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Pinturas novohispanas de la Virgen de Guadalupe en Navarra

RICARDO FERNÁNDEZ GRACIA

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Retablo de la Virgen de Guadalupe en la parroquia de Morentin, realizado a fines del siglo XVII. 
Foto J. L. Larrión

Un capítulo destacado dentro de la pintura de los siglos del Barroco en Navarra lo conforma el conjunto de lienzos llegados desde Nueva España y, particularmente, los que representan a la Virgen de Guadalupe. Muchos se dieron a conocer en el Catálogo Monumental de Navarra. El profesor Echeverría Goñi estudió los legados de indianos en la Comunidad Foral en 1991 y aportó datos inéditos sobre algunos de aquellos lienzos que se han venido repitiendo hasta hoy y fueron recogidos en la monografía sobre Arte Virreinal en Navarra, publicada en 1992. Hace unos años, hicimos un avance de lo que significaba todo ese capítulo de pintura novohispana desde el punto de vista de sus donantes y es en este aspecto en el que venimos trabajando, para poder publicar una monografía.

Pese al número de obras localizadas en distintas localidades –Estella, Viana, Morentin, Aberin, Muniain de la Solana, Pamplona, Arre, Lecumberri, Villafranca, Corella, Viana, Tudela, Puente la Reina, Zúñiga, Tafalla y en el Valle de Baztán-  e incluso de firmas en los cuadros -Juan Salguero, Juan Correa, Juan Rodríguez Juárez, Antonio de Torres, Francisco Antonio Vallejo, José Alzíbar o José Páez-, buena parte de ellas se encontraban sin noticias concretas o suposiciones razonadas de por qué llegaron a sus destinos y acerca de las personas o instituciones que hicieron el regalo. 

Los donantes se pueden clasificar por su status social, encontrando obispos, militares de distinta graduación, comerciantes y frailes, generalmente franciscanos. Todos ellos con el denominador común de ser indianos, españoles establecidos en tierras americanas, aunque con ese apelativo más popular, se refiere a quienes, tras pasar años allí, volvían a sus localidades de origen, más o menos enriquecidos y ejercían labores de mecenazgo. En este último caso, a su regreso, solían ser mirados con cierto recelo, tras hacer donativos especialmente de objetos de culto, acto que obedecía en muchos casos a un deseo de reconocimiento social. En numerosas ocasiones, aquellas donaciones llegaban por vía testamentaria, no así las pinturas que nos ocupan, ya que su práctica totalidad fueron ofrecidas en vida de los donantes. Un mosaico variadísimo de donantes, así como de causas de los envíos se advierten en el caso de Navarra, desde un arzobispo hasta religiosas de clausura, pasando por los comerciantes y militares y hombres de gobierno.

El éxito de aquel icono mariano ya lo atestigua en la segunda mitad del siglo XVII el jesuita Francisco de Florencia, cuando afirma en su monografía sobre la historia de la Virgen de Guadalupe que había “infinitas Imágenes, copias de este milagroso retrato, que se ha hecho en todo este dilatadisimo Reyno; pues no se hallará en todo el Iglesia, Capilla, casa, ni choça de Español, ni Indio, en que no se vean, y adoren Imágenes de N. Señora de Guadalupe … Dudo o por mejor decir, no dudo, se ayan sacado en el mundo mas copias de otra Imagen de María, que de esta de Guadalupe de Mexico … en Flandes en España, y en toda Nueva España, son tantas las laminas, y tablas de buril … que no hay guarismo para contarlas”.

En muchos casos, la pintura quedó en la casa nativa del indiano, mientras que, en otros, adquirió una mayor relevancia al ser colgada en santuario, parroquia o capilla de especial significación. Entre todas ellas, destacó por el culto recibido la que el marqués de San Miguel de Aguayo destinó a la iglesia del colegio jesuítico de Pamplona, en donde fundó fiesta y novena, en los años finales del siglo XVII. Particular importancia tuvieron los lienzos que se veneraron en las iglesias conventuales de la orden franciscana, en sus ramas masculina y femenina, de clarisas y concepcionistas. Los franciscanos introdujeron a lo largo de toda España la devoción a la Virgen de Guadalupe, aunque en México sólo se declararon a favor y, decididamente, desde comienzos del siglo XVIII. Tal y como narra fray Esteban Anticolí, en los conventos franciscanos de Valladolid, Palencia, Segovia, Rioseco, Villalvin y Peñafiel existieron altares con el citado icono mariano. Los envíos de pinturas guadalupanas a tierras hispanas se incrementaron desde fines del siglo XVII debido a la proliferación de talleres especializados, pero sobre todo a la propaganda del clero criollo.

La imagen y el ciclo aparicionista

Como es sabido, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe se ha de filiar con un modelo mariano apocalíptico, al que con el tiempo se añadieron las cuatro o cinco escenas de la aparición, así como otros elementos simbólicos y decorativos, sin que falte en algunos casos la vista del santuario y sus aledaños. Se representa invariablemente según un esquema repetido hasta la saciedad, coronada y con la ráfaga áurea del sol, en actitud orante, con la media luna a sus pies sostenida por un ángel. Viste túnica rosa y manto azul, colores tradicionales en la Virgen, el primero por ser en tiempos bíblicos propio de las doncellas y aludir a la encarnación y el segundo como símbolo del color inalterable del cielo. Su rostro suele ser el de una mujer morena indígena con mayor o menor intensidad del color moreno, las cejas delgadas y la mirada baja y recogida. El cabello es negro y partido al medio. Las palmas de las manos van unidas a la altura del pecho y la pierna izquierda suele aparecer ligeramente adelantada Junto a la aureola del sol, no suele faltar la luna con las puntas hacia arriba, con lo que, las alusiones al texto del Apocalipsis resultan evidentes: electa ut sol pulchra ut luna

