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5 de junio

Conferencia

Música y vida cotidiana en la Real Colegiata de Roncesvalles

Ricardo Fernández Gracia
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Julián Ayesa
organista de la catedral de Pamplona

Presentación

La historia de Roncesvalles, la reconstrucción de cuanto supuso en la cultura medieval navarra y europea, es conocida gracias a los estudios de distintos especialistas. Como en otros casos, lo acaecido en los siglos del Antiguo Régimen ha pasado más inadvertido, pese a que las noticias son abundantísimas en el archivo de la colegiata y muchas fueron publicadas en la monografía de Javier de Ibarra, rica en datos pero con escasas referencias a las fuentes documentales utilizadas. Desde Roncesvalles se seguía administrando un enorme y complejo patrimonio.

La vida cotidiana se desarrollaba con ritmos repetitivos y se salpicaba con las fiestas de unas romerías primaverales y una conmemoración renombrada, en septiembre, en honor a su titular. El transcurso del año contemplaba recompensas a cazadores de lobos y osos, y suculentos banquetes a los ilustres visitantes que no faltaban en un lugar de paso y frontera.

A través de la música, se eligieron para esta sesión unos temas de la vida ordinaria y extraordinaria de la colegiata en aras a glosarlos en el incomparable marco de su iglesia, de la mano de unas melodías seleccionadas ad hoc.

Sobre del canto en las horas canónicas, desde fines del siglo XVI se siguió lo decretado en los Concilio de Trento y de Milán. El subprior Juan de Huarte afirma:

Cántase en Roncesvalles todo el oficio por el canto firme, llamado en lo vulgar “canto llano” y con órgano grande y sonoro, bien tañido, porque siempre se busca oficial diestro. No se canta el canto figurado que es capilla de voces porque no hay posibilidad y porque la iglesia católica tiene más aprobado el primero, el cual han de saber todos, aunque sean dignidades, y han de cantar so pena que en conciencia no ganarán distribuciones.

A comienzos del siglo XVII había cuatro infantes, llamados también “mozos de coro”, que interpretaban los versos y asistían a los maitines, por parejas en cada semana. Ayudaban a misa y servían también en la sacristía. Se estimaba oportuno que fuesen seis para dedicar cuatro íntegramente al canto junto a los racioneros, exigiéndoles saber canto llano y órgano.

Las Constituciones del cabildo, editadas en 1791, indican que el organista era por lo general el maestro de capilla, siendo un lego quien lo desempeñaba. Aquel tenía la obligación de tañer el órgano en la misa conventual, vísperas, completas, salve diaria y maitines y, por supuesto, en todos los actos solemnes y extraordinarios. A su cargo estaba la distribución de partituras y cuidado en su ejecución, procurando que la letra y música estuviesen acordes con “la majestad del templo”, una expresión muy cercana en su contenido y en su forma a cuanto expone el marqués de Ureña en sus Reflexiones sobre la arquitectura, ornato y música en el templo, publicada en Madrid en 1785.

Respecto a los músicos, estaban a lo que dispusiese el maestro de capilla, el prior y su cabildo. Los infantes, bajo la jurisdicción del maestro de capilla, debían ser instruidos en música con clases matutinas y vespertinas. Recibían también 18 robos de trigo, seis ducados, vestimenta y leña, y vivían en casa propia, perteneciente a la colegiata.

El órgano se describe en 1587 con sus registros de flauta de octava, quincena, dieciseiscena, flautado, dulzainas y temblante. En la década de los veinte del siglo XVII hizo uno nuevo Pedro de la Plaza, que se juzgaba en aquel tiempo como gran instrumento. Ese mismo maestro contrató en 1624 un órgano para Cáseda. Las listas de organistas las publicó en su estudio M. C. Peñas.

Rigores invernales que llevaron a pensar en un traslado / El Invierno de Vivaldi

Roncesvalles bajo una gran capa de nieve (noviembre 2015). Foto: Jesús Caso. DN.

Un refrán popular recogido a comienzos del Seiscientos sentenciaba: “Roncesvalles, ocho meses de invierno y cuatro de infierno”, en alusión a la severidad del clima. Se mencionan en las fuentes escritas los “fuertes inviernos y tristes veranos”. El Doctor Navarro, Martín de Azpilicueta, dio cuenta de que el santuario estaba “entre sus cumbres desiertas (de altos montes y peñas) cubiertas de nubes canas y blancas de nieves, con extremados fríos y ásperos hielos y de espesas y húmedas nieblas”. Diversos documentos dan testimonio de algunas nevadas históricas; entre ellas hay que mencionar la de 1600, responsable del hundimiento del viejo claustro. En el citado año se midieron con una pica, en Ibañeta, 19 palmos de nieve.

