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“Toda mi vida he querido a los estudiantes y, por supuesto, a la Historia del Arte”

Entrevista a la profesora Clara Fernández-Ladreda con motivo de su jubilación


FotoManuel Castells/

Clara Fernández-Ladreda, —“doña Clara”, como le suelen llamar—, impartió su última clase sobre arte medieval europeo el pasado viernes 11 de abril, después de cuarenta años como docente. Siempre ha defendido el trato de usted, sobre todo con sus estudiantes: “La camaradería, la confianza y la amistad no son incompatibles con el respeto ni con el trato de usted”.

Desea que muchos graduados en Historia se conviertan en archiveros, bibliotecarios, conservadores de museos o asesores culturales, pero, especialmente, “es fundamental que salgan muchos profesores vocacionales. El futuro del país está en el profesorado, una profesión que quizás no está muy valorada, pero que es clave”.

P. ¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de la Universidad?

El día que vine a hacer el examen de admisión. Empecé la carrera en la Universidad de Oviedo, de donde soy, y llegué a Pamplona en el tercer curso. La entrevista me la hizo la profesora Cristina Diz-Lois, con la que llegué a hacer excelentes migas. Ese día estaba muerta de miedo y recuerdo pensar: “Dios mío, a ver cómo hago yo esto”. El caso es que me cogieron.

P. Acabó aquí la carrera de Historia. ¿Por qué decidió quedarse en la Universidad?

Inicialmente yo pensaba regresar a Oviedo, pero en la vida hay cosas que te desvían por caminos imprevistos. Un día de verano me llamó por teléfono a Asturias la profesora Soledad Silva, quien me había impartido la asignatura de Arte Medieval. Me comentó que tenía que dirigir un curso en el Colegio Mayor Goimendi y ella no podía hacerlo. Me preguntó si podía sustituirla. La profesora Silva era para mí un modelo porque era una persona extremadamente ordenada. Yo, con lo tímida y apocada que era en aquel entonces, le dije que sí. Todavía no me explico el por qué.

Recuerdo que tuve que dirigir varias excursiones y en la primera regresamos a Goimendi a la una de la madrugada. Al parecer, la gente quedó muy contenta. Al poco tiempo, Concepción García Gaínza, en aquel entonces directora del departamento de Arte, me preguntó si me interesaría hacer la tesis doctoral e impartir docencia en el departamento. Dije que lo haría encantadísima. Seguía pensando que algún día regresaría a Asturias.

P. ¿Recuerda la primera clase que impartió?

Al principio comencé dando la asignatura de Renacimiento Español a la titulación de Artes Liberales, aunque no recuerdo mucho de aquello. Sí de la primera que impartí a estudiantes de Historia: fue para sustituir a la profesora Silva y fue apocalíptica.

Desde que me hicieron el encargo me puse a prepararla, leí todo lo que pude, preparé las diapositivas, me hice mis apuntes, un guion… Llegué puntualmente a clase, puse los apuntes a la derecha, el guion a la izquierda y las diapositivas ya preparadas en el carro. Pensé en apoyar las manos en la mesa y echar una mirada general a los alumnos para dar una impresión de sereno dominio de la situación. Entonces se fumaba en las aulas y había unos ceniceros muy grandes en las mesas. Apoyé las manos y, por desgracia, metí una mano en el cenicero. Afortunadamente, las colillas estaban todas apagadas, pero el sereno dominio naufragó en un coro de carcajadas de los estudiantes.

P. ¿Qué es lo que más ha disfrutado de su trabajo en la Universidad?

El trato con los estudiantes. Siempre digo que los alumnos se examinan una vez, pero los profesores, múltiples. Al principio, iba a clase pensando: “Por favor, que no meta la pata, que no me pregunten algo que no sepa responder”. Con el paso del tiempo me fui sintiendo más segura y la clase ya no era como un examen, sino como una charla dirigida a amigos.

Se disfruta mucho dando clase, también cuando lees un buen examen o cuando un estudiante tiene una buena intervención. Recuerdo un antiguo alumno al que le tocó presentarme en una conferencia. Dijo, entre otras cosas, que yo le había abierto un mundo nuevo. Al oír cosas como esas, los profesores nos damos cuenta de la influencia que podemos ejercer, aunque sea en casos puntuales. Hacer amar una parte de la materia que tú explicas a un alumno es un gran regalo. Cada profesor, cada uno de nosotros, aporta un granito de arena, pero todos esos granitos sumados son muchos.

P. ¿Tiene algún recuerdo que guarde con especial cariño?

Una de las cosas que más me ha agradado son las excursiones con los estudiantes porque son una gran oportunidad para conocer a los alumnos más a fondo y apreciar sus cualidades. Por ejemplo, recuerdo una que hicimos a Salamanca y Extremadura. En el viaje debí comer algo que me sentó fatal, y el apoyo que me brindaron el resto de profesores que estaban en la excursión y la comprensión de los estudiantes fue algo muy grato, un gran recuerdo.

Este curso fui con los estudiantes de Historia del Arte Medieval Español a visitar el Castillo de Loarre y comimos todos juntos en una cafetería junto al Castillo. Fue un rato muy agradable, éramos como un grupo de amigos.

P. Si no se hubiera dedicado a la docencia, ¿qué le hubiera gustado ser?

La profesión de conservador de museo me gusta mucho, pero hubiera sido bibliotecaria, porque siempre he tenido una gran pasión por los libros. El cielo es una biblioteca con infinitos libros, un pequeño jardín al lado y al borde del mar.

Pero la docencia es la dedicación más maravillosa del mundo. El personal sanitario también tiene una buena profesión, pero la docencia, además de exigir vocación y sólidos conocimientos, requiere empatía y una auténtica conexión con el alumnado. En este sentido creo que he sido muy afortunada: toda mi vida he querido a los estudiantes y, por supuesto, a la Historia del Arte.

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