03/11/2025
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Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, una serie sobre artistas navarros
Ricardo Fernández Gracia |
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro Universidad de Navarra
La personalidad de Silvestre Soria resulta muy atractiva por distintos motivos. Por un lado, pertenece a un selecto grupo de personajes nacidos en Sesma en el siglo XVIII, entre los que destacaron varios artistas. Por otro, su provechoso aprendizaje en el palacio real de Madrid y su vuelta a Navarra posibilitó la llegada de nuevas tendencias de la última fase del Barroco, a una con una obra de exquisita técnica y calidad.
De Sesma a Madrid
Silvestre Soria nació en Sesma en 1715. Sus padres fueron Juan José Soria y Ángela Ganuza. En 1722 quedó huérfano de madre, con siete años. Las razones de su salida para estudiar o perfeccionar su arte en Madrid habrá que buscarlas en la importante colonia de naturales de Sesma allí avecindados. Sea como fuere, lo cierto es que su instrucción no la pudo hacer en mejor lugar que en el nuevo palacio de los Borbones, a las órdenes de Olivieri, en donde lo encontramos como “profesor tallista”, trabajando en escudos, capiteles y jarrones para la balaustrada, entre los numerosos “adornistas” que desarrollaban allí su labor. En el Archivo de Palacio se registran pagos a escultores, que cooperaban en la decoración de aquel gran proyecto; en algunas ocasiones esos mismos artistas formaban compañías, responsabilizándose de una obra, como hicieron el 23 de abril de 1750 con Diego Martínez de Arce, Martín Artola, Miguel Ximénez y Silvestre Soria, que se obligaron a adornar un escudo de la fachada norte. Asimismo, da cuenta de otros motivos decorativos que, a propuesta de Olivieri, realizó en compañía de algunos de los otros maestros citados.
De regreso a Navarra
Su regreso definitivo a Navarra fue en 1759, cuando decidió establecerse en Pamplona, la capital desde donde podría recibir más encargos y elaborar cuantos proyectos se le encargasen. Un dato que nos lleva a esa precisa fecha es que, como si fuese un carpintero más, tuvo que realizar el preceptivo examen en las especialidades de “carpintero y ensamblador”, ante el prior y veedores del gremio de carpinteros de San José de la capital navarra, el día 7 de diciembre de 1759, para poder trabajar con garantías y tener establecimiento abierto. Curiosamente, en el acta de su examen, al igual que el resto de los que aspiraban a obtener título, se le denomina como “mancebo carpintero”, cuando contaba ya con 44 años y poseía una formación bastante superior a los que le sometieron a la prueba para otorgarle el título. Otro dato que nos lleva a pensar en un establecimiento definitivo en estas tierras fue su matrimonio, que había contraído poco antes, en 1756, con María Nieves Miguel, natural de la misma localidad de Sesma. En 1759, Silvestre Soria tomó posesión de diferentes tierras de labor, que adquirió en su localidad natal, con caudales ahorrados en años anteriores, a fin de hacerse con un buen patrimonio.
Silvestre Soria falleció pronto, a los cincuenta y tres años, el 30 de septiembre 1768, en Pamplona, dentro de la demarcación parroquial de San Saturnino. De su enfermedad nos da cuenta el cronista capuchino, señalando que “cayó enfermo de tabardillo el citado devoto Silvestre Soria …, estuvo muy pocos días en cama y para su asistencia y alivio espiritual fue llamado el R. P. Burgui, que le asistió con gusto y puntualidad …, murió con todo el conocimiento, recibidos todos los Sacramentos y con una conformidad y serenidad de ánimo imponderable, de manera que en medio de dejar mujer e hijos, desde que cayó enfermo, siempre se explicó que se hallaba indiferente para vivir o morir, según fuese la voluntad del Altísimo”. El mencionado padre Burgui fue muy famoso y autor de los volúmenes de San Miguel de Excelsis.
Sus restos fueron trasladados para ser enterrados a la parroquia de Sesma de forma inmediata, ya que el 2 de octubre se anotó la partida de su entierro en su villa natal, haciendo constar que por su voluntad testamentaria se hacía así, en sepultura que costó 30 reales, con oficio de 50 reales y otro de 14 reales. Su testamento lo había otorgado, estando enfermo, en la capital navarra, unos días antes de su óbito, concretamente el 27 de septiembre de 1768. En él declara su naturaleza y vecindad, su creencia en los misterios de la religión cristiana y ordena, como solía ser usual, que se pagasen sus deudas y se cobrasen las cantidades que aparecían en los papeles de su contabilidad. Para todo lo referente a su entierro y sepultura, delegó en la voluntad de su mujer, a la que nombró heredera universal de todos sus bienes, tanto en el caso que quedase viuda, como si volvía a casar, para que los gozase y más tarde pasasen a sus hijos, que en aquel momento, eran cuatro: don Manuel José Jacinto, clérigo de prima, Antonio, José Silvestre y Ana María Javiera. Además, incluye en la lista de descendientes al póstumo o póstumos, ya que su mujer se encontraba, en aquellos momentos, embarazada.
Clientela sobresaliente
En el caso del retablo de Goizueta, contratado en 1760, los fondos provenían del indiano don Juan José de Fagoaga, hijo de la localidad, residente en México y benefactor de su localidad natal, como lo prueban algunos envíos de rica plata mejicana.
