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“Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, Precursores del Renacimiento y de la Modernidad: La relatividad del conocimiento y la infinitud del universo”

Publicado en

Revista Muy Interesante

María Jesús Soto-Bruna |

Profesora de la Universidad de Navarra

La libertad de la mente en Nicolás de Cusa

Nicolás Chrypffs (o Krebs) (1401-1464) nació en Cusa (Kues), pequeña aldea de Tréveris junto al río Mosela; alemán, pues, de origen, estudió en Italia y llegó a ser obispo de Brixen. Mantuvo una intensa actividad diplomática, religiosa y como hombre de gobierno, junto con una notable aportación a la investigación científica. Se entiende así que entre sus escritos abunden obras de filosofía, derecho, política, matemáticas y astronomía.

El tema principal que recorre las páginas filosóficas del Cusano es el del conocimiento de Dios, al cual alcanzamos siempre –según su expresión– per speculum et in ænigmate. Siendo el Bien, el Uno y el Poder supremo, el humano conocer se acerca a Él por medio de conjeturas, para lo cual ayuda el instrumento de la ciencia matemática; aunque, bajo la influencia sin duda de Juan Eckhart, sostiene que Dios, en última instancia, permanece oculto al humano entender. En este sentido, prima en el Cusano la vía negativa para el conocimiento de lo divino. Además de Meister Eckhart, encontramos antecedentes de su posición en Escoto Eriúgena, Pseudo Dionisio Areopagita, san Agustín, Plotino y el mismo Platón.

La estructura de su sistema es como la de un edificio construido desde arriba. La primera intuición es el Uno-Dios, en el cual se apoya y depende todo lo demás. Insiste en la absoluta trascendencia e incognoscibilidad de Dios y, sin embargo, afirma que la ciencia de Dios precede a cualquier otro conocimiento. La razón es porque Dios es el ejemplar de todas las cosas, y, si se ignora el ejemplar, no puede conocerse la diversidad.

Todo su pensamiento se desenvuelve en función de la contraposición neoplatónica entre dos grandes órdenes de ser. Por una parte, Dios, unidad absoluta, simplicísima, inaccesible a los sentidos y a la razón discursiva, y solamente perceptible por el intellectus. Por otra, el universo sensible, reino de la pluralidad, de los números y lo numerable, y del movimiento. A estos dos grandes órdenes de ser corresponden, respectivamente, dos modos de conocimiento: el entendimiento y la razón.

Su doctrina más célebre es la denominada coincidencia de los opuestos, donde aparece además el tema socrático-platónico de la “docta ignorancia”. Según esa doctrina, Dios es el ser infinito en el que coinciden todas las cosas. Se trata de la idea de unidad armoniosa o síntesis de los opuestos reunidos en el Absoluto de un modo incomprensible, pues Él mismo trasciende todas las diferencias y las oposiciones. La cuestión aludida como es manifiesto, se halla indisolublemente ligada a las ideas neoplatónicas de complicatio y explicatio. Según estas teorías del Cusano, el ser de lo finito es caracterizado mediante la presencia del infinito y del Absoluto en él, a la vez que se resalta la total trascendencia de Dios. Hay que precisar en este punto que los dos términos, inmanencia y trascendencia, son desiguales: ciertamente, lo finito implica la presencia del Infinito en él, pero no está dado de modo necesario con el Infinito. Si no, lo infinito no podría prescindir de lo finito y no podría hablarse de una verdadera trascendencia. En otras palabras, las cosas no pueden ser consideradas sin Dios, pero Él sí puede serlo sin los entes finitos: “Si se consideran las cosas sin Él, no son nada, como el número sin unidad. Si se le considera a Él mismo sin las cosas, Él es y las cosas no son nada”. Esa presencia, sin embargo, no implica nunca una identificación de corte panteísta, sino que la teoría de la expresión que conlleva la complicatio y la explicatio muestra, fundamentalmente, la mutua pertenencia de Dios y el mundo, implicando la dependencia radical de este último.