A principios del siglo XVII, los inviernos se describen como “casi intolerables, por la rigurosa inclemencia de la región, de fríos, hielos y excesivas nieves que suelen durar hasta el mes de mayo y algunos años hasta San Juan”. Respecto a los veranos, se menciona “la calamidad de las nieblas, donde se suelen pasar veinte días y un mes sin ver la claridad del sol, rezumando tan extrañas humedades que fuerzan a estar sobre la lumbre, cuando en otras partes se abrasan de calor”. El mencionado subprior Juan de Huarte afirma que la vida en común era harto dificultosa en aquellas circunstancias, no pudiéndose utilizar el refectorio más que en verano, ya que el resto del año era necesario comer junto al fuego,

pues suele haber golpes de nieve tan grandes que, con estar las casas casi al lado de la iglesia, no se puede alcanzar la entrada, respecto de cerrarse todas las callejuelas, subiendo la nieve hasta las ventanas, las cuales en semejantes temporales sirven de puertas para la iglesia, como ha sucedido el presente año de 1616, y el mayor trabajo que se pasa es lo uno no poder alcanzar agua, porque cierra como con tapia todas las fuentes y arroyos y estanca el molino y por falta de ella se derriten la nieve en calderas y sartenes para beber y para el servicio, lo otro, el descargar los tejados porque con el sobrado peso hundiría las casas, como muchas veces ha sucedido y como hundió el claustro el año de 1600, quebrando todas sus columnas y arcos, cuyo reparo costará más de 16.000 ducados.

En 1622 y 1623, las nevadas dejaron los caminos impracticables y los canónigos no podían ir a la iglesia, debiendo descargar continuamente los tejados de sus casas para que no se hundiesen.

Las inclemencias del tiempo se reflejaban asimismo en los rayos y centellas de las tormentas. Una de las más grandes referenciadas en los textos fue la del 2 de septiembre de 1617, a las cinco de la tarde. En ella hubo que lamentar algunas desgracias personales en Burguete, cuando ante la piedra y el bochorno un grupo de cinco hombres, dos mujeres –de nombre Dominica e Inés– y un par de bueyes con el carro de leña se refugiaron bajo una gran haya. Cuando se disponían a regresar al pueblo, un trueno hizo temblar Roncesvalles y Burguete y un rayo que se describe como “de vivo fuego que había encendido los edificios, causando terrible espanto y temor” descargó en el árbol y mató a las dos mujeres y a los bueyes.

Todos esos rigores climáticos y el lugar de frontera, que no posibilitaba la quietud y el recogimiento de una comunidad religiosa con vida regular, hicieron pensar en el traslado del cabildo al interior de Navarra, algo que no se hizo por los grandes gastos que ocasionaría la fábrica del complejo arquitectónico. Sin embargo, también se especuló con pedir al rey uno de los “suntuosos palacios” de Olite o Tafalla, dotados de numerosas construcciones, argumentando que para el monarca no suponían más que gastos, o trasladarse a San Salvador de Sangüesa. En aquel supuesto, en Roncesvalles quedaría el hospital con un canónigo y otro clérigo, con el personal para atender la institución y un pueblo con vecinos naturales con su alcalde, todos sujetos al prior y cabildo donde quiera que estuviesen.

Lo legendario: de Roldán a la aparición de la Virgen y un relicario insigne / Eco del valle de José Mª Beobide

Dibujo de 1617 que incluye el licenciado Juan de Huarte en su Historia de Roncesvalles. Biblioteca Navarra Digital, ejemplar procedente de la Biblioteca de la Colegiata de Roncesvalles.

