El pasado 13 de abril, domingo de Ramos, fallecía repentina y trágicamente nuestro colega, colaborador y gran amigo Fernando Iraburu Bonafé. Su partida, a una edad temprana, ha dejado un vacío en su familia, en sus amigos, en sus compañeros de profesión y en todos aquellos que compartieron con él su cercanía y alegría.
Nacido en la capital navarra, primogénito de una numerosa familia de nueve hermanos, hijo de Carlos y Gracia, Fernando encarnó desde su infancia los valores que luego marcarían su vida: la entrega generosa, la honestidad y una sensibilidad especial. Estudió en los colegios Irabia-Izaga y Miravalles-El Redín, donde destacó por su rendimiento académico, su pasión por el deporte, y su sensibilidad hacia los más vulnerables, colaborando en centros para personas con discapacidad y residencias de mayores, sembrando allí afecto, dignidad y alegría.
Desde muy joven sintió el asombro por la belleza de lo cotidiano. Fue esta sensibilidad la que lo condujo naturalmente hacia la arquitectura, vocación que heredó con gratitud y entusiasmo de su padre, y que compartió con varios de sus hermanos. En la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra, cultivó un expediente brillante y una ética de trabajo silenciosa y fértil. Su talento no tardó en despuntar: ya en los cursos iniciales, sus profesores reconocían en él una voz distinta, reflexiva, profundamente comprometida con los retos de una arquitectura española en plena crisis.
Durante sus cinco años de formación, desarrolló una trayectoria académica sostenida y sobresaliente, caracterizada por la excelencia en el trabajo proyectual, la profundidad conceptual en el análisis de los proyectos, y una constante actitud insaciable de búsqueda e innovación. Dentro del departamento de proyectos, destacó por su capacidad de articular pensamiento crítico con soluciones técnicas novedosas, así como por una notable sensibilidad hacia el contexto urbano, social y medioambiental.
En este periodo de instrucción, encontró en el arte y la escultura una fuente inagotable de inspiración, deslumbrado por la arquitectura de maestros como Carvajal, García de Paredes, De la Sota, Fernández del Amo, Sainz de Oíza, Bohigas, Peña Ganchegui, Fernández Alba, Vázquez de Castro, Fernando Higueras o referentes actuales como Peter Zumthor, Álvaro Siza y Souto de Moura. Su sensibilidad para hallar la belleza en lo ordinario se extendía también a la música, donde resonaban en su interior las composiciones de Wim Mertens, Bill Evans, Brian Eno, Brahms, Mark Knopfler, René Aubry o John Coltrane, alimentando una imaginación poética y melancólica.
En el cine hallaba ecos de sus inquietudes más profundas, fascinado por la mirada trascendente de Terrence Malick, Tarkovsky y Kurosawa, la genialidad de Orson Welles, Hitchcock o Fellini, el humor de Keaton y Berlanga, la densidad de Antonioni y la elegancia de George Cukor. Le acompañaban también las lecturas de pensadores y escritores que moldearon su visión sobre el mundo y lo trascendental: Umberto Eco, T.S. Eliot, Joseph Ratzinger, Stefan Zweig, Ortega y Gasset, Aristóteles, Cicerón, San Agustín, Marco Aurelio, Kenneth Frampton o Paul Valéry. En ese cruce de voces y miradas, fue trazando su propio camino, cultivando una arquitectura cargada de contenido, memoria y belleza.
Más allá de los logros académicos, su paso por la escuela dejó huella por su espíritu colaborativo, su alegría, su elegancia, su constante disposición a ayudar a sus compañeros, y su compromiso con una arquitectura pensada desde la ética, la belleza y el servicio.
Durante sus años universitarios colaboró activamente con Vaíllo + Irigaray Architects en múltiples proyectos y concursos. Posteriormente, inició su práctica profesional en el estudio Alcolea-Tárrago, aún como estudiante. Participó en diversas competiciones nacionales e internacionales —junto a colegas y hermanos como Carlos Iraburu, Yago Vaíllo, Jorge de Ulibarri, Marta Ayesa, Joan Maravilla, Marc Ribert o Ignacio Cimadevilla —, obteniendo menciones y galardones que preludiaban una carrera de excelencia. Proyectos como las termas en la plaza de la cebada en Madrid, el Rural Tourism Accommodation en Vietnam, el centro de interpretación de las Bardenas Reales, una bodega en Peñafiel, el monasterio de San Juan en Burgos o el archivo histórico de la misma ciudad, la azucarera de Monzón, la librería de la UNED en Valencia o el complejo arqueológico de Cártama.
A pesar de la brevedad de su recorrido profesional, su trayectoria se distinguió por una intensidad poco común, dejando huella tanto en el ámbito proyectual como en el humano. Desde sus primeras colaboraciones en estudios de prestigio, demostró una madurez técnica y una visión arquitectónica fuera de lo habitual, abordando cada proyecto con rigor, sensibilidad y entusiasmo.
Finalizada la carrera con sobresaliente, fue seleccionado para exponer su proyecto de fin de grado entre los siete mejores expedientes del curso. A partir de entonces, su vida profesional se desplegó en una “doble vía” tan singular como coherente: por un lado, colaborando en estudios de referencia como Mangado y Asociados o Nieto Sobejano Arquitectos —tras una etapa formativa en Cano Lasso Arquitectos—; y por otro, cultivando una labor personal e independiente en proyectos de reforma y pequeñas edificaciones de nueva planta en Pamplona, Madrid o Málaga. Más recientemente, fundó junto a su padre y su hermano Iraburu Estudio, con el que logró importantes éxitos en concursos públicos, como el Centro de Interpretación de la Pelota Vasca y la reurbanización de la Plaza de Santa Ana, ambos en el casco histórico de Pamplona.
A través de sus proyectos y delicadas obras, aunque incipientes, dejó entrever una promesa fecunda, una mirada aguda hacia lo esencial del habitar y un respeto profundo por la memoria, el lugar y la escala humana.
A la par de su práctica profesional, su afán apasionado por trasmitir manteniendo viva una actitud crítica y reflexiva sobre la disciplina. Fernando había iniciado su tesis doctoral en la Universidad de Navarra, bajo la dirección del profesor Jorge Tárrago, continuando así una vida intelectual profundamente arraigada en el amor al conocimiento, la arquitectura, y el arte.
Fernando no fue únicamente un brillante arquitecto; fue, sobre todo, una persona profundamente buena. De mirada limpia, pensamiento agudo y alma hospitalaria, en él habitaban una curiosidad insaciable, una generosidad callada y una inmensa capacidad de escucha además de una fe profunda y sencilla.
Pero en medio de este luto, permanece viva la certeza de que su búsqueda de la belleza no fue en vano. Que su entrega fecundará otras miradas, otros trazos, otros proyectos, otras vidas. Y que, en algún lugar, más allá de lo visible, el arquitecto habita ya en la casa eterna.
Descanse en paz.
Texto escrito por: Yago Vaillo, profesor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra
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