En la actualidad se ha destacado sobre todo su teoría del conocimiento y de la mente. Según Nicolás de Cusa, el alma intelectiva, cuando escruta dentro de sí, contempla a Dios y a todas las cosas; así lo leemos en La caza de la sabiduría: “Debido a que el conocimiento es asimilación, encuentra todas las cosas en sí mismo como en un espejo viviente dotado de vida intelectual, el cual mirando a sí mismo ve en sí mismo todas las cosas como asimiladas a sí. Y esta asimilación es la imagen viva del creador y de todas las cosas”. A la luz de esta doctrina, vincula el conocimiento de las cosas con el autoconocimiento del alma como imagen de Dios y, en este sentido, supone un nuevo modo de entender el conocimiento.

Al conocer las cosas asimilándolas en sí, el alma se reconoce a sí misma como una imagen viva e intelectual del creador. Ahora bien, puesto que el entendimiento es imagen viva e intelectual de Dios, que no es otro respecto de cosa alguna, por eso le contempla en sí cuando entra en sí mismo y toma conciencia de que es imagen de la misma índole que su arquetipo.

Como “imagen viva”, tiene entonces la capacidad de recrear en sí misma todas las cosas que, a modo de ejemplares, están en el intelecto o Logos divino, y por ello es denominada también medida de las cosas; así lo expresa en El Berilo: “Por eso el hombre encuentra en sí mismo, como en la razón que las mide, todas las cosas creadas”. La idea de medida implica aquí que la mente humana asimila en sí misma todas las cosas para, por participación del poder divino, asimilarlas nocionalmente, lo que es hacerlas inteligibles dentro de sí o dotarlas de significado. Entre el medievo y la modernidad, podemos aseverar que el ser humano mide todas las otras cosas, pero, en definitiva, la unidad de medida no está en él, sino en el Absoluto.

La mente humana es para Nicolás de Cusa imagen de Dios; pero esto no implica existir como una suerte de copia que se limitase a reflejar el mundo. Al ser imagen, es capaz de hacer manifiesto el contenido del Logos divino. Pero es sobre todo imagen viva que imita al Absoluto recreando lo creado, lo cual quiere decir que, al conocer, configura, o recrea una noción de las cosas del mundo, y entonces estas adquieren un significado inteligible para la mente humana.

En realidad, la mente no es una suerte de explicatio de la divinidad (como puede serlo el mundo), sino que, propiamente, es “imagen de la complicación eterna”. En el sentido apuntado, se puede afirmar que uno de los principios que rigen el pensamiento de Nicolás de Cusa es esta idea de la mente como imagen de la divinidad.

En el diálogo sobre la mente explica muy bien que la mente posee una fuerza o potencia, que, aun necesitando el estímulo de los sentidos, por ser imagen de la absoluta complicación, que es la mente infinita, tiene el poder de asimilarse a toda explicación”; esto es lo que implica el ser imagen de la simplicidad infinita que complica todas las cosas. Por ello, dice que nosotros experimentamos, por tanto, que la mente es esa potencia que, aunque carezca de toda forma nocional, sin embargo, puede, estimulada, asimilarse a toda forma y producir nociones de todas las cosas, semejantes en cierto modo a una vista sana que está en la oscuridad y que jamás haya estado en la luz; esa vista está privada de toda noción actual de las cosas visibles, pero cuando adviene a la luz y es estimulada, se asimila a lo visible para tener una noción.

Otro de los grandes temas vigentes de Cusano es la cuestión de la libertad. Para Nicolás de Cusa la consecución cognoscitiva y volitiva de la propia verdad, corresponde a la voluntad libre. Esta libertad no es sino la imagen de la omnipotencia divina: “Y esta fuerza que yo obtengo de ti y en la que poseo la viva imagen de la fuerza de tu omnipotencia, es la voluntad libre” (La visión de Dios). La persona que es consciente de su libertad es a la vez consciente de Dios, porque el ser imagen de Dios no significa sino ser capax dei, capaz de participar de Dios; y es precisamente como imagen viva de Dios que el hombre descubre su libertad.

