevaban en anillos y pendientes gran parte del patrimonio familiar. Y, naturalmente, eso que sucedía en Roma y que era una manifestación del llamado mundus muliebris, el “universo femenino”, o de lo que las fuentes, en concreto Tertuliano, llaman la pompa muliebris, el “boato femenino”, también sucedía en el territorio vascón. Fundamentalmente porque éste estaba conectado con un puerto fluvial, el de Caesar Augusta, Zaragoza, al que llegaban artículos de lujo -como estas joyas- para el consumo privado y también elementos ornamentales -como mármoles griegos, egipcios o turcos, algunos contados entre los más caros del Imperio- que fueron empleados en los intensos procesos de monumentalización que, entre Augusto y Trajano, vivieron ciudades como Pompelo, Santa Criz de Eslava, Cara, Andelo o Los Bañales de Uncastillo. Todos ellos enclaves en los que, en mayor o menor medida, han aparecido artículos de joyería romana que pueden verse en los museos y exposiciones con los que cuentan estos lugares.

Como demuestran los dos anillos descubiertos y dados a conocer por Aranzadi, esa circulación de productos, esa primera gran globalización de Occidente -la segunda de la Antigüedad tras la que desarrolló Alejandro de Macedonia siglos atrás hacia Oriente- descansó también sobre la movilidad de las personas que hicieron circular estos materiales y que, con su demanda, contribuyeron a ponerlos de moda. Las inscripciones, como bien sabemos en Navarra fuente esencial para el estudio de la Antigüedad, ponen incluso nombre a algunos de sus protagonistas. Si ya en el 89 a. C. jinetes de ciudades vasconas, con seguridad Segienses, de Ejea de los Caballeros, se embarcaron en la antecesora de Caesar Augusta, llamada entonces Salduie, para viajar al entorno de los Abruzzos itálicos para auxiliar a Roma en la sublevación de sus aliados, consta que, ya en época imperial, un Cascantinus, de Cascante, recaló en Augusta Emerita, Mérida, la más occidental capital provincial de todo el Imperio. También se sabe que un Curnoniensis, de Los Arcos, acabó sus días en Burdigala, la actual Burdeos, importante ciudad de Aquitania, y que distinguidos miembros de la elite local de Cara —como Postumia Nepotiana— o de Pompelo —como Cayo Cornelio Valente— viajaron a Tarraco, Tarragona, para desempeñar importantes cargos en la administración provincial. Este último, incluso, se dirigió a Sirmio, en la actual Serbia, para, pagando él mismo las dietas de su viaje, entrevistarse con Marco Aurelio por un asunto de interés para la provincia Tarraconense, a la que servía.

Según Tácito, hubo también vascones en las cohortes de infantería reclutadas por Galba, y que, como ha novelado recientemente Iñaki Zugarrondo, jugaron un papel importante en las batallas del año de los cuatro emperadores, el 68-69 d. C. Miembros de esas cohortes de vascones sirvieron más tarde a Roma en Pannonia, la actual Hungría; Britannia, Reino Unido; o Mauretania, Marruecos. La movilidad individual generó, por tanto, contactos comerciales sin prácticamente fronteras, con Aquitania y con todos los rincones del mare nostrum y, con ellos, también, intercambio de modas que forjaron un estilo de vida compartido, común, global. Este vuelve a manifestarse, con destellos de oro en este caso, en el feliz descubrimiento en Saint-Jean-le-Vieux que, en virtud de esa globalización, tiene su gemelo en Zaldua.