¿Son realmente autónomas las ciencias?

¿Son realmente autónomas las ciencias?

Autor: José Ignacio Murillo
Publicado en: "¿Son realmente autónomas las ciencias?", en Aranguren, J., Borobia, J. J., Lluch, M., Fe y Razón. I Simposio Internacional "Fe cristiana y cultura contemporánea", Pamplona, Eunsa 1999, 473-488
Fecha de publicación: 1999

Es un lugar común hablar de la autonomía de las ciencias, pero, ¿qué se quiere decir con esta expresión? Más en el fondo, ¿tiene un contenido real? Y, en ese caso, ¿en qué consiste realmente?

Actividad científica e interdisciplinar

A propósito de la primera pregunta, conviene observar que la autonomía de las ciencias suele invocarse para aislar la actividad científica de cualquier injerencia por parte de otras disciplinas. Según esta pretensión, cada ciencia tiene su método y su objeto propios, de modo que no necesita de ningún conocimiento que provenga de fuera. Esta advertencia, obviamente, va dirigida, de un modo particular, a aquellos saberes que, por sus pretensiones de hacerse cargo de todo lo real, pueden tener mayores tentaciones de interferir en los principios, métodos y resultados de otras disciplinas particulares. Se trata, como es claro, de la filosofía, sea teórica o práctica, o la teología, pues suele ser distinta es la posición que se toma respecto de otras ciencias particulares. Precisamente una de las características más claras de los científicos contemporáneos es su propensión a trabajar en equipo y a invocar y poner en práctica la llamada interdisciplinariedad para resolver los problemas que les ocupan.

¿Por qué, entonces, este reconocimiento de la aportación externa no se extiende de ordinario a las mencionadas ramas del conocimiento, que podemos denominar disciplinas sapienciales? En mi opinión, la causa de esta actitud, bastante generalizada, hay que rastrearla más en un problema cultural que en la propia naturaleza de la actividad científica. En último extremo resulta que, con frecuencia, el científico no sólo se jacta de poseer un método y un objeto propios, sino que está convencido de que su modo de actuar es el adecuado a la realidad que estudia, de forma que cualquier aportación por parte de una disciplina que se diga superior ha de sonarle a una invasión indebida o a una aproximación poética, y en modo alguno científica, a lo que sólo él junto con sus colegas tiene el privilegio de conocer con hondura y seriedad.

Es precisamente esta última pretensión, la de que el proceder del científico agote la realidad que estudia, la que resulta más débil en la argumentación, y, en último extremo plantea un problema que excede con creces el ámbito de las ciencias particulares. La misma historia de la ciencia moderna demuestra su inconsistencia. Las ciencias no son fijas; incluso sus fronteras son lábiles. Por poner tan sólo un ejemplo, la física y la química fueron ciencias claramente distintas hasta que alcanzaron una teoría unificada. ¿Son desde entonces las mismas que antes? Es más; podemos preguntarnos, ¿por qué es distinta la física de la biología? Ambas estudian realidades materiales. Entonces, ¿a qué se debe su en apariencia rigurosa diferencia? Sólo razones extracientíficas, entiéndase, externas a cada una de ellas, se encuentran en el origen de su distinción. La determinación misma del campo de realidad estudiado, que preside la fundación de una ciencia, es ajena a ella. ¿De dónde viene, entonces, la pretensión de que agotan su objeto de estudio? ¿A qué se debe la propensión del científico a depurar la ciencia de todo presupuesto y de toda implicación filosófica?

La respuesta a estas preguntas nos remite a la historia de la constitución de estas disciplinas como ciencias. Antes de ella era pacífica la continuidad entre cualquier explicación de la realidad y la filosofía. En último extremo, se pensaba, las ciencias explican lo que vemos, pero sus explicaciones no son radicales. La llamada filosofía natural indagaba acerca de los principios de las realidades materiales. Sólo porque estos principios no eran los principios últimos, se podía hablar de ciencias diferenciadas. En consecuencia, si la explicación última de la realidad debe remitirse a la metafísica, toda ciencia que no alcance los últimos principios no puede ser sino un preludio de ésta. Lo mismo cabe decir acerca de cualquier disciplina práctica. Si su cometido es orientar la acción, sólo puede hallarse subordinada a aquella ciencia que encamina hacia el fin último. Por eso no se puede emancipar de la ética.