Seguramente lo anterior se halla mejor representado en una obra escrita hacia la misma época que de La visión de Dios, esto es, El juego de la pelota, donde Nicolás explica bien el viaje del alma hacia su propio centro, que no es otro que lo divino. Subraya ahí cómo el hombre se pone en movimiento con su alma, en cuya naturaleza reside precisamente ser la fuerza del propio movimiento. Se refiere, evidentemente, a un tipo de movimiento puramente intelectual. Enseña entonces cómo el alma se conoce a sí misma en su naturaleza intelectual; y que las funciones del alma intelectiva son: el pensamiento (cogitatio), la consideración (consideratio) y la determinación (determinatio). Tales funciones intelectuales son entendidas como esencialmente relacionadas con la libertad y la creatividad. Por ello, en otras obras, como El Berilo, el hombre es considerado como un segundo Dios, pues es en su actividad libre y creativa donde la persona humana se asemeja y se acerca a Dios.

La libertad no es entonces una fuerza de decisión hacia el sí o hacia el no, cuanto la capacidad de autodeterminación según la propia naturaleza de lo que se es. En la investigación contemporánea, existe una coincidencia en considerar que la libertad para el Cusano no es en primer lugar la libertad de elección, sino que entiende la libertad en la línea de la autorrealización y de la autoconfiguración.

DESPIECE 1 – Actualidad del Cusano

En el modo de filosofar del Cusano se avizora, finalmente, el esquema característico de la modernidad: un filosofar no escolástico, una exaltación del ser humano como microcosmos, el uso de las matemáticas para referirse a las cuestiones metafísicas. Concuerda además con el espíritu del Renacimiento al retomar la filosofía patrística y agustiniana e inspirándose en el neoplatonismo más allá de la mediación árabe que había condicionado a la escolástica medieval. Dentro, por tanto, de sus intereses humanistas, se refleja como un pensador de su tiempo, abriendo en este sentido la vía hacia la modernidad. No obstante, es preciso señalar que su perspectiva religiosa le mantuvo al abrigo de las derivaciones que el humanismo naturalista y secularizado conllevó en otros pensadores, tanto contemporáneos como posteriores. En la filosofía moderna autores como Leibniz, Malebranche, Schelling o Hegel retomarán algunas tesis centrales de la especulación de Nicolás de Cusa, incorporándolas a sus respectivos sistemas desde sus propias interpretaciones.

La filosofía del infinito en Giordano Bruno. Reinterpretación de Aristóteles.

En el libro XII de su Metafísica, Aristóteles había hablado de Dios como de "una sustancia eterna e inmóvil, separada de las cosas sensibles", que "mueve siendo inmóvil" al mundo desde la primera de las "traslaciones", que es la "circular", al modo "como el entendimiento es movido por lo inteligible". Para Giordano Bruno – Filippo Bruno di Nola- esta concepción – esto es, un Dios, primer ser, constituido en alteridad con el mundo, separado de lo que debe ser considerado su obra – es incompatible, desde su misma raíz, con aquello que de un modo preciso ha servido como el punto de partida de su pensamiento. Desde esta perspectiva, el motor inmóvil, ajeno a la vida misma del universo, no constituye, a sus ojos, sino una gran fuente de esterilidad filosófica. Comprendemos entonces sus palabras: "Dios no es una inteligencia exterior, que haga moverse al universo de manera circular; es más digno de Él ser un principio interno de movimiento, es decir, la propia naturaleza, la propia forma, la propia alma que poseen, en tanto que son, todos los seres animados" (De Immenso et Innumerabilibus).

Y es que toda la preocupación filosófica del Nolano está asentada precisamente sobre la convicción de que el Absoluto se ha manifestado plenamente en la naturaleza y que, en consecuencia, la tarea del filosofar reside justamente en desvelar o descubrir -a través del estudio de lo natural- al ser divino, que de tal modo se ha revelado.

La naturaleza se muestra en Bruno como el camino adecuado para el conocimiento humano de la divinidad; y en la medida en que su propuesta conlleva la superación del –a sus ojos – dualismo aristotélico Absoluto-mundo, será ciertamente difícil llevar a cabo una consideración separada del Absoluto, pues no otra cosa sino el mundo es su explicación necesaria. En otras palabras, hablar, en Bruno, del Absoluto requiere precisamente considerar el mundo implicado en Él; así como explayarse acerca del mundo exige una reflexión sobre la divinidad que se halla perfecta y completamente manifestada en su obra. Si a esto se añade el silencio acerca de la trascendencia, se entiende que la reflexión bruniana aboque a una exaltación de la naturaleza, a la cual se la eleva al rango de lo divino.