Para el desaparecido retablo mayor de Elizondo, en 1762, contó con la promoción de un baztanés establecido en la corte de Madrid como tesorero del Infante don Luis Antonio Jaime, don Ambrosio Agustín de Garro, caballero de la Orden de Santiago. En el caso de Lecároz (1762-1767) los mecenas fueron los Jáuregui y Aldecoa del palacio de cabo de armería de Ohárriz. Tres hijos de aquella casa alcanzaron celebridad, uno con la carrera militar, don Agustín, virrey de Perú; don Pedro Fermín canónigo y arcediano de la Cámara de la catedral de Pamplona y el tercero, Francisco Martín, con una exitosa carrera en los negocios. En la promoción artística destacaron los dos últimos. El mencionado canónigo también se hizo cargo de la decoración del gran conjunto de la sacristía rococó de la catedral de Pamplona (1760-1762). Para el cabildo catedralicio también trabajó en la decoración de otras estancias, como la sala capitular, el proyecto del trascoro (c. 1760) o la suntuosa estantería de la biblioteca (1767).
Los delicados retablos de la basílica de San Gregorio Ostiense, contratados en 1767, contaron con la financiación de la cofradía del santo, que pasaba por un buen momento, gracias a las sumas de la peregrinación de la reliquia de la Santa Cabeza, entre 1756 y 1757, recorriendo Aragón, Levante, Andalucía, Extremadura y La Mancha, costeada por la Real Hacienda.
Una producción excepcional como retablista, dibujante y adornista
Los trabajos que realizó fuera del reino, en Vizcaya -Lequeitio, Elorrio y Murélaga-, son una buena muestra de su prestigio profesional en el diseño de los retablos. Además de su principal ocupación en diseñar y ejecutar retablos y motivos decorativos, lo podemos encontrar en algunas tasaciones o declaraciones de obras de arquitectura. Sus dotes para el dibujo, hicieron que algún platero/grabador, como Manuel Beramendi le solicitase algunos dibujos para sus planchas. Los pagos y agradecimientos que recibió junto al pintor Pedro Antonio de Rada del santuario de Aralar, en 1765 y 1766, han de referirse a los dibujos que ambos realizaron para las ilustraciones de la obra del padre Burgui sobre San Miguel de Excelsis. En una de las partidas de pago se especifica que ambos artistas se habían desplazado al pueblo de Goñi para sacar diferentes dibujos. La planta y el alzado del santuario, que aparece en el tomo segundo del padre Burgui, publicado años más tarde, en 1774. Fue dibujada, con precisión, por Silvestre Soria, correspondiendo la labor de buril al mencionado Beramendi. Se trata de una planta de un edificio medieval publicada en un libro.
Ni qué decir tiene que fue el mejor artista avecindado en Pamplona entre 1759 y 1768. Su fama en la capital navarra de la década de los sesenta del siglo XVIII fue enorme, siendo uno de los escasísimos casos en que a un retablista se le dio el tratamiento de “don”, en tanto que su juicio y estima eran suficientes, en aquellos momentos, para que los proyectos más destacados se encargasen a uno u otro artífice.
Los trabajos que realizó fuera del reino, en Vizcaya -Lequeitio, Elorrio y Murélaga-, son una buena muestra de su prestigio profesional en el diseño de los retablos. Los retablos que dejó en Azpilcueta, el santuario de San Gregorio Ostiense, Goizueta, Elizondo o Lecároz, así como los proyectos decorativos de las sacristías de la catedral de Pamplona o Santa María de Viana, nos sitúan ante un excelente adornista, de un gusto exquisito a la hora de manejar el repertorio de rocallas y decoraciones asimétricas, basadas en grabados y en su propia imaginación. De otra parte, sus retablos nos presentan diferentes tipologías, desde el cascarón académico, muy arquitectónico, con columnas clásicas y sin apenas ornato, hasta el más progresivo de San Gregorio Ostiense, en el que la inspiración en modelos centroeuropeos nos habla del manejo de diferentes repertorios de grabados del taller de Augsburgo.
También en arquitectura efímera
Una obra de Silvestre Soria que dejó altísima impresión en la Pamplona de aquellos momentos fue, precisamente, la póstuma en torno a las fiestas de 1768, para celebrar de canonización de Serafín de Montegranario y la beatificación de Bernardo Corleón. La crónica conventual nos dice: “Silvestre de Soria maestro escultor, tallista y arquitecto diestro, ideo y trabajó con sus oficiales y otros carpinteros un altar de nueva idea, y invención nunca vista en Navarra; era todo el de perspectiva a manera de monumento, tenia cinco arcos grandes, que a una con sus pilastras correspondientes ocupaban todo el ámbito de la capilla mayor hasta cerrar el arco de la bóveda. Y en los vacíos y intermedios había otros muchos arcos pequeños, y cartones sueltos, y no había en el altar espejos ni adornos; porque a excepción del arco mayor del frontispicio en los demás arcos y cartones pintaron Pedro Rada y su hermano unas nubes que resaltaban tanto, que cuando se iluminaba el Altar, parecía que se abrasaban y movían aquellas nubes. El arco del frontispicio y sus pilastras estaban pintadas según arte con diversidad de colores; arriba y en los costados del Arcos estaban pintadas las armas de la Religión, mas al centro y a proporción se pintaron dos serafines con el mote Seraphin stabant y en el centro y medio se colocó la figura del sol todo de fusta con sus rayos y ráfagas todo muy bien dorado”.