En el siglo XVII ya se localizan lienzos con las apariciones. La profesora Vargas Lugo ha señalado cómo a mediados de aquella centuria se desarrolló una febril “actividad intelectual por parte de los criollos para fundamentar, arraigar, difundir y explicar el milagro guadalupano”. En aquel contexto se publicaron importantes obras de los denominados evangelistas guadalupanos, entre los que destaca Miguel Sánchez, famoso teólogo y predicador que publicó en 1648 su Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México. Asimismo, se pintaron y grabaron importantes composiciones en torno al tema. Entre estas últimas composiciones se pintaron las apariciones, al principio como piezas sueltas y más tarde se incorporaron al tema de la Virgen. Según Jaime Cuadriello, uno de los primeros ciclos dataría de 1648, cuando el vicario de la ermita de Guadalupe mandó decorar el santuario con “hermosas pinturas de las apariciones de la Virgen”. Con posterioridad a esa fecha, conocemos importantes encargos con las iconografías de las apariciones, ya en la década de los sesenta del siglo XVII. Con estas pinturas se perseguía mostrar visualmente la historia milagrosa de la Virgen de Guadalupe a quienes no sabían leer. Su éxito fue tan grande, que se multiplicaron y acabaron incorporándose a la imagen mariana en las esquinas de sus pinturas. Algunas salieron desde Nueva España, ante la demanda desde tierras europeas, particularmente desde España.

Al siglo XVIII pertenecen la mayor parte de los lienzos, conservados en Navarra, con la Virgen y las cuatro o cinco escenas del ciclo aparicionista a Juan Diego, conservados en Navarra, encontrando algunos con ricas orlas florales. La declaración como patrona de la Nueva España en 1746 se tradujo, si cabe, en más representaciones de su icono.

Para su representación de las apariciones existían una serie de grabados, publicados en novenas y otros libros, que pudieron servir a los artistas de inspiración gráfica, junto a los textos que les proporcionarían las fuentes literarias. La primera escena nos sitúa en la mañana del día 9 de diciembre de 1531 y corresponde con el momento en que Juan Diego se dirigía a oír misa al convento de Santiago de Tlatelolco y fue atraído por el canto de unas aves en el cerro de Tepeyac, lugar en donde estaba María. Ésta le habló en lengua náhuatl y para que comunicase al obispo su deseo de que le construyese allí un templo. Las siguientes escenas siguen los relatos acaecidos en el mes de diciembre del año 1531. En la misma tarde del día 9 del mes citado, el indio comunicó a la Virgen que el prelado no le había hecho caso ni prestado atención, instándole ésta para que volviese a visitarlo. En esa visita, el obispo Zumárraga le pidió una prueba o señal. Entre el día 10 y 11 de diciembre, el indio Juan Diego fue a su pueblo a visitar a su tío Bernardino, que estaba muy enfermo. Cuando llegó y vio su estado fatal fue a Tlatelolco en búsqueda de un confesor y en el camino volvió a toparse con Nuestra Señora, le explicó que no podía detenerse por ir a buscar un sacerdote, contestándole la Virgen que su tío ya estaba sano y que subiese al cerro del Tepeyac. En este lugar encontraría unas flores que debía cortar y llevar al obispo como señal, y que este último las debía de ver. Finalmente, Juan Diego se presentó ante el obispo y desplegó su tilma, de la que cayeron las rosas, pero no sólo acaeció esto, sino que pudo contemplar la imagen de María impresa en la tilma del indio. Un clérigo de nombre Juan González acompañó al obispo para servir de intérprete entre Zumárraga y Juan Diego. En algunas ocasiones, se puede contemplar en esta última escena a la figura del indio de gran tamaño, como recurso para mostrar la tilma completamente extendida.


Virgen de Guadalupe de las Concepcionistas de Estella, por Juan Salguero, anterior a1662.
Foto F. Echeverría

Las fundadoras de las Concepcionistas Recoletas de Estella, al llegar desde la localidad soriana de Ágreda, en 1731, establecerse en la ciudad del Ega, trajeron diferentes piezas artísticas. El listado contenía los siguientes objetos: una custodia grande de plata y piedras sobredoradas, un cáliz, distintos ornamentos, tres ternos, una imagen de Nuestra Señora de bulto “original”, otra imagen de san José también “original”, un Niño Jesús grande, un cuadro de dos baras de Nuestra Señora de Guadalupe “original”, otro cuadro de la Venerable, una mesica con dos cajones que fue de la Venerable, una sábana de su cama, un Cristo “original”, un relicario con su pie de plata a modo de custodia con siete huesos de la venerable Madre Ágreda, una corona original de hueso con siete huesos de la Venerable, una cruz “de las que llevaban los ángeles al pesebre donde estuvo el Niño”, una cruz de ejercicios de la venerable, amén de un gran conjunto de otras piezas menudas. El epíteto “original” alude a que llegó al convento soriano en tiempos de su abadesa sor María Jesús de Ágreda.

Entre todas aquellas piezas, destacaba el mencionado lienzo de la Guadalupana, que había llegado desde Nueva España en 1662, firmado por Juan Salguero, pintor mexicano del tercer cuarto del siglo XVII, presbítero, licenciado en teología y uno de los maestros que hicieron el análisis de la pintura original de Nuestra Señora de Guadalupe, en 1666. La pintura estaba en el convento de Ágreda al menos desde 1663. Su origen hay que situarlo en una donación a la abadesa sor María Jesús de Ágreda por parte de Francisca Ruiz de Valdivieso, camarera de la duquesa de Alburquerque, a la que sirvió en Nueva España entre 1653 y 1662. Hay que recordar que el primer cuadro con las cuatro apariciones, documentado hasta el momento, es un gran lienzo, conservado en Ágreda y donativo de la misma Francisca Ruiz, que ingresó en la clausura agredana y está firmado por José Juárez en 1656.

