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22 de septiembre

Conferencias
EL BARROCO EN LARRAGA

El retablo mayor de Larraga en su contexto navarro e hispano

D. Ricardo Fernández Gracia
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro


El retablo (del latín retro-tabulum: tabla que se sitúa detrás) remonta su origen a la costumbre litúrgica de colocar reliquias sobre los altares. Cuando éstas escasearon o simplemente se agotaron, hubo que contentarse con colocar imágenes en forma de dípticos y trípticos. Posteriormente, al encontrarse el ara del altar repleta de los vasos sagrados, candelabros y demás objetos para la celebración de la misa, la figura del santo, de Cristo o de la Virgen se pintó sobre una tabla que se situó delante del altar (frontal o antependium) hasta que el sacerdote ofició hacia oriente, de espaldas a los fieles. Entonces, al no quedar visible el frontal, la representación icónica se ubicó detrás y por encima del altar, con el fin de hacerla visible completamente. De esta manera surgieron y se desarrollaron los retablos, de modo especial en la Baja Edad Media.          

El retablo evolucionó hasta convertirse, a finales del Medioevo, en una gigantesca máquina que albergaba ciclos pintados completos de la vida de Cristo,  la Virgen y  los santos, llegando a ocupar toda la cabecera de los templos. En aquellos momentos el género del retablo estaba, por lo general, en manos de los pintores que se encargaban de sus escasas mazonerías o las subarrendaban.

Aquella costumbre continuó durante el siglo XVI, aunque los retablos escultóricos compitieron con los pictóricos ganando terreno en muchas regiones y, por tanto, los pintores dejaron de ser los protagonistas principales en la contratación de los mismos. Pero, sin duda, fue en el Barroco, es decir, durante los siglos XVII y XVIII, cuando el retablo alcanzó el mayor grado de plenitud y desarrollo.

La vibración de sus formas, lo tupido de su decoración y la multiplicidad de sus imágenes confería a los templos hispanos, casi siempre de muros rígidos, inertes y cortados en ángulos rectos, una sensación de movilidad y expansión del espacio del que estructuralmente carecían. Los retablos provocaban de ese modo un ilusionismo muy característico del Barroco.

La finalidad primordial de un retablo fue adornar y contribuir a la perfección, lucimiento y hermosura del templo y capilla que lo acoge, puesto que era el objeto que, en el interior del mismo, cumplía mejor ese cometido. Su misión fue la de servir para adorar a Dios, así como procurar poner en contacto al fiel con el mundo celestial a través de la veneración de las sagradas imágenes. Tapié afirma que “los retablos respondían a una religión de ostentación que quería dar a sus ritos la mayor solemnidad y brillo posibles, y que se complacía en erigir un arco triunfal encima de cada altar”.

Rodríguez G. de Ceballos afirma que el retablo mayor de la iglesia servía maravillosamente para la función de aprender, contemplando sus iconografías, mientras se escuchaba el sermón, puesto que el predicador casi podía ir señalando con el dedo desde el púlpito las escenas de pintura o relieve para apoyar sus palabras, “a la manera del coplero ciego señalaba con una varita en la calle los dibujos desplegados ante los espectadores que escuchaban embobados su relato”.

El retablo, por tanto, no fue un objeto más en el templo para infundir mayor veneración, sino que tuvo su proyección y vida en el interior del espacio sagrado. A juicio de Sánchez Mesa, ningún otro elemento asumió el carácter desbordante del retablo, puesto que el Barroco, destinado a exaltar sensorialmente y mover conductas, encontró en este género artístico un excelente medio para sus fines por contar con formas, ornamento, artificiosidad, luces, fantasía, riqueza, colorido y, por supuesto, con las sagradas imágenes. El retablo, arropado en el rico ceremonial litúrgico y la polifonía, se convertía en un espectáculo para todos los sentidos, logrando provocar sensorialmente al individuo, conmoviéndole y enervándole, siempre con el fin de mover y convencer  a través de los sentidos, mucho más vulnerables que el intelecto.

