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¿Cómo surge y en qué consiste la normatividad de la vida?
Autores: Nathaniel F. Barrett, Miguel García-Valdecasas y Javier Sánchez-Cañizares.
Texto inédito
Fecha de publicación: 2025.
Resumen
La vida y su origen sigue siendo un problema fascinante para la investigación científica. A pesar de innumerables avances en campos como el de la biología molecular, aún no disponemos de un modelo pacíficamente aceptado sobre cómo se originó la vida en la Tierra ni, por supuesto, la probabilidad de que haya vida en otros planetas. Diversas aproximaciones al problema ponen la prioridad en la replicación de los sistemas (transmisión fidedigna de información con capacidad de adaptación), en el metabolismo (capacidad de recibir y administrar energía disponible en otros sistemas), o en una simbiosis de ambas capacidades a partir de una biomolécula inicial que pudiera reunir lo mejor de ellas (mundo ARN). También, cómo no, existen aproximaciones más radicales que hablan de un origen de la vida extraterrestre o incluso externo a la Vía Láctea.
Con independencia de cómo hayan surgido, los sistemas vivos que conocemos se caracterizan, sincrónicamente, por una compleja autoproducción, autoorganización y adaptación al medio, que les permite mantenerse y regenerarse, en determinadas condiciones, cuando su identidad resulta comprometida por una amenaza. La filosofía de la biología, el ámbito de la filosofía que estudia la vida desde una perspectiva fundamental a partir de los datos biológicos, suele describir la actividad de los vivientes como un comportamiento normativo: la capacidad de distinguir entre estados mejores o peores y actuar en consecuencia. Pero si aceptamos que los sistemas inertes son insensibles a dicha distinción, ¿cómo surge la normatividad en los organismos?
Los seres vivos, en general, se comportan de acuerdo con razones beneficiosas para su supervivencia aun antes de poder conocer o representar dichas razones —y mucho menos saber por qué les resultan beneficiosas—. La corriente “enactivista” en filosofía de la biología, inspirada en las ideas de los filósofos Maturana y Varela, sostiene que todo ser vivo es normativo por la actividad autónoma mediante la cual genera, regula y mantiene su propia organización.
Si bien no puede reducirse a ellas, la vida también depende de la física y de la termodinámica. Desde esta perspectiva, cada ser vivo encarna una tendencia a oponerse, parcialmente, al aumento general de entropía en el universo. Como es sabido, la entropía es una medida del grado de desorden o dispersión de la energía disponible en un sistema. Por eso todos los seres vivos han de mantener baja su entropía. En este sentido, aprovechan la baja entropía de la energía que consumen del exterior (en último término procedente de la luz del sol) para autoorganizarse, manteniendo acotada su entropía interna, a la par que expulsan al exterior una energía degradada, de alta entropía, que ya no les resulta útil.
Algunos filósofos de la biología como Rod Swenson, influenciados por la “psicología ecológica”, afirman que los seres vivos se caracterizan por realizar dicho intercambio energético de manera óptima, según la llamada “Ley de Producción Máxima de Entropía”: dadas las circunstancias, los vivientes consumen energía de calidad al mayor ritmo posible. No obstante, otros sistemas naturales disipativos no necesariamente vivos (como los torbellinos en el aire, los remolinos en el agua, o incluso los agujeros negros en el universo) cumplen también dicho principio. Entonces, aun siendo necesaria, como ha demostrado en los últimos años Jeremy England, ¿es suficiente la termodinámica del no equilibrio para entender la normatividad de la vida?
Aproximaciones más recientes, como la “teleodinámica” de Terence Deacon, consideran que es imposible entender la vida sin la teleología; es decir, esta sólo se entiende con una idea más robusta de normatividad que incorpore la finalidad. Los vivientes se distinguen de los demás seres por la emergencia de una nueva forma de organizar el trabajo termodinámico en beneficio de sí mismos. Ello resultaría posible por el acoplamiento sinérgico entre dos procesos químicos comunes: la autocatálisis (reacciones químicas que se autoestimulan) y el autoensamblaje de moléculas (para formar una barrera aislante). Esta simbiosis primordial entre procesos de signo opuesto pudo hacer posible la aparición de la primera forma de normatividad. Sin embargo, no todos los biólogos ni todos los filósofos de la biología admiten dicha descripción como suficiente porque implicaría la existencia de una “química normativa” antes de la formación de LUCA (“the Last Universal Common Ancestor”).
El proyecto “Normatividad y Origen de la Mente” (NOM), liderado por investigadores del grupo Mente-Cerebro del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra, y financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España, explora las similitudes y diferencias entre las mencionadas corrientes de filosofía de la biología y las pone en diálogo con científicos y filósofos. A partir de un naturalismo no reductivo, en el que tengan cabida conceptos como agencia, valores y fines, el proyecto NOM pretende encontrar un terreno común desde el que avanzar en la comprensión del origen y las características de la normatividad de la vida.