La donante del lienzo fue Francisca Ruiz de Valdivieso (1614-1677). Según propia declaración, nació en Ágreda en 1614, y era hija de Mateo Ruiz de Valdivieso y de María Arrieta y Araciel. En su localidad natal permaneció hasta 1640, en que salió para servir a los duques de Alburquerque, primero en la villa y Corte de Madrid y, más tarde, en Nueva España, mientras su señor el duque ocupó el virreinato, entre 1653 y 1660. Su nombre ha trascendido los muros de la clausura soriana por los grandes legados artísticos que trajo, pese a ser una mujer iletrada. Piezas de plata, lienzos importantísimos, arte plumaria, marfiles, bateas y un larguísimo etcétera de ajuar, impensable en cualquier otra novicia de su estatus.


Virgen de Guadalupe, por Juan Correa, comienzos del siglo XVIII en la parroquia de San Pedro de la Rúa de Estella.
Foto J. L. Larrión

Al afamado pintor Juan Correa (c. 1646-1716) pertenecen sendos cuadros de hacia 1700, el primero de las Agustinas Recoletas de Pamplona –donado por el capellán don Miguel Ostíbar- y el segundo de la parroquia de San Pedro de la Rúa de Estella, procedente de la iglesia de Santa María Jus del Castillo, a donde había ido a parar, después de la Desamortización decimonónica, desde el convento de los Franciscanos de la misma ciudad. Ambas pinturas, como obra de Juan Correa, se distinguen de otras por la sobresaliente ejecución, el modelado y la luminosidad.

El autor de estos lienzos, el mulato Juan Correa (c. 1646-1716) fue miembro de una familia de pintores, e hijo de Juan Correa, cirujano y autor del primer libro dedicado a la Virgen de Guadalupe, en 1648, que versaba sobre las cualidades terapéuticas del mercurio. Fue un artista mulato y culto que llegó a ser maestro mayor de la catedral de México. Se le considera como el pintor más importante de cuantos estuvieron activos en Nueva España en el paso del siglo XVII al XVIII y maestro a su vez de Miguel Cabrera y José de Ibarra. Su obra ha sido estudiada y catalogada por la profesora Vargaslugo, poniendo de manifiesto, además del carácter prolífico de su pintura, la variedad de clientes para los que trabajó, por lo que su obra muestra distintos niveles de calidad. Respecto a sus numerosísimas pinturas de Nuestra Señora de Guadalupe, hay que hacer notar varias consideraciones para la contextualización y valoración de ambas pinturas, que no son, como veremos, las únicas de su autor en Navarra. 

 

El convento de Franciscanos de Estella, en donde se veneró el lienzo de la Virgen de Guadalupe en un retablo propio, era uno de los principales de la ciudad. Respecto a la pintura novohispana, hay que recordar que en la ciudad estaba muy presente uno de sus hijos, fray José de Ezpeleta, nacido en Estella hacia 1630 y fraile franciscano desde 1650, custodio habitual de la de San Pablo de Nuevo México, que murió martirizado en 1680 en esa región, con otros 21 compañeros, a manos de los indios. Pero concretando en el mecenas del lienzo, todo nos conduce a don Martín Antonio de Noguera, hijo de Martín de Noguera y Josefa de Irujo, capitán de corazas en Mérida de Yucatán, que pasó a Indias en 1699. En una carta de 1754 afirmaba servir en aquella ciudad desde 1734 y que los Franciscanos de Estella le habían pedido una colgadura para su iglesia. En 1746 había remitido la respetable cantidad de 300 pesos con destino al vicario y beneficiados de Abárzuza y 50 pesos al padre guardián de los Franciscanos de Estella con destino a la realización de una cabeza y manos de la figura de candelero de un Nazareno de tamaño natural, que se debía vestir con túnica de terciopelo morado, cordón de seda y oro al cuello y la cruz sobre los hombros. La figura en sus andas serviría, por propio deseo del donante, para ser portado en las estaciones del Vía Crucis que anualmente salía por las orillas del río en procesión a cargo de la Orden Tercera. Hasta entonces, la figura de Cristo la representaba un hombre, algo que a don Martín Antonio no le parecía decente.

El lienzo de Estella (161 x 107 cms.) participa de otros lienzos del tema de Juan Correa, que firma sin fecha la pintura que se deberá datar en los primeros años del siglo XVIII.


Virgen de Guadalupe, por Juan Correa, fines del siglo XVII en las Agustinas Recoletas de Pamplona.
Foto J. L. Larrión

La pintura de las Agustinas Recoletas firmada por Juan Correa llegó en los primeros años del siglo XVIII, por mano del que fuera capellán Miguel Ostíbar. En el conjunto de obras de patrimonio mueble que han llegado a nuestros días, así como en los inventarios de los siglos XVII y XVIII figuran diversas piezas, que llegaron por vía de sus capellanes. Junto al de la Virgen de Guadalupe de Miguel de Ostíbar, encontramos el de la Virgen de Musquilda de Miguel de Recari, la imagen de la Virgen de las Nieves de Antonio de Satrústegui, el cuadro del Niño Divino Pastor, ofrecido por Pedro Portillo y el cuadro de santa Gertrudis, de Miguel de Laborería.

El lienzo de la Virgen de Guadalupe, de los últimos años del siglo XVII mide 172 x 106 cms. y se adapta a la producción de su autor, que firma la obra. Se conserva en un rico marco de la primera década del siglo XVIII, quizás en torno a 1710, cuando la pintura ingresó en la clausura.