La consideración del Absoluto desde esa su actividad característica, que es la producción de las cosas, muestra – tanto en el De Immenso et Innumerabilibus, como en el De la Causa, Principio et Uno – que esa producción, no puede ser entendida sino como el desenvolvimiento de la esencia divina. Pues, en efecto, a los ojos de Bruno, el modo de obrar de quien es la máxima perfección exige que lo producido sea advertido como una suerte de réplica de su artífice, ya que de otro modo no podría descubrirse al autor en su obra; la esencia divina debe, entonces, hallarse como desplegada a través de la infinita variedad de las creaturas que pueblan el universo. Y esto de un modo tal que el mundo no aparezca como algo que se opone a la divina potencia, sino, antes bien, como -por así decir- la parte visible de su perfección.

Plantear entonces la cuestión de un Dios más allá del mundo es algo que no compete al filósofo, a quien le incumbe, antes bien, la indagación de Dios en el mundo: pensar sobre Él a través de "estos astros magníficos y cuerpos luminosos, que son otros tantos mundos habitados, grandes vivientes y eminentes divinidades"; los cuales, "como es imposible que posean el ser por sí mismos (...), es necesario que tengan principio y causa y que, en consonancia con la grandeza de su ser, de su vivir y de su acción, manifiesten y proclamen en un espacio infinito, de innumerables modos, la excelencia y la majestad infinitas de su principio y de su causa primeros".

Lo natural es entonces exaltado, elevado al rango de lo divino, y ello hasta un punto tal que el Absoluto ha de quedar "naturalizado", poniendo definitivamente en cuestión su trascedencia con respecto del mundo. No es arriesgado afirmar desde aquí que nos hallamos ante una clara manifestación del principio de autonomía que ha presidido sin duda alguna al pensamiento moderno. Efectivamente, si ese principio dio lugar, por un lado, a los sistemas racionalistas pertenecientes a la vertiente cartesiana, con su doctrina deísta de un universo subsistente en sí mismo que puede ser construido con independencia de su fundamento absoluto; no es menos cierto que, por otro lado, ha derivado en esta consideración de un universo infinito que, por ser tal, ha de hacer asimismo vana la especulación filosófica sobre el Absoluto trascendente: Dios y el mundo son equiparados, en Bruno – iniciador de esta segunda corriente – en ese atributo primordial, que es ahora la infinitud. Desde esta última afirmación, el Absoluto no aparece como lo contrario o lo distinto al mundo, sino -estrictamente- como la unidad complicante de la multiplicidad desplegada en el mundo; y es justamente desde este su aspecto que Dios aparece en el sistema de Bruno como causa y como principio.

En este contexto, Cuando se trata de Dios, "principio" y "causa" no designan cosas diversas: "cuando decimos que Dios es el primer principio y la primera causa, entendemos una sola y la misma cosa con ayuda de definiciones diferentes". Pues, en el entender de Bruno, el Absoluto tiene que ser causa primera, en la medida en que todos los seres dependen de Él como de su último fundamento; pero ha de ser también comprendido como principio, pues, de alguna manera, debe "inspirar" íntimamente el movimiento de las cosas hacia su propia perfección; debe "animar" interiormente a todos los entes; o sea, al Absoluto cabe aplicarle tanto el concepto de "causa" como el de "principio": Él es causa eficiente, en la medida en que determina el ser del universo desde fuera; pero es también principio, en cuanto que le da vida y lo determina como su forma interior En este respecto, resultan sumamente explícitos algunos pasajes del Nolano: "Decimos que Dios es primer principio, en tanto que todas las cosas provienen después de Él, según un cierto orden de anterioridad y de posterioridad, sea según la naturaleza, o según la duración, o según el orden de la dignidad. Decimos que Dios es causa primera en tanto que todas las cosas son distintas de Él, como el efecto es distinto del eficiente, y la cosa producida del productor. Y estas dos definiciones son diversas cuando se trata de cosas naturales: lo que es anterior y más digno no es siempre causa de lo que es posterior y menos digno, como por ejemplo el punto es el principio de la línea, pero no su causa (...), y así 'principio' es un término más general que 'causa' " (De la causa).