Para todo lo relacionado con el género del retablo y su evolución en las diferentes etapas  en Navarra, nos remitimos a nuestra tesis doctoral, publicada en 2003.

 

Los autores: Fermín de Larrainzar y Francisco Jiménez Bazcardo

El autor material fue Fermín de Larrainzar  (c.1674-1741) que era hijo de carpintero y estaba emparentado con otros maestros, como el escultor aragonés Manuel Gil y el polifacético José Pérez de Eulate, que casaría con una de sus hijas. Su formación, iniciada en el taller familiar, se completó, a partir de 1691 en uno de los mejores talleres pamploneses del último tercio del siglo XVII, bajo la dirección de Juan Barón de Guerendiain. En 1695 realizó su examen de ingreso en el gremio-cofradía de San José, para las especialidades de carpintería, ensamblaje y arquitectura. Su carrera artística fue rápida y, además de haber merecido el nombramiento de veedor de obras de la diócesis de Pamplona, acaparó la mayor parte de los retablos de los mejores clientes del obispado, como los  de la girola catedralicia o las Bernardas de Lazcano. En 1700, litigó contra el citado gremio para que se diferenciase la arquitectura -considerándola como arte liberal- del ensamblaje, en aras de emanciparse del concepto artesanal y adquirir un cierto reconocimiento intelectual. Entre sus obras más destacadas figuran el mayor de Larraga (1696), los colaterales de Ujué (1702), el mayor de Santa Catalina de Cirauqui (1703), los desaparecidos colaterales de San Saturnino de Pamplona (1706), la ejecución del perdido programa de yeserías de la capilla de San Fermín de Pamplona (1708), los retablos de la girola de la catedral (1713), los tres de las monjas de Lazcano (1717) y el mayor y colaterales de San Nicolás de Pamplona (1708 y 1720).

Por lo que se refiere al escultor, Francisco Jiménez Bazcardo, hay que señalar que figura entre los contados maestros que trabajan en Navarra en la escultura propiamente dicha. Era hijo de Diego Jiménez II o “el joven” (†1660), de dinastía de escultores y de Micaela Bazcardo casados en 1641. Micaela era hija del maestro Juan de Bazcardo (†1653). Realizó entre otras obras la escultura de los colaterales de la catedral de Pamplona y del mayor de Lerga, obras estas últimas contratadas por Simón Iroz y Villava en 1682. En el caso de los colaterales catedralicios fue imposición del cabildo en 1682 a los autores del retablo: “que para la escultura se hubiesen de valer del dicho Francisco  Jiménez, con calidad que no fabricándolos a satisfacción del dicho cabildo o no conviniéndose con el, los otorgantes hiciesen otro que fuese  perito para hacer y fabricar los bultos de escultura con la perfección necesaria”.

En Larraga recibió el encargo por parte de Larrainzar en 1697, que se había comprometido a realizar los bultos “del Patrón San Miguel, los de San Pedro, San Pablo, San Fermín, San Francisco Xavier en los puestos ya dichos y en el remate un santo Christo y a los lados Nuestra Señora y San Juan Evangelista, siendo como han de ser todos ellos hechos y trabajados conforme buen arte y disposición y han de ser de largo que denota la traza y planta”.  

 

Datos históricos

La primera obra de envergadura de Larráinzar fue el retablo de Larraga, contratado en 1696. El retablo anterior debía estar bastante maltratado por el paso del tiempo y dos años antes, en 1694, se intentó restaurarlo y asegurarlo, para ello se solicitó el parecer de Juan Francisco Ortiz, maestro arquitecto de Miranda, el cual declaraba el 22 de diciembre de aquel año que no convenía retocar la pieza por estar gastado el armazón y, en general, toda la madera muy desgastada. El paso siguiente fue llamar, en 1696, a algunos maestros para que entendiesen de la traza del nuevo retablo que ya se pensaba hacer. Para ello llegaron hasta Larraga Rafael Díaz de Jáuregui y Simón de Iroz desde Villava y Fermín de Ansorena desde Estella. Los dos primeros hicieron una traza y elaboraron un amplio condicionado, que estaba listo para el 5 de agosto de aquel año, en tanto que el maestro estellés realizaba asimismo otro diseño. A fines del mes de agosto, tuvo lugar un remate de candela para la adjudicación del retablo. Previamente se habían fijado carteles anunciando la subasta en las cabezas de merindad y otras partes. Al remate acudieron varios maestros que pujaron, entre ellos Larráinzar que se adjudicaría la obra en 650 ducados frente a otros artífices que también hicieron sus pujas, entre los que la documentación señala a Juan Almándoz, Martín de Legarra, Domingo Sánchez y otro que se nombra como “el maestro de Lerín” El libro de cuentas de la parroquia aporta el dato de que vinieron tanto oficiales de Navarra como de Castilla y de que a todos se les sirvió un refresco al finalizar el remate.