El dibujo, a toda página, que incorpora la historia manuscrita de Roncesvalles redactada por el licenciado Huarte entre 1609 y 1624, es toda una prueba gráfica acerca de un contexto y de una visión del pasado de la colegiata a comienzos del siglo XVII. Está datado en 1617 y realizado a plumilla con acuarelas de colores. Luce tres escudos y una inscripción en latín, cuya traducción es: “Estas tres insignias resplandecen más que los cetros de los reyes, porque representan los trofeos de la santa fe y las sacras leyes”. El primero de ellos representa a la Virgen en un trono de abolengo renacentista, que copia de un grabado mariano del siglo XVI. A sus pies, un peregrino se encomienda arrodillado, acechado por sendos lobos, que retrotrae a la fundación del hospital en el segundo cuarto del siglo XII. El segundo escudo presenta las cadenas de Navarra y la cruz verde de la colegiata, emblemas del reino y de Roncesvalles. El tercero es más complejo y en él se representan dos cornetas de marfil, la mayor de Roldán y la menor de Oliberos; junto a ellas sendas mazas, la espada Durindana de Roldán, “que en estos tiempos la tiene el rey de España en su armería real”, según el autor del manuscrito, y el estribo del arzobispo Turpin. Todos esos objetos figuraron secularmente en el altar mayor de Roncesvalles entre lámparas y los visitaron caballeros franceses, embajadores y otras personas de rango que “las hacen bajar y las veneran besándolas, y he visto llorar de ternura a algunos por la sola memoria y representación de cosas tan insignes y tan antiguas”.

Todo lo relativo a la leyenda de la aparición de la Virgen cobró carta de naturaleza cuando el relato se escribió e incluso se publicó, a fortiori, desde que el padre Villafañe la incluyó en su famosa obra (1740) de las imágenes marianas españolas. Pero ya en el siglo XVII los canónigos Huarte y Burges trataron del tema. El primero, recogiendo las informaciones de los viejos canónigos y la descripción de unas pinturas muy antiguas del claustro de la iglesia de Sancti Spiritus, recrea el pasaje en la fuente con el ciervo con sus luminarias en la cornamenta, los ángeles cantando la salve y los campesinos que escuchan y acuden, un poco antes que la reina doña Oneca, que habría hecho forrar la imagen de plata. Martín Burges y Elizondo añade el detalle de la presencia del obispo de Pamplona, avisado de la aparición por un ángel mientras dormía; un dibujo del hecho en la Fuente de los Ángeles se encuentra en su obra manuscrita.

Fuente de los Ángeles con la Virgen de Roncesvalles en un dibujo de la obra manuscrita de Martín Burges y Elizondo, c. 1670. Biblioteca Navarra Digital, ejemplar procedente de la Biblioteca de la Colegiata de Roncesvalles.

Por si todo eso fuera poco, unas señeras y legendarias reliquias, siempre a la altura del santuario, se recogían en el denominado ajedrez de Carlomagno, una pieza de mediados del siglo XIV de los talleres de Montpellier que, según la crónica, fueron reunidas por don Francisco de Navarra, prior de la casa y futuro arzobispo de Valencia. Algunas de aquellas piezas insignes se exhibieron en un armario relicario, en la cabecera del templo, hasta bien entrado el siglo XX.

Peregrinos de diversa índole / Improvisación de Dum pater familias, Libro Vermeil Montserrat y Cantiga de Alfonso X el Sabio

De nuevo es Juan de Huarte, formado en la Universidad de Salamanca, el que a comienzos del siglo XVII y con experiencia de décadas como canónigo entre 1598 y 1625, nos proporciona una descripción ajustada acerca de los peregrinos que llegaban a la colegiata y su hospital. Concretamente, distingue cuatro tipos. En el primero incluye a los verdaderos, pero advierte de la gran diferencia de los antiguos

y los de estos tiempos, porque los antiguos, como verdaderos cristianos y celosos de la salvación de sus almas, hacían sus peregrinaciones santamente, movidos por santos fines, con medios proporcionados para conseguirlos, unos por penitencia de sus pecados, otros por venerar los lugares píos en los cuales hubiese Dios mostrado sus misericordias en socorro de los fieles y confusión de los infieles, obrando milagros; otros por honrar a la Virgen Madre de Dios, a los santos apóstoles, visitando sus sepulcros y reliquias, y de otros muchos santos, y sobre todo el del Santo Sepulcro de Jerusalén con los demás lugares santificados con la presencia de Cristo, nuestro Señor. Bien entiendo que todavía en estos tiempos habrá muchos peregrinos que harán sus peregrinaciones por alguno de estos santos fines o por todos ellos, pero son muy raros.