La noticia del donante de la pintura guadalupana nos la proporciona el libro de inventarios, en donde leemos: “Mas un cuadro de Nuestra Señora de Guadalupe con su marco dorado. Lo dio don Miguel de Ostíbar, capellán de este convento”. Del mencionado don Miguel se ha escrito que fue capellán en las Recoletas, entre 1677 y 1731, si bien habrá que matizar, en futuros estudios, tanto las fechas como el modo en que Ostíbar se hizo con la pintura, habida cuenta de que no estuvo en Nueva España. 

A propósito del estatus y de la de los capellanes de Recoletas, en general, el padre Villerino refiere que “a las capellanías de este convento ascienden de ordinario personas muy principales del reino, dejando grandes rentas en otras partes, secretarios de obispos, y otras ocupaciones honrosas; y de capellanes ascendieron algunos a canónigos de Pamplona; y aún dieron los capellanes de aquel convento General a la gravísima Religión de San Antonio …. Los capellanes de este convento de Pamplona en la modestia, decencia del hábito y retiro con que se portan, parecen canónigos de una catedral de las más pundorosas. Y si tal vez alguno de ellos se descuidó a la modestia, que las mismas paredes del convento publican, le quitaron las madres la capellanía, rompiendo con intercesiones de personas tan superiores que, de reyes abajo, no pudieron ser mayores”.

La datación de la entrada de la pintura en el mencionado inventario, como las de la mayor parte del libro, no consta con exactitud, simplemente se anota con un largo listado de objetos llegados a partir de 1677. Sin embargo, nos podemos aproximar a la fecha, si tenemos en cuenta que el registro está un poco más adelante de la escultura de san José, que se adquirió en la almoneda del marqués de la Solera, virrey de Navarra, que falleció en julio de 1706. Poco más adelante de la entrada, en el inventario del lienzo de la Virgen de Guadalupe, encontramos un donativo de sendas láminas de san Bernardo y san Anastasio, por donativo de María Ripalda, la misma que regaló en la primera década del siglo XVIII una cruz. Por tanto, el lienzo de Correa entró en el convento de Recoletas hacia 1710.


Virgen de Guadalupe procedente de la capilla de la Virgen de los Remedios de la parroquia de San Nicolás de Tudela, obra de Antonio de Torres, 1711. Museo Decanal de Tudela.
Foto B. Aldanondo

Dos pinturas de Nuestra Señora de Guadalupe, rubricadas por el pintor mexicano Antonio de Torres (1666-1731), se conservan en Tudela y en el santuario de la Trinidad de Arre. El mencionado pintor fue muy popular; era sobrino de Antonio Rodríguez y primo de Juan y Nicolás Rodríguez Juárez. Su abundantísima obra se encuentra dispersa por distintas localidades mexicanas: San Luis Potosí, en San Miguel de Allende, Dolores Hidalgo, Guadalajara, Zacatecas, Aguascalientes, Acolman y en la Ciudad de México, lo cual nos permite ver que hace concluir que fue un pintor bastante apreciado. Por esta última circunstancia debió ser elegido para el reconocimiento que, en 1721, se hizo de la pintura original de la Virgen de Guadalupe, junto a los mencionados hermanos Rodríguez Juárez. De sus obras mencionaremos la serie de la vida de la Virgen en ocho lienzos del Colegio de Guadalupe, cerca de Zacatecas. Torres pintó en numerosas ocasiones a la Virgen de Guadalupe y en España se conservan por lo menos diez copias, varias de ellas localizadas en Sevilla.

La primera pintura de Navarra está rubricada en 1711 y se encuentra actualmente en el Museo Decanal de Tudela, a donde llegó desde su destino original, la capilla de la Virgen de los Remedios de la extinguida parroquia de San Nicolás de la misma ciudad. En su inscripción leemos “Del General Dn. Pedro / Ramirez de Arellano”, “Tocada a la original / de Mexico. Año 1711” y “Anttº De Torres ft”. Allí la había enviado el general tudelano don Pedro Ramírez de Arellano, que diez años antes había sido designado para el gobierno de la ciudad de Xicayán en Nueva España, motivo que dio lugar en Tudela a un gran festejo. La pintura se destinó, como hemos indicado, a un espacio público y religioso, concretamente a la capilla de la Virgen de los Remedios, advocación que gozó en la primera mitad del siglo XVIII de gran predicamento en la ciudad.

El donante es el mismo que aparece retratado en un lienzo de la Inmaculada Concepción del extinguido convento de Dominicas de Tudela, obra de Juan Correa, de 1701. Se trata de don Pedro Ramírez de Arellano López y Aperregui, capitán de caballos, designado para el gobierno de la ciudad de Xicayán en Nueva España en 1701, año que coincide con el del lienzo de Correa de las Dominicas y que, por tanto, se aviene mucho mejor con la procedencia y cronología de la pintura. Nada más saber de su nombramiento, escribió a su ciudad natal, ofreciéndose al ayuntamiento, en el mes de septiembre de aquel año. La ciudad, alborozada y, como en otras ocasiones, decidió festejar la noticia corriendo un toro por las calles, encendiendo la acostumbrada hoguera, colgando vítores e iluminando los balcones de la Casa de la ciudad con hachas. Los vínculos de don Pedro con su Tudela natal no desaparecieron con su marcha a Nueva España. Sabemos que, en marzo de 1720, su hijo don Pedro Ramírez de Arellano y Yanci contrajo matrimonio con María Francisca Aperregui y Tornamira, hija de don Gregorio Antonio, caballero de Santiago. En la correspondiente partida matrimonial, se hace constar que el padre del contrayente seguía ocupando el cargo de gobernador de Xicayán en Nueva España.

Otro lienzo de similares características, del citado pintor Antonio de Torres, fechado en 1730, se guarda en la basílica de la Trinidad de Arre. Debió ser remitido, con gran probabilidad, por algún indiano bautizado en aquel santuario, en donde recibían las aguas bautismales algunos de los hijos de las familias más nobles y acomodadas de la parroquia de San Cernin de la capital navarra.


