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De Papas y doctores de la Iglesia

30/10/2025

Published in

Alfa y Omega

Víctor García Ruiz |

Catedrático de Literatura Contemporánea. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Navarra

Cuando Vincenzo Gioacchino Pecci era nuncio en Bruselas, por los años de 1840, habían llegado a la católica y joven nación belga noticias estimulantes acerca de ciertos clérigos anglicanos que, desde la Universidad de Oxford, repudiaban su tradición protestante y parecían buscar algún tipo de acercamiento doctrinal a Roma; entre ellos, un vicario de la iglesia universitaria, llamado John Henry Newman, cuyos sermones dominicales atraían hacia su aérea y gótica nave, semana tras semana, año tras año, a decenas de estudiantes que acaparaban asientos, tribunas, galerías, a pesar de perderse la cena en su college; todo, para escuchar una voz, débil y extrañamente penetrante, que desde la penumbra vespertina del púlpito, apremiaba, por ejemplo, a “que cada uno de los que me escucha se pregunte a sí mismo: ¿qué hemos arriesgado por Cristo?”.

Este pastor de almas era, además, un activista, un dinamitero de aquel Establishment político-eclesiástico, con sus Tracts for the times, sus Lectures on Justification y su Via Media, en especial On the Prophetical Office of the Church. En 1878 Vincenzo Pecci se convirtió en León XIII y, bien pronto, decidió hacer cardenal a aquel clérigo converso, del que había desconfiado más de uno en Londres y en Roma, y que habitaba ahora pacíficamente en la fea y fabril Birmingham, gastado y feliz tras décadas de faena en la barca de Pedro.

El papa Pecci quiso tener otra deferencia con la isla británica cuando, en 1899, decidió nombrar Doctor de la Iglesia a Beda el Venerable (672–735), hoy san Beda el Venerable –curiosa mezcla, pardiez–. Desde la pasada primavera tenemos en la sede de Pedro a un angloparlante que ha querido ser el siguiente papa León. No sé si lo ha hecho aposta, pero lo cierto es que el papa Prevost ha hecho Doctor de la Iglesia, y bien pronto, al mismo a quien hizo cardenal su antecesor en el nombre, con la carambola añadida de ser Newman el segundo doctor nacido en Inglaterra después de Beda, hechura también del anglófilo papa Pecci. Bonitas coincidencias, bonitos paralelismos que no rompe san Anselmo –el Doctor Magnificus nació piamontés y fue prior en Normandía antes que arzobispo de Canterbury.

El pasado 9 de octubre, en la misa del día de su fiesta, me llevé una pedrada en la frente al oír en la postcomunión: “Señor, te pedimos que […] en esta conmemoración de san John Henry Newman, nuestro testimonio pueda ser más real, para no mover las mentes sin tocar los corazones”. Admiramos a los doctores de la Iglesia por su sabia doctrina: Doctor Gratiae, Doctor Angellicus, Mysticus, etcétera. Me alegro de que Newman vaya a ser, que yo sepa, Doctor a secas, aunque se barajaban varias addenda: de la fe y la razón, de la conciencia y la verdad, del desarrollo doctrinal, del sensus fidelium, de la amistad…

Newman, con su vitola de intelectual oxoniense, tiene una inaudita capacidad para hablar al corazón y emocionar a sus lectores –que no son legión, al menos en España. Lo que escribió es de una riqueza que deslumbra, pero reconozcamos que el primer peldaño tiene la huella un poquito más arriba de lo fácilmente asequible; digamos también que, periódicamente, el lector se ve recompensado con visiones concisas y sentencias memorables que dan el quiebro a una prosa abundante y siempre rectilínea, luminosa. Pero lo que vivió es una aún más deslumbrante historia de fidelidad a Dios y a la Iglesia de Dios, un fascinante panorama de trabajo, diligencia, sentido práctico, paciencia, un despliegue de sentido común, tacto e infalible afecto por los muchos amigos y los muchos desconocidos que se le acercaron. Movió las mentes y tocó los corazones, según su lema “Cor ad cor loquitur”.

Hace un mes largo, el rey Carlos fue a Birmingham por atún y a ver al duque: inauguró otro hospital e hizo, por fin, algo que adláteres poco entusiastas no terminaban de encajar en su real agenda desde 2019, cuando asistió en Roma a la canonización de Newman; a saber, visitar oficialmente el Oratorio de Birmingham, la fea y fabril ciudad donde aquel antiguo coloso del anglicanismo “malgastaba su talento con niños en una escuela de medio pelo, en vez de iluminar al país con su elocuencia”. Eso escribió, entonces, un cráneo privilegiado del victorianismo… ¿Qué pensaría ahora, cuando su vida santa y su obra exuberante iluminan, con su elocuencia, a la Iglesia Universal?