En la segunda clase engloba a vagabundos, holgazanes, baldíos, inútiles, malos trabajadores, viciosos “que ni son para Dios ni para el mundo” y desterrados de sus tierras. Con una media sotanilla, una esclavina, zurrón, calabaza y bordón, junto a una socia, fingiendo estar casados, “discurren por toda España, donde hallan la gente más caritativa que en otras partes de la cristiandad”. En el mismo tipo alista a aquellos que andan toda la vida con título de cautivos, engañando a las gentes sencillas con relatos de lo que padecieron en Argel, Constantinopla o Marruecos, en tierras de turcos y moros, fingiendo siempre mil mentiras.

La tercera corresponde a los labradores que vienen de Francia y del norte de Europa. Recuerda que, si vienen de Bearne, nunca lo indican, afirmando que son de tierras cristianas de Francia. No vienen con verdad de peregrinación, sino solo por sustentarse en España y acompañados de mujeres e hijos. Los identifica con labradores que, acabada la sementera, por no gastar en sus casas o no tener, se dedican a ir cantando coplas y canciones donosas hasta el tiempo de la cosecha. Reúne en este mismo apartado a los buhoneros franceses, llamados “merchantes”, “una gente muy lucida como ortigas entre yerbas, entre cristianos son cristianos y entre herejes, como ellos”. Se acompañan de cascabeles y sonajas y con colgantes por los cuellos llenas de dijes y de cosas baladís.

Por último, en cuarto lugar estaban los más perniciosos “por ser herejes”, tanto principales como plebeyos; los primeros, movidos por la curiosidad de ver España, por su condición de espías en tiempos de guerra y disfrazados con hábitos de frailes y con bordones y esclavinas, nunca entraban a la iglesia ni se quitaban el sombrero delante del templo, y si lo hacían era por mera curiosidad, “por ver las antiguallas de Roldán y Oliberos”, simulando ceremonias de cristianos para acogerse en el hospital. Los segundos eran muchos y de diversos grupos: labradores, cavacequias, paleros, guadañeros y ganaderos, generalmente bearneses, que llegaban a Castilla y Aragón. Cuando terminaban de cortar los henos, volvían a su tierra con el dinero ganado. Tanto a la ida como a la vuelta paraban en Roncesvalles, en cuyo hospital recibían raciones.

Entre el tañer de campanas / En el Jardín de un monasterio, Ketelbey

La vida ordinaria de la casa, como en cualquier pueblo o monasterio, estuvo regida por el reloj y las campanas que estaban al cargo de una misma persona. A comienzos del siglo XVII, se estipuló que debía ser individuo instruido en tañer las campanas en sus diferentes toques correspondientes a incendios, días feriados, fiestas semidobles, dobles y solemnes, distinguiéndose también los mortuorios, aniversarios, procesionales, tocando más o menos rápido y con distintos tiempos, “según la calidad de la fiesta y del acto”. Al parecer, todo aquello no se había tenido nunca en cuenta en la colegiata, ya que el oficio había estado unido al de sacristán, bastante ocupado en otras diligencias del culto divino. Los toques se delegaban también en los muchachos y “con ser ellas bien grandes y sonoras, no hay regla ni orden en sus toques ni diferencias”. En aquellos momentos postridentinos, se deseaba equipararse a las iglesias catedrales, colegiatas y otros templos importantes.

También se recogió la tradición antigua de la casa, seguramente de raíces medievales, de bandear “a peso” una campana por un rato después de anochecer y salir de maitines para avisar a todos los residentes en la colegiata y que se recogiesen en sus casas, cerrando bien sus puertas, “por ser soledad y gran paso aquel puesto”. La costumbre, en desuso, se volvió a poner en práctica a comienzos del siglo XVII. Evocar la noche en los alrededores de la colegiata, sin luz, con un silencio total y la campana doblando, no deja de resultar sobrecogedor.

Las Constituciones del cabildo de 1785, publicadas en 1791, preveían que todo lo relativo a las campanas estuviese a cargo del sacristán menor y su sirviente.

Lo ordinario: la caza de osos y lobos / Gran Batalla de Marengo, Anónimo, c. 1800

La protección de los peregrinos en la colegiata –de los enemigos, las inclemencias del tiempo, los bandoleros y los lobos– está en sus mismos orígenes y fue preocupación a lo largo de los tiempos. Los cronistas relatan que, con la fundación y dote del hospital e iglesia de Roncesvalles en torno a 1127-1132, se trataba de evitar la muerte de peregrinos a causa de las tormentas de nieve y los ataques de los lobos. Para atenderlos, el obispo de Pamplona, Sancho de Larrosa, fundó una casa de recepción de peregrinos y necesitados. Durante el reinado de García Ramírez, en 1135, experimentó un enorme crecimiento dejando de ser un pequeño hospital.

