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14 de octubre de 2008

Ciclo de conferencias

EL ESCULTOR LUIS SALVADOR CARMONA EN EL III CENTENARIO DE SU NACIMIENTO (1708-2008)

Luis Salvador Carmona entre Valladolid y la Corte

D. Jesús Urrea.
Director Honorario del Museo Nacional de Escultura, Valladolid

La llegada a Madrid en 1722 del futuro escultor estuvo precedida por una adolescencia que las noticias biográficas posteriores aseguran tuvo rasgos de precocidad. La tan manida historieja, que diría Palomino, del chico empeñado en tallar pequeñas figurillas con una navaja puede que tenga aires de verosimilitud dado el interés y belleza de las obras de arte que la iglesia parroquial de Nava del Rey, su pueblo natal, le podía brindar como modelos.

Si en su familia no existía ninguna tradición artística, en cambio la villa navarresa vivía un momento de auge económico que le permitía proseguir con dignidad el amueblamiento de su templo mayor que recientemente había sufrido las consecuencias de un hundimiento parcial de su torre. La llegada a Nava de ensambladores procedentes de Medina del Campo y de Valladolid como Francisco Martínez de Arce y Juan Correas, de obras escultóricas originales de Juan y de Pedro de Ávila que seguían la estela de Gregorio Fernández o de Bernardo Rincón, así como la presencia de otros artífices salmantinos, como el ensamblador Pedro de Gamboa o el escultor José de Lara, responsables de la sillería coral de la iglesia, justifican sobradamente que en un joven inquieto se suscitara la emulación en sus inclinaciones estéticas.

El espaldarazo para iniciar la adecuada formación artística lo obtuvo, según Ceán, de un canónigo segoviano que había observado los principios de su genio y que generosamente patrocinó su marcha a Madrid para estudiar en el taller de Juan Alonso Villabrille y Ron, el escultor más acreditado que había en aquel momento en la Corte. El contrato de aprendizaje de Luis Salvador fue suscrito por José Martínez de Arce, que se ha supuesto ser el ensamblador medinés de este nombre hijo de Francisco Martínez de Arce, lo cual resulta algo problemático ya que el 24 de junio de 1723, cuando se firma la referida obligación, éste contaba cinco años más que Carmona, siendo extraño que actuara como tutor y responsable del futuro escultor alguien que tampoco había cumplido la mayoría de edad. Es más probable que fuese el licenciado José Martínez de Arce, tío del ensamblador, quien representó legalmente la figura del padre del aprendiz, y cuya biografía habrá que conocer para justificar su relación con Villabrille.

Junto con las enseñanzas del escultor asturiano, Carmona tomaría contacto con la escultura de otros artistas que trabajaban en la Corte, como aquellos que colocaban sus obras en los retablos diseñados por José de Churriguera (m. 1724) o Miguel de Irazusta (m.1743) y entre los que se contaban Pablo González Velázquez o Juan de Villanueva. El casticismo de estos o el de Alonso de Grana, desarrollado dentro de una dirección de barroco exaltado, irá dejando paso a un nuevo gusto de marcado refinamiento y exquisitez en cuya aceptación tuvo que jugar un papel muy decisivo, además de las piezas importadas de Nápoles o Roma, aquellas otras producidas por artistas franceses en el taller de esculturas de Balsaín. 

La estancia de Carmona en el de Villabrille superó los límites establecidos por la vigencia del contrato (hasta el 24-VI-1729) -tiempo durante el cual colaboró directamente en obras contratadas por éste como las esculturas del Puente de Toledo (1723) o el grupo de San Fernando (1726) para el Hospicio de Madrid-, ya que antes de fallecer el maestro (entre 1730 y 1732) su discípulo se asoció con el escultor segoviano José Galván, yerno de Villabrille, con el fin de cumplimentar diferentes encargos.