Virgen de Guadalupe con las apariciones, obra atribuida a Manuel Arellano, primera década del siglo XVIII, procedente de las Concepcionistas de Tafalla, hoy en el Museo de Navarra.
Foto Museo de Navarra

En el convento de Concepcionistas de Tafalla se catalogaron un par de lienzos de la Virgen de Guadalupe, procedentes del convento franciscano de San Sebastián de la misma ciudad, uno de ellos claramente dieciochesco con las cuatro historias de la aparición de la Virgen al indio Juan Diego. 

No parece que deba haber duda alguna de que esta última pintura formó parte del retablo que había en el convento de San Sebastián de los franciscanos y que costeó la “Srª Munárriz” hacia 1745. A esta última hay que identificar con doña Bernarda Munárriz, prima de los marqueses de Murillo don Juan Bautista Iturralde y doña Manuela Munárriz, mujer de este último. Doña Bernarda estuvo casada con el tafallés José Orta, hombre de negocios y principal promotor de la Biblioteca de la Hermandad de la Purísima Concepción de Tafalla, a la que nutrió con numerosos libros. Junto a su mujer realizaron singulares donaciones a las iglesias de Tafalla. Doña Bernarda nos es bien conocida por haber donado varias piezas de escultura cortesana al convento de Franciscanos de Olite, entre ellas la sobresaliente imagen labrada por Luis Salvador Carmona de santa Rosa de Viterbo en 1749, junto a dos imágenes de vestir de la Inmaculada Concepción y de la Virgen de la Misericordia. Un manuscrito de los Franciscanos de Olite, rubricado por el padre Herce, afirma sobre la donante que fue “señora muy devota, estando esta señora en Madrid, las mandó hacer allá a los mejores artífices”.

El retablo de la Virgen de Guadalupe del mencionado convento de San Sebastián estaba en la capilla de la misma advocación, que contó con cofradía, en la que tenían enterramiento los franciscanos.


Virgen de Guadalupe del coro de las Carmelitas Descalzas de Araceli de Corella, comienzos del siglo XVIII.
Foto J. L. Larrión

El lienzo del coro de las Carmelitas de Araceli de Corella es anterior en cronología al de la sala de labor de la misma casa, pues se ha de datar a comienzos del siglo XVIII. Presenta en sus cuatro ángulos medallones ovalados con los pasajes de las apariciones al indio Juan Diego. Bajo la imagen de la Virgen, como en otras pinturas, encontramos la vista del antiguo santuario de Guadalupe con su entorno. Toda la composición se orla de unas rosas simbólicas, entretejidas en una guirnalda, según un ejemplo harto difundido en la iconografía guadalupana. Conserva un delicado marco de madera tallada pintada en color oscuro con apliques de talla dorada, de comienzos del siglo XVIII, a no dudar de taller corellano. Hizo este regalo a la comunidad don Ramón Íñiguez en 1867, que figura como presbítero en la parroquia de San Miguel de la ciudad en 1835 y aún vivía a mediados del siglo XIX, cuando declaró en algunas pruebas de acceso para ingresar en la Orden de Santiago. En otro documento del archivo se afirma que don Ramón era en el momento de la donación, 1867, capellán de la Comunidad. Es posible que fuera descendiente del corellano don Manuel Íñiguez y Duarte (1695-1751), capitán de caballos del Regimiento de Malta. El presbítero don Ramón Íñiguez hizo otros variados regalos a la comunidad y este cuadro lo valoraba, en el momento de la donación, en la cantidad de 10.000 reales de vellón.

La pieza la podría haber heredado de su abuelo materno Juan Antonio Morales de Rada y Luna (1723-1774) y éste de su padre Juan Manuel Morales (1695-1735), que casó en 1716 con doña Francisca de Luna y Argaiz, hermana de la famosa sor Águeda, carmelita de Corella y una de sus fundadoras, que murió en las cárceles inquisitoriales. Precisamente, don Juan Manuel estuvo en las Indias en el servicio de la corona, aunque regresó pronto a Corella, en donde falleció con tan solo treinta y nueve años, en 1739.


Virgen de Guadalupe de la parroquia de Santa María de Viana, obra atribuida a Juan Rodríguez Juárez, c. 1720.
Foto J. L. Larrión

De los muros de la sala capitular de la parroquia de Santa María cuelga el retrato del arzobispo Pérez de Lanciego, obra de Juan Rodríguez Juárez, realizada hacia 1720. También, se encuentra en la misma estancia otra pintura de grandes dimensiones de la Virgen de Guadalupe.

El arzobispo José Pérez de Lanciego y Eguilaz nació en febrero de 1656 en Viana, realizó estudios filosóficos en Alcalá de Henares e ingresó como benedictino en Nájera en 1671. Tras formarse en los colegios de la Congregación de San Benito de Valladolid ocupó cargos docentes en la misma, llegando a ser abad de Nájera, en donde fundó la Escuela de Cristo, fue definidor general y célebre predicador en San Martín de Madrid y calificador de la Inquisición. Fue presentado por Felipe V para el arzobispado de México en 1714, tras haber hospedado, poco antes, a la reina y al príncipe de Asturias. Fue consagrado en la capital novohispana por el cisterciense español fray Ángel Manrique, obispo de Oaxaca, asistido por los obispos de Michoacán y Guadalajara. En 1720, coincidiendo con sus legados a su ciudad natal, quiso reunir sínodo para restablecer la disciplina eclesiástica. Falleció en 1728 y fue enterrado en la catedral, en el contexto de una gran epidemia que asoló la capital novohispana. Legó su corazón y sus ojos a su Monasterio de Nájera, donde fueron depositados con lápida propia, en la capilla de San Antón que, años atrás, promocionó para servir de sepultura de los monjes. El detalle de enviar sus ojos y su corazón fue imitado, poco más tarde, por el obispo Castorena y Ursúa, que hizo lo mismo con destino a Ágreda, por decisión testamentaria de 1731.