En la visita realizada a la colegiata en 1590, en periodo de plena aplicación de la reforma tridentina en la diócesis de Pamplona, el visitador don Martín de Córdoba se da cuenta de que en tiempo de parir las ovejas y cabras era necesario extremar las precauciones, “atento que en esto se ha visto perder y morir muchos corderos, y en este tiempo por los lobos y fieras hacerse mucho daño”.

Dos imágenes hemos conservado en relación con el acoso de los lobos a los peregrinos, ambas del siglo XVII, en un relieve del desmontado retablo mayor que se exhibió en la muestra dedicada a Huellas de la ruta. Arte en el Camino de Santiago en Navarra (2004) y en una estampa devocional de la Virgen de Roncesvalles.

Respecto al retablo, recordaremos que su construcción hay que contextualizarla con la transformación de la capilla mayor del templo que tuvo lugar bajo el priorato de don Juan Manrique de Lamariano, entre 1619 y 1628. Sus autores fueron Gaspar Ramos y Victorián de Echenagusia, ambos del taller de Sangüesa, que recibieron pagos desde 1623. El encargado de la policromía fue Fermín de Huarte, habiendo recibido por sus labores la cantidad de 750 ducados.

Relieve del retablo mayor de Roncesvalles, por Gaspar Ramos y Victorián de Echenagusia, 1623.

En uno de sus tableros conservado en la colegiata, figuran la Virgen y Santiago como protectores de los peregrinos. El relieve se ubicaba en una de las calles laterales del ático del retablo. Los pastores son acosados por sendos lobos, llegando a morder al más joven en el brazo, mientras dos tratan de espantar a los animales con palos. La presencia de esta imagen en el retablo que recogía las miradas de cuantos entraban en el templo debió de impactar sobremanera, intensificando los relatos, algunos legendarios, que a lo largo del camino de Santiago se referían.

Respecto al grabado, la escena de tres peregrinos acosados por otros tantos lobos que intentan llegar al Hospital de los peregrinos aparece en la parte inferior de la estampa que realizó para la Virgen de Roncesvalles Nicolás Pinson, grabador valenciano nacido en 1640 y fallecido después de 1672.

En unas disposiciones recopiladas en 1718, se señalaba que siempre que viniese algún cazador con crías de lobos, osos o sus pellejos, se le darían dos panes y dos pintas de vino, advirtiéndose de que, si el canónigo hospitalero le diese primero dos reales, no se le diese otra cosa. Esas recompensas se daban siempre que las crías o pellejos que trajesen hubiesen sido cogidos en dos leguas de circunferencia en torno a la colegiata. En las cuentas de 1713 se anotaron 8 reales a los que mataron un oso en Ibañeta, 22 reales a un hombre de Abaurrea que trajo tres crías de osos, 10 reales a uno de Aézcoa que trajo cuatro crías de lobos, 2 reales a otro de Orbaiceta por cinco crías de lobos, 2 reales a uno de Mezquíriz por un lobo y otros 2 reales a otro de Orbaiceta por tres crías de lobo.

Visitas / Minueto de la Marcha para la entrada del Reino

Un capítulo interesantísimo en la vida cotidiana fue el de las visitas de prelados, virreyes, militares y altos personajes de la corte española y francesa. A comienzos del siglo XVII, el subprior Huarte afirma en estos párrafos que llegaban huéspedes cualificados y negociantes:

No quiero decir nada de la gente de lustre autorizada y calificada que suele subir en buenos tiempos de ambas Navarras y de otras partes de España y Francia, por devoción o por otros respectos, con tropas de acompañamientos, a los cuales se hace mesa franca, y no se ha visto que se haga a costa de priores que no hicieran…, semejantes personas suelen subir por las fiestas de Nuestra Señora de septiembre que llaman de las sueltas… Tampoco quiero alargar en cuanto a otras gentes que todos los días llegan a Roncesvalles por negocios, como son los arrendadores, claveros, censeros y otros administradores de las haciendas que tiene en ambas Navarras, mayormente cuando se averiguan en Roncesvalles las cuentas generales de las rentas y haciendas y las de los bustos de ganados mayores y menores, en las cuales ocasiones suelen acudir tantas gentes que cansan, inquietan y gastan.