Desde esa fecha hasta 1739 no se tienen noticias de obras suyas, pero al contratar en aquel año doce esculturas para el retablo mayor de la iglesia de Santa Marina de Vergara, cuyo ensamblaje corría a cargo de Irazusta, deja patente la capacidad que entonces poseía el artista para afrontar grandes encargos por disponer, sin duda, de un taller muy especializado. Sin duda este conjunto le abrió las puertas del País Vasco y le dio a conocer a una poderosa clientela que iba a solicitar insistentemente sus creaciones siempre dotadas de una calidad y belleza altísimas.

Los activos protagonistas de la denominada “hora navarra” residentes en la Corte encontraron en Carmona al mejor traductor de sus sentimientos estéticos. Para su iglesia nacional de San Fermín, situada entonces en el Prado de San Jerónimo, realizó a partir de 1743 un amplio muestrario escultórico capaz de satisfacer las aspiraciones espirituales, emotivas o artísticas de los Indaburu, Aldecoa, Gastón de Iriarte, Lavaqui o Goyeneche.
 

Doña Sancha de León. Escultura para el Palacio Real de Madrid

Doña Sancha de León. Escultura para el Palacio Real de Madrid

J. A. Villabrille y Ron, San Joaquín (detalle). Iglesia de las Calatravas, Madrid

J. A. Villabrille y Ron, San Joaquín (detalle). Iglesia de las Calatravas, Madrid
 

Aquel mismo año Carmona comenzó también a colaborar en la decoración del nuevo Palacio Real, a las órdenes del carrarés Gian Domenico Olivieri, esculpiendo mascarones, modillones y trofeos además de las estatuas de los reyes Ramiro I, Ordoño II, Dª Sancha, Felipe IV y Juan V y, años más tarde, varios relieves para la galería del cuarto principal. Labor tan dura como la talla en piedra la simultaneó con numerosas peticiones de escultura en madera destinadas a la iglesia guipuzcoana de Segura o a las navarras de Lesaca, Azpilicueta, Idiazábal, o Lecároz etc., efectuadas prodigiosamente mientras se ocupaba en otras para La Granja de San Ildefonso o para particulares, parroquias y congregaciones religiosas de Madrid.

Si bien en 1748 aspiró a gozar de nombramiento de escultor real no lo consiguió tal vez por los fundados celos de otros escultores o quizás por su declarada ambición, debiéndose de contentar en trabajar en diferentes ocasiones al servicio de la Corona tanto en la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Rosario en La Granja o en el Panteón de Felipe V en la Colegiata del citado Real Sitio. Su capacidad para la enseñanza la dejó bien patente tanto en la academia de Olivieri como, a partir de 1752, en los estudios de la Real Academia de San Fernando en la que ostentó el cargo de Teniente de Director, sintiéndose muy orgulloso de haber sido el maestro del escultor Francisco Gutiérrez.

El compendio que de su vida y obra se escribió en 1775 aseguraba que eran “muy pocos los templos de esta Corte en que deje de haver muestras de la eminente havilidad” de Carmona. Mercedarios, oratorianos, dominicos, trinitarios, jesuitas, etc. el duque de Frías, el marqués de Estepa, el de la La Bañeza, etc. se contaron entre sus clientes, habiéndose llegado a calcular su producción en más de quinientas efigies anotadas en “un cuaderno que por su orden las sentaba” y en cuyo cómputo entraban los pequeños crucifijos, los Niños de Pasión o las figuras de estuco y por supuesto el gran número de esculturas que hizo para fuera de la Corte (León, Astorga, Segovia, Salamanca, Talavera, Los Yébenes, Nava del Rey, Serradilla, Brozas, La Rioja, Loyola, etc.) satisfaciendo la demanda de quienes se encontraban interesados en conseguir los productos artísticos más actuales y de mayor prestigio.

La muerte de Carmona en 1767 nos privó de conocer el rumbo que habría seguido su arte al contacto con la nueva corriente que se venía gestando y cómo habría aceptado su genio el academicismo más riguroso que acabó superando la delicada ternura y la fresca espontaneidad de sus creaciones más personales.