El retrato y la pintura de Nuestra Señora de Guadalupe son obra de Juan Rodríguez Juárez, llamado El Apeles mexicano, y especialista en retratos, por haberlos pintado de virreyes, obispos, nobles, funcionarios y damas. En una carta rubricada por el arzobispo, datada en 1720, uno de sus secretarios advertía que el citado arzobispo enviaba a su hermano residente en Viana tres retratos –uno para la parroquia de San Pedro de Viana, otro para Nájera y el tercero en paradero desconocido-. Desde México remitió el mismo prelado otros valiosos donativos destinados a familiares e instituciones religiosas. El retrato ostenta una larga inscripción en la que se da cuenta de su cursus honorum como abad de Nájera, predicador real, calificador de la Inquisición y arzobispo de México.


Retablo de la Virgen de Guadalupe en la iglesia de San Francisco de Viana, c. 1715-1720, por Francisco del Plano y su taller, con pinturas novohispanas de comienzos del siglo XVIII.
Foto J. L. Larrión

En el convento de San Francisco de Viana se ha conservado un espectacular conjunto de pinturas escenográficas, de las denominadas de perspectiva, con varios retablos fingidos, que Mercedes Jover atribuyó al maestro aragonés Francisco del Plano. Su datación en la segunda década del siglo XVIII, se contextualiza en la realización de obras hechas por dicho pintor en tierras riojanas y navarras. Se trata del primer conjunto en el que triunfó este tipo de pinturas que, con el devenir del siglo, se impondría en numerosas cabeceras, particularmente en Santa María de Viana y la parroquia de Los Arcos, obras del pintor burgalés José Bravo.

En cuanto a su financiación en parte o total, es de presumir que se contó con capitales indianos, a fortiori, por figurar entre los retablos, el de la Virgen de Guadalupe, lo que nos llevaría a considerar un promotor con vinculación con tierras novohispanas. A falta de otros datos, esbozamos, hace algún tiempo, la posibilidad de que fuese alguno de los franciscanos de Viana que fueron destinados al importante convento de la orden en la ciudad de Zacatecas. En 1682 partió fray Juan de Aguera y en 1715 fray Tomás Lacayo de Briones. De modo especial, sería más plausible la colaboración de este segundo franciscano, que pudo enviar o el cuadro con las escenas de las apariciones para el retablo o bien costear la pieza o colaborar en el conjunto, habida cuenta de los aportes indianos para el arte navarro. La pintura novohispana sería realizada a comienzos del siglo XVIII. Otra persona destacada que pudo colaborar decisivamente en este proyecto y que nunca conviene perder de vista fue don Juan de Goyeneche, conocido protector de los intereses de la comunidad de Viana, que regaló la imagen “primorosa” de San Juan, según testimonio del cronista Garay que le denomina en su obra, publicada en 1741, como “bienhechor de este convento”, y legó por vía testamentaria la cantidad de 300 ducados.

Técnicamente, como ocurre en otros casos, no son frescos, sino pinturas al óleo sobre lienzos adheridos a las paredes. En cuanto a la dedicación de los retablos, en muchos casos resulta difícil de averiguarlo, si tenemos en cuenta que sobre las pinturas se colocaron retablos de talla procedentes de otros lugares. Lo que está fuera de toda duda es la dedicación mariana de gran parte de ellos, como no podía ser de otro modo en casa de los hijos de San Francisco: Asunción, Virgen del Pilar, Nuestra Señora de Guadalupe y Dolorosa, debiendo añadirse quizás a la Inmaculada como titular del retablo mayor.

Sea como fuere, el retablo guadalupano de Viana es harto original, no sólo por presentar un retablo de perspectiva, sino por fundirse sus estructuras simuladas con el lienzo novohispano de la Virgen de Guadalupe y sus cuatro escenas aparicionistas. Son las guirnaldas de flores, rosas en particular, las que dan el carácter propio a la pieza. Muy interesante el resto del programa iconográfico, cuyo mensaje final se nos escapa. En él se dan cita un par de franciscanos y otro par de dominicos, más san Jerónimo penitente en el ático. La presencia de este último podría obedecer a una antigua advocación de la capilla. Respecto a los dos franciscanos, uno es san Buenaventura sentado y en actitud de escribir. Hace pendant con otro doctor de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, dominico. A esta última orden pertenece santo Domingo de Guzmán, su fundador, que no hace juego con san Francisco de Asís, sino con el reformador san Pedro de Alcántara, inconfundible por su hábito remendado y su atributo. 


Virgen de Guadalupe de la Compañía de María de Tudela, obra de Antonio de Torres, 1720.
Foto J. L. Larrión

La Compañía de María Nuestra Señora es el primer instituto religioso de carácter educativo para la mujer. La casa de Tudela fue fundada por religiosas del convento de Barcelona en 1687 y tuvo como promotor a don Francisco Garcés del Garro, acaudalado padre de familia, inquieto por la falta de centros educativos para la mujer. Desde Tudela se expandió la Compañía de María en las siguientes fundaciones: Zaragoza (1744), México (1754), Santiago de Compostela (1759), San Fernando (1760), Vergara (1799), Valladolid (1880), Almería (1885), Logroño (1889), Talavera de la Reina (1899) y Pamplona (1966), dándose la circunstancia que La Enseñanza de la ciudad de México fue el primer centro educativo de carácter formal para la mujer en Hispanoamérica y, a su vez, centro de expansión por otros países.