Según Martín de Azpilicueta, en tales ocasiones los canónigos se dirigían por la noche con velas encendidas al hospital, un gran edificio semejante a Itzandegia de más de 500 m2 denominado Caritat. Allí estaban los peregrinos dispuestos a cenar, a los que saludaban. Los canónigos, junto a los ilustres visitantes, subían a un estrado rezando con los peregrinos por los bienhechores, nombrados expresamente. Tras la bendición de la mesa, el prior, subprior o la persona de distinción bajaba del estrado para repartir un pan, después de besarlo, mientras los ministros del hospital suministraban el resto de los alimentos, caldos, carnes o pescados, según el día, sin que faltase el vino. Sin duda, esta es una descripción muy apta para una recreación escenográfica.

En 1560 pasó por la colegiata la hija de los reyes de Francia, Isabel de Valois, que casaría con Felipe II en Guadalajara a comienzos de febrero de aquel año. La mayor parte de la comitiva que le acompañaba con Antonio de Borbón, rey consorte de la Baja Navarra de Ultrapuertos y su hermano el cardenal Borbón, tras un horrible viaje complicado por la nieve y los ventisqueros, llegó a la colegiata el 5 de enero, en donde esperaban por parte española el duque del Infantado y el arzobispo de Burgos. La recepción fue en el mencionado edificio de la Caritat, convenientemente tapizado y con un estrado ricamente alfombrado y trono rojo. Siguieron los discursos del arzobispo de Burgos y de don Antonio de Borbón que, tras recordar que entregaba a los españoles lo mejor de Francia, reivindicó, como rey de Navarra, sus derechos. A continuación, asistieron a la cena los trescientos peregrinos que había aquel día, repartiendo un escudo a cada uno el mencionado duque de Vendôme y rey de Navarra, don Antonio de Borbón. En la visita a la capilla de Sancti Spiritus, los franceses se llevaron como reliquias los últimos huesos de los que murieron en la batalla de Roncesvalles. Cuando la comitiva abandonó la colegiata, había vara y media de nieve en lo bajo.

Felipe V visitó fugazmente la colegiata el 1 de junio de 1706 en un día primaveral y se hospedó, no en la casa prioral, sino en la del canónigo Simeón de Guinda y Apeztegui, natural de Esparza de Salazar, que antes había estado en París más de dos años como procurador de la colegiata y entabló amistad con el confesor del duque de Anjou, después Felipe V. El canónigo sería nombrado abad de San Isidoro de León y obispo de Urgel en 1708 y 1714, respectivamente.

De la estancia en Roncesvalles en 1714 de Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, se tienen más noticias, en parte por la relación del jesuita Manuel Quiñones. La reina llegó el 8 de diciembre por la noche y fue recibida por el cabildo colegial con repique de campanas y muchas hachas encendidas. En la iglesia, lujosamente adornada con preciosas colgaduras y alhajas, fue recibida bajo palio y se cantó un Te Deum y la Salve. Al día siguiente hubo besamanos y el 10 partió hacia Pamplona con dos capitulares que se unieron al séquito. En la estancia se gastaron 218 capones, 21 carneros y 134 libras de carnes que se compraron aparte, y 300 perdices, 18 pavos y 97 cajas de conservas de diferentes clases suministradas por las clarisas de Santa Engracia de Pamplona. Se consumieron también 18 cántaros de vino rancio y el gasto en pescado de mar ascendió a 338 reales. A la reina se le obsequió con dos arrobas de dulces secos y una carga de vino rancio.

Cerraremos estos párrafos relativos a las visitas reales con la de la viuda de Carlos II, Mariana de Neoburgo, que en su regreso tras años de exilio fue recibida en Roncesvalles el 22 de septiembre de 1738, antes de llegar a Pamplona, en donde pasó la navidad. Fue la primera visita real tras el pavoroso incendio en Roncesvalles de 1724.

La muerte / Sonata para órgano de Bellini

A lo largo de la Edad Media, se extendió la creencia de que los cuerpos enterrados dentro de las iglesias se beneficiaban más de los oficios litúrgicos celebrados en ellas y, por tanto, alcanzaban antes el perdón divino; por ello, las sepulturas cercanas al altar tenían mayor valor que las que estaban más alejadas. Destacados personajes dejaron ordenado por vía testamentaria el envío de sus vísceras a los santuarios de su devoción, como muestra el corazón de Carlos II en Ujué. Como es sabido, el monarca, siguiendo la tradición de los Capetos, ordenó que su cuerpo fuese eviscerado y sus entrañas depositadas en diferentes santuarios. Su corazón llegó al santuario en enero de 1387. En 1404, Carlos III mandó hacer una caja de madera de roble para conservar la víscera.