Paralelamente o un poco antes se tasaron las dos trazas presentadas por parte de Vicente López Frías y José Echeverría, maestros nombrados por sus autores, la parroquia y Larráinzar que, como adjudicatario, debía pagar una de ellas. La de los maestros de Villava se tasó en 300 reales y la de Ansorena, en 200. Rafael Díaz de Jáuregui se sintió agraviado por el precio que se daba a su labor y la de su compañero Simón de Iroz y comunicó que no consentía en aquello, quizás porque no se le adjudicó el retablo como posiblemente esperaban.

Con las capítulas elaboradas por los maestros de Villava y algunas pequeñas aportaciones, Fermín de Larráinzar se comprometió a realizar el retablo mayor en madera de pino coral, con el ensamblaje perfecto a base de buenas espigas ocultas, sirviéndose del sagrario viejo y con la condición expresa de que todas las columnas del retablo habían de ser salomónicas vestidas de talla. El plazo de entrega quedó fijado para el día de San Miguel de 1698 y los cobros se harían fraccionados en 200 ducados a la firma de la escritura, otros 200 al año siguiente y otros plazos en trigo o metálico hasta completar la cantidad pactada. El pago de los 300 reales de la traza de los maestros de Villava quedaba por cuenta del mismo Larráinzar, que la debía suplir del cobro total del retablo.

Entre las condiciones que firmó el maestro pamplonés figuraba una, por la que se comprometía a hacer los bultos o esculturas del retablo, “que son el del Patrón San Miguel, los de San Pedro, San Pablo, San Fermín, San Francisco Xavier en los puestos ya dichos y en el remate un sancto Christo y a los lados Nuestra Señora y San Juan Evangelista, siendo como an de ser todos ellos echos y travaxados conforme buen arte y disposición y an de ser del largo que denota la traza y planta”. Sin embargo este maestro arquitecto, como la mayoría de ellos, no eran escultores y se vio en la necesidad de contratar a uno del que hemos conservado testimonio porque el propio Larráinzar hizo un documento notarial el 7 de octubre de 1697, el escultor Juan Bazcardo, residente en Viana, traspasándole esta parte de su obligación. Por todas las esculturas citadas se comprometió a pagar a Bazcardo la suma de 124 ducados, de los que adelantó 50 en el mismo acto de la protocolización ante el escribano.

El retablo, una vez concluido, lo entregó oficialmente al patronato de la parroquia y los miembros de esta institución estimaron que los bultos de San Francisco Javier y San Fermín estarían mejor con sus nichos, por lo que se encargaron las citadas estructuras en el mes de septiembre de 1699 al mismo Larráinzar. Por esa labor se indica en el libro de cuentas que cobró el maestro 890 reales, además de las cantidades que se le adeudaban en virtud del contrato firmado en 1696.

Un dato que no conviene pasar por alto y que figura en el contrato, es el cuidado que tuvieron los responsables de la parroquial, su patronato, en no ocultar algo de lo que estaban muy orgullosos, la gran venera en forma de ábside y sus trompas asimismo con forma de concha, obras del siglo XVI. Así se expresa en una de sus cláusulas el convenio aludido: Iten es condición que el dicho retablo aya de cerrar y llenar todo el bacío de la dicha capilla en ancho como muestra la dicha traza hasta dos conchas de piedra picada que tiene la dicha capilla y aquella se aya de gozar, sacando la obra por los segundos movimientos de planta del remate como muestra la dicha traza”. Todo un ejemplo de convivencia de estilos y obras.

