ciencia_verdad_fisica_y_asombro_txt

La física y el asombro ante la naturaleza

Javier Sánchez-Cañizares
Mesa redonda: “El asombro por el mundo a través de la física cuántica y la ecología”
En V Congreso Razón Abierta: “El ser humano en la ciencia contemporánea”
Universidad Francisco de Vitoria, 23-24 de mayo de 2022.

Esta intervención ha sido preparada con motivo del V Congreso Razón Abierta, celebrado los días 23 y 24 de mayo de 2022 en la Universidad Francisco de Vitoria. El congreso llevaba por título general: “El ser humano en la ciencia contemporánea”. La intervención estaba destinada a la mesa redonda “El asombro por el mundo a través de la física cuántica y la ecología”, compartida inicialmente con los profesores William Simpson y Michael Turner. Mediante estas líneas entro en diálogo con dichos investigadores. Con el profesor Simpson comparto su renovada visión aristotélica respecto de la filosofía de la naturaleza; con el profesor Taylor, su apuesta sobre una visión holística de la naturaleza, tal y como nos ha recordado la encíclica Laudato si’. En mi caso, sin embargo, intuyo que se espera de mí una aportación más enfocada en qué pueda aportar la física para el asombro ante la naturaleza, de manera que contribuya al tema común de la mesa redonda y el congreso.

¿Por qué la física es importante para esto? Hace unos años asistí a otra mesa redonda en la que uno de los ponentes retomó una vieja cita de Etienne Gilson: “todas las metafísicas envejecen por su física”. Con su sencillez, la cita me recordó que la física no es otra cosa sino el estudio de la naturaleza y que la metafísica viene después de la física. ¿Se puede hacer metafísica sin saber física? Desde luego que no en Aristóteles y desde luego que sí en la filosofía moderna y contemporánea. ¿Entonces quién lleva razón? Considero que en la historia del pensamiento se ha producido un accidente del que aún no nos hemos repuesto y es en gran parte responsable de esta situación un tanto esquizofrénica.

El accidente, para decirlo del modo más directo posible, consiste en que Aristóteles se equivocó en la física y acertó en la metafísica. Cuando se descubrió que la física de Aristóteles estaba mal, pero se podía seguir empleando su causalidad metafísica, la separación entre ciencia y filosofía se convirtió en un hecho que continúa hasta nuestros días. No hace falta recurrir al expediente de la especialización moderna, ni siquiera a la instrumentalización contemporánea de la ciencia como tecnociencia, para justificar dicha separación. Basta atender a la excusa de las diversas metodologías para bendecirla. Ciencia y filosofía se ocuparían de “cosas” diferentes. Pero, aun pudiendo entonces encontrarse una armonización (como la del que escucha música mientras cocina), en la práctica, los físicos no se interesan por el lenguaje de los filósofos porque lo consideran desfasado, y los filósofos no se interesan por las ocurrencias filosóficas de los físicos porque estos últimos, pecando de adanismo, se preocuparían de cuestiones ya planteadas (¿y resueltas?) con mayor profundidad por la filosofía perenne.

Estando así las cosas, parece que la cuestión del asombro deba pertenecer a la percepción sintética de la belleza que nos aporta la mirada filosófica sobre el sentido del mundo, mientras que la mirada del científico se centra en el análisis de la objetividad más pura del “cómo son las cosas”. La contemplación arrebatadora de la belleza sería algo que corresponde al artista, al crítico de arte, al filósofo esteta, al hombre de la calle o incluso al teólogo profesional, pero no al científico como científico que, todo lo más, podrá hablar en sentido derivado de una belleza especializada y accesible solo a él y a los iniciados en las fórmulas matemáticas que componen el lenguaje de la física. Por un lado, estaría la belleza del mundo real, captada en su sentido más profundo, y por otro una belleza, opcional y derivada, solo para iniciados y, en cierto modo, irrelevante.

Es evidente que estoy simplificando mediante gruesas pinceladas, porque también hay un asombro que comparten solo los iniciados en el arte o en las excursiones por parajes exóticos. No obstante, el problema que estoy planteando viene de más lejos con el llamado desencanto del mundo producido por la ciencia moderna. Parece que este desencanto ha hecho que el asombro se deba dejar como una elección subjetiva, fuera de la ciencia, para quien quiera dejarse llevar por él. Así, por ejemplo, el asombro de Einstein ante la inteligibilidad del mundo no pasaría de ser una veleidad que en absoluto afectaría a los detalles técnicos de su teoría de la relatividad. ¿Pero es esto realmente así? ¿Se puede uno verdaderamente asombrar ante la naturaleza sin saber algo de física o tiene algo que decir la física respecto de nuestro asombro, como seres racionales, ante la naturaleza?