El ámbito propio en el que, según el Nolano, se establece el conocer humano sobre el Absoluto. Ese ámbito -advertíamos entonces- no es otro que el universo mismo; o sea, el que es el primer principio y la primera causa ha de ser conocido en la misma medida en que está y permanece presente -inmanente, decíamos- en lo producido por Él. Arribamos de este modo, no tanto a un ser supremo, existente más allá, en un supuesto mundo supralunar; sino más bien al fundamento de todo ente, íntimamente presente a cada uno, más de lo que el propio ser de cada cosa puede estar presente en esa cosa misma.

Bajo este aspecto, el Dios de Bruno se nos manifiesta desde la noción de anima mundi, alma del universo, heredada, en su pensamiento, de Platón, el estoicismo y Plotino "la primera y principal forma natural, el principio formal o la naturaleza eficiente, es el alma del universo, que es el principio vital, vegetativo y sensitivo de todas las cosas". La afirmación de la presencia de este alma universal en el cosmos, elimina de entrada la consideración aristotélica de un Dios, puro intelecto, ajeno al mundo; y hace del mundo una viva manifestación de lo divino: el anima mundi es el espíritu que penetra todas las cosas y está en todas las cosas.

El Absoluto, desde esta vía propuesta por Giordano Bruno, no es visto en sí mismo, sino en el universo, en el cual obra incesantemente; tampoco es considerado como trascendente el cosmos, sino que es advertido como la propia perfección y armonía del mismo. En una palabra, Dios, como alma del mundo, es la potencia activa presente en todas las cosas; la cual, a su vez no queda confundida -no se identifica- con los entes a los que da vida: existe una diferencia fundamental entre la causa formal universal y la forma particular de cada cosa, siendo la primera el principio que anima e informa  los entes interiormente: "Aunque sostenemos que el alma del universo es indivisible según su sustancia, advertimos fácilmente que es multiplicable, del mismo modo que una misma voz resuena en innumerables lugares; y entonces, aunque presente en todos los lugares en que es escuchada, no queda ella misma dividida" (De la causa).

Se trata el de Bruno de un panteísmo desarrollado en la forma de la doctrina estoico-platónica del Anima mundi, en la cual el mundo de las creaturas – que ahora es una suerte de "epifanía de Júpiter" – pierde sus límites propios y pasa a convertirse en un reflejo del alma universal. Se trata, sin duda, de una exaltación del universo en el que se ha manifestado Dios mismo conforme a su poder, pero a costa de difuminar el carácter de su absoluta trascendencia; desde aquí, no resulta arriesgado sostener que nos hallamos ante el intento de trazar una teología fundada en una cosmología, en la cual el Absoluto es hallado únicamente en y a través de la naturaleza. En otras palabras: la naturaleza es siempre el lugar y el medio donde el hombre entra en relación con la divinidad, la única vía de acceso al Absoluto. Giordano Bruno no puede ser más explícito a este respecto: "Aquel Dios, en tanto que absoluto, nada tiene que hacer con nosotros, sino en la medida en que se comunica a los efectos de la naturaleza, y es más íntimo a ellos que la naturaleza misma; es sin duda la naturaleza de la naturaleza, y es el alma del alma del mundo, si es que no es el alma misma" (Spaccio della Bestia trionfante).

Es verdad que, desde un punto de vista estrictamente teorético, la filosofía de Giordano Bruno no pretende negar el principio de la trascendencia divina; pero lo cierto es que se vuelca al desarrollo de la idea de la inmanencia de lo divino en la naturaleza y en el hombre.