La donante de la pintura fue la célebre María Ignacia de Azlor y Echeverz, nieta del marqués de San Miguel de Aguayo. Nacida en Indias, de ascendencia aragonesa y navarra y con una fortuna nada desdeñable, decidió formarse en el seno de la Compañía de María en su convento de Tudela, para una vez concluido el periodo del noviciado, regresar con un puñado de religiosas de aquella casa para protagonizar una verdadera revolución pedagógica en tierras de Nueva España, de la que se iban a beneficiar las criollas de aquellas tierras. María Ignacia era nieta de Agustín de Echeverz, marqués de San Miguel de Aguayo, que inició, a sus expensas la gran mansión en la calle Mayor de Pamplona. Una de las hijas de este último, Ignacia Javiera, junto a su tercer marido José de Azlor y Virto de Vera, fueron los padres de María Ignacia.

La noble religiosa llegó a la capital de la Ribera cuando su iglesia estaba recién inaugurada y en pleno momento de la realización de su exorno. 

Sermones, villancicos y músicas se dieron cita en su entrático y su profesión, elevando la temperatura sensorial en ambas ocasiones, en 1743 y 1745, respectivamente. Destacados predicadores y compositores se dieron cita y, como caso excepcional en Navarra, se publicaron los textos de los villancicos interpretados. En ningún caso, ni en ningún otro convento femenino de Navarra conocemos estas ediciones que, en otros lugares, sí solían formar parte de la retórica de las fiestas de ingreso en las comunidades religiosas, especialmente cuando se trataba de novicias con posibles. Su llegada a Tudela para formarse se debió a la fama de esta casa, que había traspasado fronteras, llegando a convivir con varias religiosas de singular relevancia. 

Antonio de Torres rubrica el lienzo de la Guadalupana con las apariciones, en 1720. Se conservó secularmente en las dependencias del convento y llegó bastante deteriorado hasta que se restauró en 2005 para la Exposición de Juan de Goyeneche y el triunfo de los navarros en la Monarquía Hispánica del siglo XVIII, siendo estudiado por Elisa Vargaslugo.  En este caso, el ciclo aparicionista, representado en octógonos con marcos dorados muy sencillos, se narra en el ángulo superior izquierdo, pasa al superior derecho y prosigue en la parte inferior, de izquierda a derecha. En la parte inferior, en un amplio rectángulo, se representa la villa de Guadalupe, a la que se podía llegar atravesando una calzada que cruzaba la laguna de México. Es de anotar que el santuario se presenta con cuatro torres, tal y como se proyectó hacia 1720, en el mismo año en que aparece firmado el cuadro, aunque fue un plan que al final no se llevó a cabo.

La profesora Vargaslugo advirtió el rostro muy moreno de la Virgen, “muy mexicano”, un color que, con mayor o menor intensidad, siempre aparece en la iconografía guadalupana. El hecho de que en esta ocasión sea tan oscuro, le hizo suponer a la mencionada investigadora la posibilidad de que la donante, María Ignacia de Azlor, desease expresamente el detalle de aquel lienzo con destino a España, a fortiori teniendo en cuenta que su autor, Antonio de Torres, tampoco lo hizo con esa intensidad en otras pinturas de la misma imagen mariana.

Al icono mariano de tipo apocalíptico, ya fijado desde el siglo anterior, los pintores añadieron otros motivos como flores, emblemas y otros elementos simbólicos. En este caso encontramos cuatro ángeles que portan elementos que hablan de los epítetos de la letanía lauretana: rosas, el espejo sin mancha y la torre o, más bien, puerta del cielo.


Retablo de la Virgen de Guadalupe en la iglesia de la Compañía de María de Tudela, por los hermanos José y Antonio del Río, c. 1745. 
Foto B. Aldanondo

Existe, como ya hemos señalado en distintos trabajos, un dato documental sobre uno de los retablos de la iglesia del colegio de la Compañía de María de Tudela, concretamente el de la Virgen de Guadalupe, con su imagen en solitario, sin las apariciones, que nos informa de que fue realizado con las dádivas de sor María Ignacia Azlor. La religiosa dejó constancia de su dádiva al afirmar que lo hacía “por haber nacido en las Indias bajo su amparo”.

El retablo forma parte del conjunto de los tres que presiden la iglesia de la Enseñanza o Compañía de María, ofreciendo un complemento a la simpar e interesante arquitectura barroca. Fueron realizados, en torno a 1745 por los hermanos José y Antonio del Río, y en ellos se anuncia el triunfo de las delicadezas del arte rococó, a través de una cuidada decoración de follajes menudos y rizados. Ocupa el cuerpo principal del retablo una pintura del Sagrado Original del Tepeyac, realizado unos años antes, quizás lo trajo en su ajuar la mencionada María Ignacia.

Su promotora, María Ignacia Azlor, que hizo el noviciado en la casa de Tudela, a donde llegó el 24 de septiembre de 1742 y permaneció allí hasta 1752, fecha en que salió para su tierra natal y fundar el colegio de México, tras haber hecho la profesión solemne. Costeó en el colegio tudelano el retablo de la patrona de México, colaboró con 600 ducados para el sitio de la huerta y donó un rico vestido francés para confeccionar un terno, que se estrenó el día de su profesión. Sus dádivas llegaron también al cabildo de la colegial, como lo muestra el donativo de 800 reales para obsequio de Santa Ana en 1748, “mostrándose agradecida de haber asistido el cabildo a su profesión y tiene expresado el dicho señor tesorero que la expresada cantidad deberá servir para el terno de tela de oro que a prosecución del que se había empezado...... que deberá servir en las festividades de Nuestra Patrona Santa Ana”.

Se da la circunstancia de que es uno de los tres retablos conservados en Navarra, bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe, junto al de la parroquia de Morentin y el de su capilla en la iglesia de San Francisco de Viana.