El paradigma matemático

Sin embargo, ya desde la antigüedad, se podía reconocer la existencia de una región de la ciencia capaz de mantener su autonomía al margen de las ciencias primeras. Se trata de ciencias que no estudian los principios reales, sino relaciones entre captaciones de la mente. Ahí se encuentra la lógica y las ciencias matemáticas. Entre éstas, las ciencias matemáticas ocupan un lugar especial porque no se trata de ciencias puramente formales; en ellas se encuentra la realidad, si bien no tal cual es. La realidad de los entes matemáticos depende de una consideración parcial de la mente, que abstrae determinadas propiedades y las objetiva al margen de su ser real. Por eso, las matemáticas son las ciencias abstractas por excelencia. Como señala Aristóteles, la ciencia matemática no considera la eficiencia ni la finalidad, y estudia la materia de un modo ideal, no tal como se da en la realidad. Por eso la continuidad de su objeto con la metafísica o la ética es problemática. Mathematica non sunt bona *(1) y, podemos añadir, nec activa, aunque su claridad y evidencia haga de su estudio algo especialmente atractivo para la mente.

La gran revolución de las ciencias naturales consiste precisamente en la formulación matemática de su objeto. Es claro que este objetivo estaba bastante alejado de la por entonces descalificada visión del filósofo natural. Pues bien, esa formulación matemática se corresponde con lo que conocemos con el nombre de ley. Las leyes son el enunciado de relaciones cuantitativas entre fenómenos. La clave radica en aislar algunos aspectos de la realidad cuantitativamente mensurables, y encontrar su mutua relación.

Conviene detenerse un momento en lo que se entiende por ley, una noción que tendrá un peso decisivo en el origen o emancipación de todas las ciencias modernas, tanto naturales como sociales. La ley explica cómo funciona la realidad, cuáles son algunos de los nexos entre sus partes. Seguramente, la más interesante de sus virtualidades consiste en que permite predecir el comportamiento de la realidad ante determinadas variaciones. El valor cognoscitivo de la ley es en gran medida predictivo de estados futuros.

El momento de su formulación es uno de los más importante en las ciencias: la ciencia moderna no existe hasta que se enuncian las leyes del objeto estudiado. Así podemos considerar inaugurada la mecánica con la expresión de las leyes del movimiento, y algo semejante podríamos decir del electromagnetismo, la termodinámica, la mecánica cuántica o la relativista. Y lo que decimos de las ciencias naturales vale también para las ciencias humanas. La ley, cuyo paradigma son las leyes matemáticas de la ciencia natural, en especial de la mecánica, ocupa un lugar privilegiado en las nuevas ciencias.

Pero la ley no es una causa. Al enunciarla amplío mi saber acerca del funcionamiento de lo real, pero no de la realidad en sí misma. Ahora bien, si el objetivo de estas ciencias fuera tan sólo el descubrimiento de dichas leyes, el ya secular pleito entre éstas y la filosofía no tendría sentido. Las ciencias modernas podrían reclamar sin problemas su autonomía respecto de la metafísica, basada precisamente en la naturaleza matemática de sus resultados. Las ciencias tendrían así por único objetivo la enunciación de leyes que rigen el comportamiento de los fenómenos, dejando el estudio de la naturaleza de estos a la filosofía natural.

Sin embargo, no parece que los científicos estén dispuestos a conformarse con este panorama. Más bien, éstos suelen actuar como si las ciencias que cultivan fueran el conocimiento de la realidad sin competencia, y, de hecho, así las presentan. Basta leer una revista científica o escuchar a un investigador en cualquier área para constatar que su interés no es sólo matematizar la realidad, sino también conocerla en el más amplio sentido del término. Para el científico esta es una tarea que no le puede ser arrebatada.

Si esto es así, el científico es instado por dos objetivos distintos, aunque a menudo no se reconozcan como tales. Se podría hablar de dos "atractores", que acaban configurando lo que éste entiende bajo la rúbrica de la ciencia que estudia: de un lado, el intento de formular leyes que describan los fenómenos, que, es preciso señalarlo, tiene como presupuesto un cierto conocimiento precientífico de los mismos; y, por otro, el intento de avanzar en el conocimiento de la naturaleza de la realidad con que se confronta. En resumen, de un lado, las matemáticas; y, de otro, la filosofía de la naturaleza.

Para entender esta dualidad inconfesada con un ejemplo, podemos pensar en una de las ciencias humanas como es la economía. De entre ellas es seguramente en este terreno, en el que se ha emprendido antes y con más éxito el proyecto de elaborar una ciencia moderna. De acuerdo con él, el economista pondrá su interés en enunciar leyes que rijan los fenómenos económicos y en diseñar modelos explicativos. Algo así como lo que hacían los primitivos astrónomos respecto de los movimientos de los planetas, pretendiendo encontrar en ellos regularidades que permitan predecirlos. Pero cuando los astrónomos antiguos se entregaban a sus cálculos e hipótesis, no pretendían conocer la naturaleza de la realidad, sino tan sólo salvar los fenómenos, intentando organizarlos y predecirlos (al menos así se expresa Gémino en el siglo I a. C.). ¿Se comportan igualmente los economistas? Creo que un vistazo a su modo de proceder nos puede convencer de lo contrario.

