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26 de septiembre

La reina también muere: jeroglíficos en clave femenina
en la catedral de Pamplona

José Javier Azanza López
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Las honras fúnebres por personajes reales se celebraron suntuosamente en Pamplona y su catedral, por ser capital del reino y sede episcopal, acto que precedía a los que días más tarde se organizaban en el resto de ciudades del territorio navarro.

La seo pamplonesa acogió, en los siglos XVII y XVIII, las honras fúnebres de un conjunto de reinas consortes o viudas de la monarquía hispana. Se trata de Isabel de Borbón (esposa de Felipe IV) en 1644; María Luisa de Orleans (esposa de Carlos II) en 1689; Mariana de Austria (viuda de Felipe IV) en 1696; María Luisa Gabriela de Saboya (esposa de Felipe V) en 1714; Luisa Isabel de Orleans (viuda de Luis I) en 1742; Mariana de Neoburgo (viuda de Carlos II) en 1740; María Bárbara de Braganza (esposa de Fernando VI) en 1758; María Amalia de Sajonia (esposa de Carlos III) en 1760; e Isabel de Farnesio (viuda de Felipe V) en 1766.

Conforme al ceremonial de exequias reales en Pamplona, la llegada de la misiva oficial firmada por el rey anunciado la muerte regia (esposa, madre) accionaba de inmediato un complejo engranaje encaminado a llevar a buen término la función de exequias reales que, en el caso de Pamplona, revestía carácter doble, por cuanto desde mediados del siglo XVI y por cuestión de preeminencias en el protocolo, una provisión real de Felipe II permitió al Regimiento de la ciudad organizar sus propias honras fúnebres, aparte y en distinto día que las del virrey y Consejo Real. Ambas ceremonias, celebradas de manera consecutiva, contaban con vísperas, vigilia y misa solemne.

La magnificencia y aparato que el ceremonial funerario requería implicaba el esfuerzo de diferentes oficios, desde los responsables de su organización hasta los sastres, tapiceros, cereros, carpinteros, pintores, intelectuales, oradores y, finalmente, grabadores e impresores que dejaban constancia del luctuoso acontecimiento en la relación de exequias y el sermón fúnebre. El interés primordial de todos ellos se dirigía a la gran ceremonia de la catedral, cuyo espacio resultaba insuficiente para acoger con comodidad a fieles y autoridades. La pieza más destacada del “teatro de la muerte” la constituye una gigantesca arquitectura de tipología variada: el túmulo o catafalco, que en el escenario catedralicio se convierte en punto de referencia en torno al cual gira el drama de las exequias, metáfora por la que la reina difunta se hace presente a sus súbditos por medio de los símbolos que la representan.

El catafalco se erigía en medio del crucero, en el espacio libre entre las rejas de la capilla mayor y del coro que entonces ocupaba parte de la nave central, siendo necesario desmontar la reja de la vía sacra. Abarcaba la mayor parte del crucero tanto en planta como en alzado. Paralelamente a la labor de los carpinteros, que montaban un complejo sistema de andamiaje, los pintores procedían a dar un baño de negro al capelardente, a la vez que trabajaban las pinturas de escudos, coronas reales y calaveras con destino a la máquina funeraria. Los tapiceros sustituían las bayetas de terciopelo negro que se encontraban en mal estado, y los cereros se encargaban de proporcionar la multitud de velas y cirios del túmulo, cuyas trémulas luces recreaban el ambiente dramático que requería la arquitectura funeraria. En lugar preferente se instalaba un ataúd figurado, cubierto por ricos paños de brocado, si bien en las exequias pamplonesas se impuso en la segunda mitad del siglo XVIII la colocación de un gran lienzo con un esqueleto, reflejo del poder igualador de la muerte que no perdona ni a reyes y reinas.

En el siglo XVII, uno de los catafalcos más importantes fue erigido en 1696 para las exequias de Mariana de Austria, cuya composición asociada al manierismo italiano se debe a su autor, el ingeniero militar Hercules Torelli. Más sencillo resulta el túmulo levantado en la mayor parte de los funerales del siglo XVIII, configurado como una enorme máquina de tipo turriforme formada por un basamento sobre el que se elevan varios cuerpos decrecientes, encima de los cuales quedaba la tumba real. Al túmulo se adosaba un púlpito portátil desde el cual el orador sagrado pronunciaba el sermón fúnebre.

Elemento imprescindible de los túmulos eran los emblemas y jeroglíficos, en cuya ejecución intervenían eruditos y pintores. Los primeros eran por lo general notables juristas y teólogos que se inspiraban en diversas fuentes como las Sagradas Escrituras, la mitología, la historia y los escritos griegos y latinos, así como en los libros de empresas o emblemas, cuyo conocimiento en los ámbitos intelectuales pamploneses nos consta a través de los inventarios de bibliotecas de la época. Y es que en la composición del túmulo resultaba imprescindible la intervención de un mentor instruido en los símbolos y alegorías, responsable del “revestimiento ideológico” de la máquina. Por su parte, los pintores se encargaban de traducir materialmente las ideas de los primeros.


Jeroglífico exequias Bárbara de Braganza (1758).
Archivo Municipal de Pamplona.

Los jeroglíficos eran, en consecuencia, acertijos visuales que mediante la combinación de imagen y texto hacían “hablar” al monumento funerario de la gloria de la reina difunta. Excepcionalmente se han conservado, en el Archivo Municipal de Pamplona, las series de jeroglíficos de jeroglíficos dispuestos en el primer cuerpo del túmulo que el Regimiento de la ciudad levantó en el siglo XVIII para las exequias de las reinas Bárbara de Braganza (1758) e Isabel de Farnesio (1766), testimonio fiel y directo la fiesta barroca en Navarra. Elaborados en papel de tina a modo de grandes tarjetones y con un tamaño medio de 60 x 45 cm., constituyen uno de los contados casos en que han llegado hasta nuestros días los emblemas originales, dado que la mayoría de las veces tenemos conocimiento de ellos a través de los grabados que ilustran las relaciones de exequias.