El subprior de la colegiata anotaba, a comienzos del siglo XVII:

advierto aquí una antigüedad: que los reyes de Francia y Navarra y otros muchos príncipes guardaban una costumbre y era que, en acabando de morir, embalsamaban los cuerpos, mayormente cuando se había de llevar lejos a enterrar, y hacían repartición del corazón y entrañas, llevándolas a las iglesias que el difunto tuvo más devoción…, en las cuales se celebraban misas y otros sufragios por las ánimas el día que se trasladaban o depositaban.

Incluye, entre otros ejemplos, lo sucedido con la reina doña Juana, mujer de Carlos II fallecida en 1374 y enterrada en Saint Denis, cuyo corazón fue a la seo pamplonesa y sus entrañas, a Roncesvalles.

La fiesta de septiembre, denominada de “las sueltas” / Variaciones sobre el Magnificat de Miguel Echeveste

Junto a las grandes romerías de junio de las cofradías mayores, la gran fiesta de la titular de la colegiata del día 8 de septiembre se denominaba de “las sueltas”. En su monografía, Ibarra supone que etimológicamente procederá de “absolvere”; por tanto, serían las gracias e indulgencias por visitar el santuario en tal ocasión lo que determinó el nombre. Era aquel día y el de su víspera de ferias en que se recogían numerosas limosnas de devotos y cofrades que llegaban de Navarra, Aragón y Francia. En aras a conservar el orden y evitar riñas, desórdenes y atropellos, solía llegar un alcalde de Corte desde Pamplona con soldados de los valles circunvecinos. A aquellas guardias se les daba una remuneración, aceite, un panecillo y una pinta de vino a cada uno el día 7, y el día 8, dos panes y tres pintas de vino. Finalmente, el día nueve, otros dos panes y dos pintas de vino.

El tantas veces citado Juan de Huarte afirma que en la citada festividad de la Natividad de María se celebran las sueltas “y bien sueltas, pues todos los sentidos sensuales andan sueltos… Concurre tanta gente que, de ordinario pasan de ocho mil y son tantas las pesadumbres y gastos…”.

Algunas fuentes señalan la llegada de ocho o diez mil peregrinos, lo que parece una cifra abultada. Al respecto, hay que tener en cuenta que los cronistas señalaban esas cantidades para dar a entender simplemente que hubo un gran gentío. En cualquier caso, hay datos concretos, como las 1.200 raciones que se dieron el 8 de septiembre de 1772 y 1680 raciones en el mismo día de 1773.

Las actas capitulares recogen protestas de varios canónigos en diferentes fechas con motivo de aquellos festejos. Hubo años en que la noche del 7 al 8 de septiembre se tuvo que cerrar la iglesia que habitualmente solía quedar abierta en tal ocasión. A este respecto, hay que recordar que en la catedral de Pamplona, el día de su titular, el 15 de agosto, las aglomeraciones eran tales que se disponía guardia armada dentro del recinto para evitar desórdenes.

En 1768 se registró gran concurso de fieles, los más con “devota edificación”. Sin embargo, se anotó que desde hacía algunos años se venían comprobando intolerables escándalos a juicio de los canónigos por la llegada de cierta tiendera o marchante de Pamplona, que comenzó a llevar distintos géneros de baratijas y, a imitación suya, su criada y otros quincalleros, marchantes, plateros y tienderos de distinta especie. Todos aquellos puestos atraían a mozos y mozas franceses y navarros “que pasan las noches en los montes próximos y en parajes muy proporcionados para las disoluciones y ofensas de Dios”.

Ante ello, el cabildo venía solicitando ayuda a los alcaldes y virreyes para poner soldados en el puerto, pero no era posible remediar “tan vicioso concurso”. Al no atajarse aquello y deseando que todo infundiese a la devoción, sin querer obstaculizar el traer bastimentos y comida, pidieron a los tribunales que se prohibiese la venta de “marchanterías, alhajitas de plata y otras menudencias, causa de atraer el vicioso y perjudicial concurso”.