Virgen de Guadalupe de las Carmelitas Descalzas de Araceli de Corella, c. 1750.
Foto J. L. Larrión

El lienzo de la sala de labor de las Carmelitas Descalzas de Corella fue un donativo de doña Damiana Olloqui por tener entre la comunidad a su sobrina, hija de doña Melchora Olloqui, viuda de Bayona. Doña Melchora heredó todo el mayorazgo del palacio de Olloqui y casó con Don Manuel Bayona. Del matrimonio nació una única hija de nombre Rafaela que, tras fallecer el padre, en 1878, ingresó en Corella como religiosa en 1879, con el nombre de Rafaela de la Virgen del Carmen, falleciendo en 1924 a los 71 años de edad. Su madre, doña Melchora se trasladó a vivir a Corella, testó en la misma ciudad y falleció en 1887, legando el palacio e importantes cantidades de dinero a las Carmelitas de Araceli. Entre las piezas que donó doña Melchora figuran este lienzo, el de san Miguel, un san Joaquín de escultura, el Niño Jesús vestido de carmelita de la Sala Capitular o Relicario, así como un delicado lienzo de san Joaquín y la Virgen Niña, copia de Carreño.

Damiana de Olloqui y Martínez de Sicilia y su hermana doña Melchora, eran primas de la mujer del general Baldomero Espartero, doña María Jacinta Guadalupe Martínez de Sicilia y Santa Cruz (1811-1878. La educación de esta última corrió a cargo de su abuela paterna, Guadalupe Ruiz de la Cámara y de su tía Josefa Martínez de Sicilia, por haber fallecido su padre y su madre prematuramente. La repetición del nombre Guadalupe en la esposa de Espartero y de su abuela, nos pone en camino para pensar en la plausible posibilidad de que el lienzo, hoy en Corella, hubiese pertenecido a la mencionada Guadalupe Ruiz de la Cámara y luego a su nieta Jacinta Guadalupe. Ésta última heredó de su abuela una profunda religiosidad y una exquisita educación.

Las pinturas novohispanas de la Virgen de Guadalupe no fueron siempre objetos destinados, en origen, a los conventos y monasterios de monjas en donde se han conservado hasta hoy. Buena prueba de ese trasiego son tanto esta pintura como la otra conservada en la misma clausura, concretamente en su coro alto.

 
Virgen de Guadalupe, cobre de Nicolás Enríquez, pintado en México, en 1773. Metropolitan Museum. Purchase, Louis V. Bell, Harris Brisbane Dick, Fletcher, and Rogers Funds and Joseph Pulitzer Bequest and several members of The Chairman's Council Gifts, 2014

La persona que realizó este encargo fue don Bautista Echeverría, baztanés establecido en la Nueva España y dedicado, con gran éxito, a los negocios. Según se constata en la documentación, este cobre formaba parte de una serie de cinco cuadros de pequeño formato que encargó Echeverría al mismo Nicolás Enríquez -cuatro de ellos estaban firmados por el mencionado artista y fechados en 1773- y que hay que poner en relación con sus principales devociones particulares: san Juan Bautista, su patrono, la Sagrada Familia, así como la Virgen del Pilar, culto muy extendido en tierras baztanesas, san Francisco Javier, copatrón de Navarra y la Virgen de Guadalupe, de la que se anota estar “tocada a su Maravilloso Original”, es decir a la imagen titular de México, para alcanzar todo el poder taumatúrgico de esta última.  El cobre pertenece hoy al Metropolitan Museum de Nueva York. En las cuatro esquinas figuran cuatro momentos de las apariciones y en la parte inferior presenta la siguiente inscripción: “Tocada a su Maravilloso Original, el día dos de Julio de 1785. / Por devoción de Dn Juan Baptista Eche / uerria. / Nicolaus Enriques Fact Mixici Aº 1773”. Del texto se infiere que el pintor ejecutó la obra en 1773, pero que la pintura no adquirió aquellas gracias añadidas, que suponía su contacto con el ayate, hasta el día 2 de julio de 1785, lo que nos indica que la pieza llegó a Irurita, después de su poseedor, que arribó al Valle el día 16 de junio de 1785, tras un periplo que se conoce con todo detalle. Este hecho puede indicar que se esperó para remitir el cobre a que fuese agraciada con el contacto con la imagen del Tepeyac.

En cuanto al indiano Juan Bautista Echeverría y Latadi (1743-1816), sabemos que pasó a Nueva España cuando tenía 13 años, al abrigo de su tío Gabriel de Echeverría, oficial de la Contaduría de las cajas reales de México. Tras pasar veintisiete años en Nueva España, en donde hizo una gran fortuna, de nada menos que de sesenta mil pesos fuertes, regresó a su tierra, con una gran experiencia en el comercio. Contrajo matrimonio en 1786 con María Micaela Gastón de Iriarte y Cortejarena, de la casa Iriartea de Errazu, uno de los solares baztaneses que más prohombres aportó en el siglo que don Julio Caro Baroja calificó como el de la Hora Navarra. Al año siguiente de sus nupcias, decidió construir la casa familiar en Irurita, tomando como modelo, como indica Pilar Andueza, la casa nativa de su esposa, que habían levantado sus suegros Pedro José Gastón de Iriarte y Elizacoechea, teniente coronel de las Guardias Reales y caballero de Santiago y Mª Joaquina de Cortejarena, entre 1754 y 1755. Como señala la profesora Andueza, ese modelo se siguió tanto en Reparacea como en el palacio de Subiza.

Los datos existentes hasta el momento sobre el autor del cobre, Nicolás Enríquez (1722-1787), lo sitúan como un maestro muy demandado. Se le atribuye una dilatadísima vida profesional, con actividad documentada entre 1730 y 1780. Aquellas décadas le hicieron testigo de los nuevos rumbos que tomaba la pintura novohispana dieciochesca, pudiendo alcanzar cierto prestigio. 

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