Para responder a estas preguntas creo que hay que tomar verdaderamente en serio el programa de la reducción científica. Supone una ganancia y no una pérdida que sepamos que al arco iris es una ilusión óptica o que muchos pretendidos milagros no lo sean. La física nos ayuda a entender mejor la naturaleza y sus procesos. La física cuántica, por ejemplo, nos señala la imposibilidad del God’s-eye view (hacer ciencia como si el hombre no estuviese situado como parte de la naturaleza) y la necesidad de contar con los sesgos humanos (a partir del rango limitado de percepción de nuestros sentidos) para ir pacientemente conquistando conocimientos menos sesgados. Que una visión completa y transparente del mundo no resulta posible nos lo recuerda el problema de la medida de la mecánica cuántica y su necesidad de interpretación, pues no existe una correspondencia clara entre los símbolos de la teoría (en particular la función de onda) y la determinación que observamos en los procesos naturales. Hoy por hoy, la transición entre el mundo cuántico y el clásico conlleva una mezcla inextricable de ontología y epistemología que sigue siendo un misterio. Las muchas interpretaciones no consiguen resolverlo sin apelar a misterios mayores (como la existencia de muchos mundos o una causalidad no local mediada por ramas vacías de la función de onda universal).

La actividad científica se apoya en la racionalidad del universo en el que nos encontramos. Un universo en el que todo tiene que ver con todo, como nos recuerda Laudato si’, pero no de la misma manera, de modo que podemos centrarnos solo en algunas causas para entender algunos efectos. Esto está en la base de la racionalidad. ¿Pero por qué el universo es racional? La ciencia misma no puede dar razón de este último “porqué”, que apunta, como diría Joseph Ratzinger, a la existencia de una Inteligencia creadora. ¿Qué es la creación sino el despliegue de toda una realidad con diferentes niveles de existencia y racionalidad? ¿Qué mejor fundamento para la autonomía de la naturaleza que su creación por un Dios personal? ¿Qué mejor motivación entonces para hacer ciencia que saber que se está entrando en el misterio mismo del Amor creador, expresado en el universo creado? Se entra en el misterio de “la racionalidad del universo, en cuanto creado por la infinita sabiduría y bondad de Dios, que lo organiza como cosmos, no como caos”, y en el misterio anejo de “la posibilidad de los seres humanos de conocer el mundo, porque han sido creados por Dios a su imagen y semejanza, con la aptitud de profundizar racionalmente en la realidad”. Así desde luego entendían su labor los padres de la revolución científica, cuando aún era impensable la reducción de la ciencia a mero instrumento técnico para la producción y el dominio del mundo.

Salvo que nos encontremos con solipsistas, los físicos suelen reconocer que esas preguntas tienen su razón de ser y hacen hasta cierto punto plausible una reflexión filosófica sobre ellas. Puede gustar más o menos a los filósofos, pero es cada vez más habitual escuchar a físicos profesionales, con bastantes años de madurez en el campo, hacer consideraciones que deberíamos denominar “filosóficas”. Según mi opinión, la filosofía y los filósofos deberían transformar estas supuestas “amenazas” en oportunidades. La filosofía siempre ha tenido a gala reflexionar a partir de la realidad y su conocimiento. Pues bien, la realidad que conocemos hoy resulta descrita en gran medida por el lenguaje de las ciencias, así que la filosofía debería aceptar el lenguaje de las ciencias y hacer desde ahí sus reflexiones. Que la inteligibilidad de los procesos naturales sea una suerte de “trascendental científico” debería ser un punto de convergencia para recuperar el asombro en la física con ayuda de la filosofía. Si el cientificista no está dispuesto a reconocerlo es un problema suyo, no de la ciencia.

En una charla a la que asistí a finales del s. XX, impartida por un científico con inquietudes filosóficas, recuerdo algo que me impresionó mucho. Según el ponente, las grandes preguntas filosóficas de la ciencia del siglo XX habían sido motivadas desde la física: qué es el universo (pensemos en la teoría del Big Bang) y qué es la materia (recordemos todo el desarrollo de la teoría estándar hasta el hallazgo del bosón de Higgs en 2012). Sin embargo, las grandes preguntas del siglo XXI serían otras: qué es la vida y qué es la conciencia (o si queremos, más en general, la mente humana). Estas nuevas preguntas estarían reflejando el cambio de poder en la dinastía de las disciplinas científicas: la física habría sido la ciencia reina en el siglo XX, pero correspondería a la biología y, más concretamente, a la neurociencia, ocupar el puesto más alto en ese ranking de disciplinas durante el siglo XXI.

Hasta cierto punto creo que estas predicciones se han cumplido. Ciertamente, parece que la atracción del universo en su conjunto y la materia es mucho menor para la opinión pública informada que la de la vida y la conciencia. Quizás porque nos identificamos mucho más con las segundas que con los primeros. Pero no solo se trata de una cuestión de folclore o divulgación. También la literatura especializada parece concentrarse cada vez más en cuestiones de filosofía de la biología: filosofía de la evolución y filosofía de la mente son quizás los grandes campos de debate académico en la actualidad. Parece que el universo y la materia en sí han perdido interés o, quizás, las teorías físicas sobre estas últimas se han vuelto demasiado abstrusas y desligadas de la realidad como para permitir un diálogo fértil con la filosofía, que las rechaza cada vez más como materia prima para la reflexión. Incluso la misma física parece también inclinarse hacia los nuevos intereses, como demuestran los campos emergentes de la biofísica, la biología cuántica y las teorías cuánticas sobre el problema mente-cerebro. Vida y conciencia parecen ser mejor descritas dentro de la terminología de los sistemas complejos, en donde las leyes dejan de ser normativas para ser sobre todo descriptivas de lo que está sucediendo en la naturaleza.