DESPIECE 2 – La idea de Inmanencia

La idea de inmanencia en Giordano Bruno se muestra en su obra Los heroicos furores. El argumento principal que recorre las páginas centrales de este escrito del Nolano está marcado por el conocido motivo -o metáfora- que concibe al ser humano como "cazador" de aquello más alto a lo que puede aspirar. La tradición de esta imagen de la caza viene sin duda de lejos. Ya Platón empleó tal símil al definir la vida del hombre en este mundo como en el "deseo" y la "caza" de la verdad, deplorando la "mezcla" del alma con el mal de la materia y de lo sensible. En esta misma línea, encontramos el claro antecedente neoplatónico de nuestro autor en la obra de Plotino, quien, al tratar sobre el hombre en la Enéada primera, toma asimismo apoyo en los textos de Platón -principalmente en el Teeteto y en el Fedro. También la emplea Nicolás de Cusa, en su obra De venatione sapientiae, expresando el interés de la filosofía por la "caza de la sabiduría", que, al modo de una "docta ignorancia", se pregunta por el Absoluto en cuanto possest, non-aliud o unum.

Avanzando desde estos móviles, Bruno otorgó al hombre como tarea su deificatio. Esta divinización sólo es posible mediante una contemplación intelectual del Absoluto; y esto es aquello a lo que sin cesar se esfuerza la humana razón, pues sabe que la vista de tal objeto ansiado ha de transformar al ojo mismo que ve en el objeto contemplado: el infinito, en este caso; Giordano Bruno asume aquí sin duda un punto importante de la gnoseología plotiniana. En el Diálogo Los heroicos furores -más literario que filosófico- describe los caminos seguidos por el alma en busca de la unidad infinita; unidad que le trasciende, le sobrepasa y le envuelve, pero a la que – tanto el intelecto como la voluntad – no puede dejar de tender. Bruno sigue aquí además la tradición del Symposion de Platón, del Convivio de Dante, del De amore de Ficino, de los Dialoghi d'amore de León Hebreo, así como el comentario a las "canciones del amor" de Pico de la Mirándola. En concreto, el Nolano recurre al mito de Acteón.

Acteón representa el intelecto humano, la más alta capacidad racional de la persona, que va en busca, a la caza, de la sabiduría infinita; la cual se halla manifestada en este universo. Pues bien, según Giordano Bruno, el intelecto humano debe buscar esa actualísima infinitud en y a través de esa su más perfecta manifestación: el infinito explicado, el cosmos -en el mito apelado Diana. Y ahí es donde el Absoluto se muestra como "luz en las sombras de la materia": "La Mónada (es) la verdadera esencia del ser de todos; y si (el intelecto) no la ve en su esencia, en su luz absoluta, la contempla en su  progenitura, que se le asemeja y es su imagen; porque de la mónada que es la divinidad procede esta otra mónada que es la naturaleza, el universo, el mundo, donde se contempla y refleja como el sol en la luna; y mediante la cual nos ilumina, permaneciendo en el hemisferio de las sustancias intelectuales"

Efectivamente, ante la contemplación del infinito universo -Diana-, el intelecto -Acteón-, se lanza a su conquista, pues representa el único medio de acceso al Absoluto. Y en la medida en que, mediante el conocimiento, el intelecto se asimila al objeto conocido, acontece una suerte de identificación del intelecto con el universo que impide el ascenso al verdadero infinito: es lo que en el mito se explica como la muerte de Acteón. Muerte que significa aquí la no comparecencia del fin último al cual aspira el intelecto humano: "porque el último fin no debe tener fin, puesto que en tal caso no sería último. Es, por tanto, infinito en intención". Y, en todo caso, se da en Bruno una clara elección en pro de la búsqueda infinita sin término, antes que la opción clásica por la trascendencia: "pues una naturaleza heroica -son sus palabras- antes prefiere caer o fracasar dignamente en altas empresas en las que muestre la nobleza de su ingenio que triunfar a la perfección en cosas menos nobles o bajas".

Bibliografía

Soto-Bruna, María Jesús, El Renacimiento, de Nicolás de Cusa a Giordano Bruno. Razón heroica y libertad, Eunsa, Pamplona 2020.

Cassirer, Ernst, Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Emecé, Buenos Aires 1951.

Colomer, E., De la Edad Media al Renacimiento, Herder, Barcelona 1975.