En primer lugar, basta leer o escuchar algunas de sus afirmaciones para constatar su pretensión de conocer en qué consiste la naturaleza de la actividad económica. Pero además, junto con ello, el economista no sólo elabora sus teorías, sino que se considera la persona adecuada para juzgar acerca de su aplicación. Es en este punto donde más se hace notar la ambivalencia del modo en que concibe su actividad. Y es que la aplicación de las teorías económicas a la realidad exige conocer, además de las leyes que se formulan para explicarlas, los límites que éstas tienen. Y esto es imposible sin atender a la naturaleza de las mismas, y, a la naturaleza previa de la realidad a que se aplican. Ahora bien este conocimiento exige un método distinto del que se usa para formular las leyes, y que es, en última instancia, filosófico. ¿Cómo es posible aplicar el conocimiento de las leyes económicas a la acción desconociendo la ética, es decir, los objetivos globales de la actividad humana? ¿Y cómo cabe explicar la naturaleza de lo económico sin insertarla en un estudio antropológico?

No advertir esto puede llevar, como de hecho acaece, a incurrir en groseros errores en nombre de la autonomía de la ciencia. Invocarla se convierte entonces en un subterfugio para reducir la realidad a los límites del propio punto de vista, es decir, para despreciar la colaboración de la perspectiva filosófica, que en este caso no puede estar ausente.

La confusión de planos epistemológicos

Esta actitud es la causante de muchas de las dificultades de la cultura científica. En primer lugar, del reduccionismo, que siempre está al acecho. En realidad dicha deformación de la actitud científica tiene una lógica totalmente coherente con este modo de proceder. No en vano se recuerda con frecuencia que, según Galileo, la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos. Al margen de lo que este autor quisiera con ello decir, y sin excluir la parte de verdad que en ello hay, es claro que sólo si la realidad que estudio se agota en las leyes que sobre ella formulo, es posible sustituir la filosofía natural por la física matemática. Y lo mismo se puede decir de las otras ciencias, adaptándolo a la peculiaridad de las leyes que formula, que siempre, recordémoslo, tienen como modelo las de la ciencia natural, y que tienden inexorablemente a permitir la aplicación del cálculo matemático a la realidad que estudian.

Para la mencionada actitud es inevitable que la realidad aparezca como un conjunto de leyes, que rigen unos fenómenos sin profundidad, puesto que el énfasis se sitúa en las leyes que los relacionan. No es extraño que, en este contexto, la libertad aparezca como una realidad en retroceso, pues conocer la realidad se identifica con conocer la ley, por matemática necesaria, que la rige *(2). Así se postula en algunos ambientes científicos que, cuando dispongamos de una teoría unificada de la física, habremos conocido totalmente el universo. Esto recuerda a la teoría del Calculador divino de Laplace. Según ella, quien pudiera conocer la posición y velocidad de todas las partículas del universo en un instante determinado, podría calcular todo lo que hubiera ocurrido en el pasado y todo cuanto hubiera de ocurrir en el porvenir *(3). Resulta interesante la condición exigida. Para cumplir este objetivo no basta conocer la ley, sino también algo ajeno a ella, a saber, la posición y el movimiento de las partículas. Las leyes matemáticas dejan fuera de sí gran parte de la realidad que explican. Por eso es imposible reducir a aquéllas el estudio de la realidad. Además, semejante condición exige ponerse de acuerdo en acotar dónde empiezan y dónde acaban las partículas y presuponer que nada físico hay relevante fuera de los factores que se contemplan.

La confusión de planos afecta también al modo de comprender el conocimiento. Si nuestro conocimiento de la realidad es el que aportan las ciencias, también está sujeto a sus límites. El optimismo cientificista de siglos pasados se atemperó al ponerse de manifiesto lo precarias que las leyes enunciadas resultaban. Y esto tuvo un especial efecto por suceder en la mecánica, la ciencia pionera. Primero la teoría de la relatividad y después la mecánica cuántica, junto con el reconocimiento de su irreconciliable contradicción, llevaron a percatarse de la provisionalidad del conocimiento científico. Es interesante comprobar la facilidad con que este hecho se ha podido elevar a teoría gnoseológica global, extendiéndola a todos los ámbitos del conocimiento *(4). Una vez más encontramos en la base el mismo presupuesto: nuestro conocimiento de la realidad se identifica con el que alcanzan las ciencias; y, de nuevo, la misma confusión originada por el inconsciente conflicto entre el interés del científico por conocer la realidad y la parcialidad de los resultados que considera relevantes.