Mi impresión, sin embargo, es que hemos perdido algo por el camino. Creo que se pueden y se deben presentar algunas cuestiones que una de esas perspectivas, la física, está ofreciendo cada vez con mayor claridad y que, en mi opinión, suponen un material irrenunciable para despertar el asombro, pero un asombro más ilustrado, ante la naturaleza. El cómo y el porqué de los procesos naturales están cada vez más entrelazados y, en mi opinión, es más necesario que nunca tener claro qué nos está diciendo la física contemporánea sobre el universo en su conjunto y sobre la materia para poder recuperar el punto de partida común del asombro, desde el que podamos filosofar. Es lo que intenté hacer con mi libro “Universo singular”.

El término naturaleza parece últimamente haber sido reservado para designar lo que sucede en nuestro planeta, en relación con la biosfera, los efectos del cambio climático y la ecología. No obstante, a pesar del optimismo que despiertan los cada vez más frecuentes hallazgos de exoplanetas con condiciones para la vida, no habría que olvidar que la vida es, hoy por hoy, una anécdota en el universo y también en el planeta Tierra. La vida lleva existiendo menos de la mitad de la edad estimada del universo y, sobre todo, está confinada a una finísima franja en torno a la superficie de nuestro planeta: unas decenas de kilómetros frente a los miles de kilómetros de profundidad teóricamente disponibles hasta el centro de la Tierra. Pero la física nos recuerda que tan “naturaleza” es la vida como la no vida.

Ciertamente, sería capcioso dar relevancia a la vida en el universo solo en razón de su presencia espacio-temporal. La vida tiene que ver con la complejidad creciente de los fenómenos que observamos. ¿Indica esa direccionalidad en la complejidad la existencia de una teleología intrínseca del universo? Vivimos en un universo donde la separación entre sistemas es posible y real: la ciencia y en particular la física, está acostumbrada a trabajar con sistemas o fenómenos “determinados”: con características y propiedades robustas, que mantienen una cierta regularidad a lo largo del tiempo: ¿Por qué esto es así? ¿Por qué, además, percibimos los sistemas individuales con unas propiedades determinadas y no otras?

Tanto a la física como a la filosofía les interesa toda la realidad. No es cierto que a la física le interese solo la realidad material medible. También está interesada por establecer relaciones lógicas y jerarquías entre las descripciones formales de la realidad a las que llega, en forma de principios o leyes. El recurso a la medición es simplemente un modo de definir el método del conocimiento. El conocimiento humano avanza por analogías, y la comparación con una unidad de medida ofrece una analogía muy poderosa para establecer principios, leyes, teorías y modelos. ¿Puede la física utilizar otras analogías para recorrer el camino de lo conocido a lo desconocido? La física aristotélica lo hizo. Quizás ahora no estemos tan lejos de tender nuevos puentes hacia un aristotelismo renovado, permitiendo nuevas analogías del ser como presupuestos de una física renovada.

Lo que quiero decir con estas reflexiones es que no se debe rechazar tan a la ligera el programa reduccionista de naturalización del universo. No es este el enemigo del asombro. Mi tesis es que incluso dentro de dicho paradigma hay razones que apuntan a la necesidad de una renovación metodológica si se quiere avanzar en su comprensión física y filosófica. Un universo singularmente bello es aquel al que lleva tiempo apuntando la física contemporánea. A este respecto, me permito subrayar los recientes comentarios del físico Frank Wilczek, galardonado con el Premio Templeton 2022. Solo hace falta que la filosofía de la naturaleza y las humanidades recojan el guante, no rechacen el terreno donde se juega este partido y hagan gala de su mejor capacidad crítica para recuperar el asombro como punto de partida que también brinda la física.

El diálogo entre ciencia y humanidades a partir de la belleza puede ayudar a crear el tipo de amistad intelectual que nuestra sociedad necesita. Precisamente nos recuerda la urgencia de esta colaboración la presente “convicción de que, además de los desarrollos científicos especializados, es necesaria la comunicación entre disciplinas, puesto que la realidad es una, aunque pueda ser abordada desde distintas perspectivas y con diferentes metodologías” (Fratelli tutti, n. 204). Se trata entonces de promover la amistad intelectual entre aquellas disciplinas que creen en la verdad y en que el hombre puede encontrarla y asombrase ante ella. Quizás nuestra época de la “posverdad”, ayuna de referencias firmes, permita el renovado encuentro entre estos ámbitos del conocimiento humano que nunca debieron enfrentarse, que deberían profesar una mutua admiración, y continúan estando llamados a servirse entre sí.