Jeroglífico exequias Bárbara de Braganza (1758).
Archivo Municipal de Pamplona.

Los jeroglíficos pamploneses por la muerte de las reinas se ajustan a la composición canónica del emblema triplex alciatino formada por lema o mote en lengua latina, cuerpo o pictura, y epigrama en forma de poesía castellana, e insisten en un mensaje enlazado en un discurso coherente, que manifiesta además un evidente paralelismo con la oración fúnebre predicada por el orador sagrado desde el púlpito portátil del túmulo. Es más, se produce en muchas ocasiones una retroalimentación entre los contenidos del sermón y de los jeroglíficos, de tal forma que aquel encuentra su plasmación pictórica en las composiciones que decoran el túmulo, a la vez que estas son explicadas en el recurso retórico del predicador, que actúa casi como si de una declaratio se tratase. La idea de “predicar a los ojos”, que como analiza Giuseppina Ledda promueve la presencia de la ausencia, adquiere así pleno significado, merced a que la imagen (en este caso real al concretarse en la pictura de los jeroglíficos) actúa como eco y caja de resonancia de la palabra, y viceversa.


Jeroglífico exequias Isabel de Farnesio (1766).
Archivo Municipal de Pamplona

Tanto el programa iconográfico del túmulo como la oración fúnebre del predicador comienzan indefectiblemente con el profundo dolor que embarga el corazón de los súbditos navarros al conocer la fatal noticia de la muerte de la reina. Para ello se echa mano, bien de símbolos universales, bien de símbolos relacionados con la ciudad y el reino fácilmente identificables por los asistentes a la ceremonia: el león –rey de los animales y protagonista del escudo de armas de Pamplona–, las Cinco Llagas o las cadenas del escudo de Navarra.


Jeroglífico exequias Isabel de Farnesio (1766).
Archivo Municipal de Pamplona.

Una vez ha quedado constancia del dolor, resulta ineludible una reflexión sobre el acontecimiento que lo provoca: el tiempo y la muerte que todo lo consumen no pueden faltar en el ceremonial de exequias de la Edad Moderna, dado el sentido trascendental que impregna el pensamiento cristiano. En consecuencia, sepulcros, esqueletos y calaveras protagonizan buena parte de los jeroglíficos pamploneses por nuestras reinas, a los que acompañan otras metáforas del inexorable paso del tiempo como el reloj de arena, la corriente de agua que se despeña, la vela que se consume o la mariposa que arde en su llama. También la muerte de la reina viene expresada mediante imágenes celestes como la puesta de la luna o la visión de un cometa, pues el cosmos entero sirve para reflejar las vicisitudes regias.

Mas en una sociedad como la barroca que cree en la inmortalidad, la muerte no tiene la última palabra ni puede celebrar su triunfo si hay esperanza en una vida ulterior. Por tal motivo, ni el sermón ni el programa iconográfico del túmulo representan el triunfo de la muerte, sino el triunfo sobre la muerte que supone el paso de la esfera terrenal a la esfera celestial. Será una vida virtuosa la que garantice a la reina difunta la eternidad y la convierta en modelo de conducta para sus vasallos. Y de esta forma encontramos alusiones a la caridad y generosidad, fortaleza, prudencia, templanza y fidelidad con que se condujeron nuestras reinas en vida. Con este bagaje, la reina arriba al puerto de la gloria y goza de la recompensa de la vida eterna.

En consecuencia, la congoja inicial del programa iconográfico de los jeroglíficos y de la oración fúnebre queda trocada en regocijo final, merced a la imagen de la reina virtuosa que triunfa sobre el poder destructor de la muerte y es propuesta como modelo de conducta a imitar para alcanzar la vida eterna. Esta era, en última instancia, la verdadera esencia y significado de la ceremonia de exequias reales por nuestras reinas.

Para saber más:

AZANZA LÓPEZ, J. J., “Túmulos y jeroglíficos en Pamplona por la muerte de Isabel de Farnesio”, Archivo Español de Arte, n.º 289, 2000, pp. 45-61.

AZANZA LÓPEZ, J. J. y MOLINS MUGUETA, J. L., Exequias reales del Regimiento pamplonés en la Edad Moderna. Ceremonial funerario, arte efímero y emblemática, Pamplona, Ayuntamiento de Pamplona, 2005.

AZANZA LÓPEZ, J. J., “Jeroglíficos en las exequias pamplonesas de una reina portuguesa: Bárbara de Braganza (1758)”, en Paisajes emblemáticos: la construcción de la imagen simbólica en Europa y América (eds. C. Chaparro, J. J. García Arranz, J. Roso y J. Ureña), Tomo 1, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2008, pp. 339-360.

AZANZA LÓPEZ, J. J., “Oración fúnebre, emblemática y jeroglíficos en las exequias reales: palabra e imagen al servicio de la exaltación regia”, en Emblemática trascendente. Hermenéutica de la imagen, iconología del texto (eds. R. Zafra y J. J. Azanza), Pamplona, Sociedad Española de Emblemática y Universidad de Navarra, 2011, pp. 175-194.

AZANZA LÓPEZ, J. J., “Los grandes proyectos de arquitectura efímera”, en El arte del Barroco en Navarra (coord. Ricardo Fernández Gracia), Pamplona, Gobierno de Navarra, 2014, pp. 155-163.