Como puede verse, la contradicción no está en la ciencia, sino, nótese bien, en el científico mismo. ¿Qué es la ciencia? A pesar de su pretendida autonomía y seriedad, resulta difícil aclararse si preguntamos a los científicos. Con estos precedentes, ¿qué claridad podemos esperar de su aportación? Precisamente es esa claridad, junto con el aparato de rigor y seriedad con que aparece ante la opinión pública, lo que, en ocasiones, puede llegar a provocar el complejo de inferioridad del filósofo. Sin embargo, si escarbamos un poco, no es difícil descubrir un profundo desamparo, que a veces empuja a quienes no comparten el iluso optimismo reduccionista a la actitud escéptica del que piensa "sé qué debo hacer para comportarme como científico, pero no sé exactamente qué puedo esperar de mi actividad".

El caso es que la difusión de esta mentalidad ha hecho que la filosofía se haya visto cada vez más arrinconada en su campo de acción. Al mismo tiempo, el saber se ha ido diversificando en un conjunto de ciencias pretendidamente autónomas, a las que nada parece poderse añadir desde fuera. La unidad del saber se ha hecho añicos y proliferan los especialistas, cuyas teorías deslumbran por la simplicidad de sus afirmaciones y por la exuberancia de su aparato experimental, hasta que tarde o temprano se estrellan contra la realidad que querían explicar o son sustituidas por otras mejores, o tan sólo más de moda.

¿Cuál es la solución?, ¿invitar a la austeridad intelectual a los científicos?, ¿exigirles que moderen sus pretensiones? No lo parece. Varias razones desaconsejan esta postura. De entrada, que lo que hoy entendemos por ciencia moderna no parece concebible separado del interés por desentrañar la naturaleza de lo real; no sólo exige como presupuesto un conocimiento, lo más adecuado posible, de la realidad que investiga, sino que se ve obligado a dar razón de la relación de sus logros con la realidad que investiga. En segundo, porque es cierto que el científico es el más indicado para conocer en profundidad la realidad que estudia, precisamente porque está en contacto con ella de un modo especialmente intenso. Además la misma evolución de la teoría científica y de los instrumentos de observación le lleva a descubrir nuevos fenómenos que no pueden ser pasados por alto en un estudio filosófico de la realidad.

Por todo ello, lo que urge más bien es que el científico asuma conscientemente su condición de filósofo natural y se la tome en serio *(5). Es decir, mientras éste siga concibiendo su actividad como lo viene haciendo en los últimos siglos, sólo un interés de altura científica por los problemas gnoseológicos, éticos *(6) y metafísicos con que se encuentra, sin simplificaciones ni actitudes prepotentes puede permitirle controlar su actividad.

En mi opinión sólo la formación filosófica del científico, y su aplicación a la actividad que ejercita, puede sacar al diálogo de la filosofía y la ciencia, y por ende, de la razón y la fe, del atasco en que se encuentra. Sólo hay diálogo entre quienes hablan el mismo lenguaje. Si la filosofía tiene que dialogar con las ciencias no es sólo por la misma razón por la que tiene que dar razón de toda la realidad, sino también porque los físicos abrigan intereses propiamente filosóficos. Por eso parece oportuno exigir a los científicos que cultiven consciente y plenamente la filosofía, como el mejor modo de sentar las bases para lograr unificar sus propias disciplinas con las otras ciencias y con la realidad. Tal vez esta actitud consiga de paso despertar a los filósofos y sacarnos del ensueño literario en que con frecuencia nos encontramos. Tal vez sea éste el camino para proceder a una revolución científica que, por fin, ponga las cosas en su lugar.

Notas

  1. Cfr. Aristóteles, Metafísica, III, 2, 996a34-35; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 5, a. 3.
  2. De todos modos, existen formas de concebir las leyes, en concreto en el ámbito de las ciencias humanas, que no contradicen la libertad. Cfr. Rubio de Urquía, R., "La encíclica Sollicitudo rei socialis y los sistemas de organización de la actividad económica", en Estudios sobre la encíclica "Sollicitudo rei socialis", Unión Editorial, Madrid 1990, p. 252.
  3. Cfr. Mason, S. F., Historia de la ciencia, 3, Alianza, Madrid 1987, pp. 43-44.
  4. Véase, por ejemplo, Popper, K, Búsqueda sin término, Tecnos, Madrid 1977.
  5. Es interesante el análisis que hace Juan Arana de la a menudo artificial separación entre filosofía natural y ciencia en Claves del conocimiento del mundo I, Kronos, Sevilla 1996, pp. 13-50.
  6. Acerca de las implicaciones éticas de la actividad científica, cfr. Toulmin, S., "How Can We Reconnect the Sciences with the Foudation of Ethics" o Graham, L. R., "Commentary. The Multiple Connections between Science and Ethics: Response to Stephen Toulmin", ambos en Callahan, D. y Engelhardt, H. T. (eds.), The Roots of Ethics, Science, Religion, and Values, Plenum Press, New York and London, 1981; y también el comentario a estos autores y la posición propia de Artigas, M., La mente del universo, Eunsa, Pamplona 1999.