 

El retablo

El retablo de Larraga pertenece a la etapa decorativa y castiza del Barroco. Se ha conservado con algunas modificaciones, como la lamentable pérdida del sagrario-expositor, la sustitución de algunas imágenes y la adición de lienzos de pésimo gusto en el banco. Un primer golpe de vista ya deja ver cómo el plan primitivo de 1696 se vio modificado en 1699 al sustituirse los aletones de follaje de ambos lados del ático, como corresponde a ese modelo de retablo, por las hornacinas de los santos patronos del reino de Navarra.

El esquema general resulta algo retardatario, especialmente su traza y, por lo que respecta a su decoración, adolece de la riqueza y valentía de la talla vegetal que aparece en los retablos de los grandes maestros de la Ribera o Tierra Estella del momento. Es, sin lugar a dudas, una obra emanada de la tradición de los maestros pamploneses y de Villava, que mantuvieron esquemas arcaizantes tanto en los planteamientos generales como en algunos elementos arquitectónicos. Consta de banco de pequeñas dimensiones, excesivamente disminuido para las proporciones del retablo, cuerpo tripartito articulado por columnas salomónicas vestidas en sus gargantas con grandes guirnaldas de palmas vegetales y remate sobre desarrollado banquillo, estructura esta última que desaparece en la calle central para dar cabida a la pequeña hornacina del titular San Miguel. Este ático se articula mediante triples machones formando una T, en diferentes planos con ricos pinjantes de frutos y a sus lados las hornacinas de la reforma de 1696 con pequeños aletones en los extremos. La decoración de las columnas nos recuerda obras coetáneas como la portada de la basílica de San Gregorio Ostiense proyectada por Vicente de Frías en 1696 o retablos como el de Santa Catalina de la catedral de Pamplona, obra de Miguel de Bengoechea y José Munárriz (1686).

Por lo demás, el retablo de Larraga es un fiel exponente de cómo hasta Pamplona había llegado el estilo decorativo y castizo a estas alturas del siglo, aunque, como ya se ha indicado, la decoración es más de taller artesanal que de auténtico artista creador.

Su iconografía contiene a los patronos de la iglesia universal -San Pedro y San Pablo-, a ambos lados del sagrario, dorados en 1700 por Pedro Francisco de Landa y vueltos a policromar en 1748, y a los patronos del reino: San Fermín y San Francisco Javier. Esta última escultura es de comienzos del siglo XX. En el eje principal, la figura de San Miguel no es la contratada en 1697, sino una anterior que pertenece al segundo tercio del siglo XVI. Las imágenes del Calvario son obra del mencionado Francisco Jiménez Bazcardo.

Interior de la parroquia de Larraga, siglos XVI-XVII. Foto I. Yoldi

Interior de la parroquia de Larraga, siglos XVI-XVII. Foto I. Yoldi

Retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Primer cuerpo del retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Primer cuerpo del retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Segundo cuerpo y remate del retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Segundo cuerpo y remate del retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Columna y entablamento del retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Columna y entablamento del retablo mayor de Larraga, por Fermín de Larrainzar, 1696-99. Foto I. Yoldi

Imagen de San Fermín del retablo mayor de Larraga, por Francisco Jiménez Bazcardo, 1697. Foto I. Yoldi

Imagen de San Fermín del retablo mayor de Larraga, por Francisco Jiménez Bazcardo, 1697. Foto I. Yoldi

Escultura de San Pedro del retablo mayor de Larraga, por Francisco Jiménez Bazcardo, 1697, policromado en 1700 y vuelto a policromar en 1748. Foto I. Yoldi

Escultura de San Pedro del retablo mayor de Larraga, por Francisco Jiménez Bazcardo, 1697, policromado en 1700 y vuelto a policromar en 1748. Foto I. Yoldi