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La inspiración cristiana de la ciencia de la naturaleza

Ignacio Sols
Conferencia pronunciada el 16 de septiembre de 2022
I Congreso de la sección española de la Society of Catholic Scientists
Pamplona, 15 al 17 de septiembre de 2022

Desarrollaré este tema: El cristianismo ha sido a la física lo que Grecia fue a la matemática. No solo la matriz cultural en que se desarrolló, sino que su cosmovisión propia inspiró el nacimiento de esa ciencia. Empecemos por la matemática.

La matemática comienza en el momento en que hay demostración. Por tanto, las anteriores civilizaciones -babilonia, india, china, egipcia- que trabajaron con números y formas geométricas, no hicieron propiamente matemática, pues no aportaban demostraciones sino solo fórmulas a modo de receta, aunque ciertamente fue la prehistoria de la matemática, sin la cual esta ciencia no hubiera sido posible.

Al reducir la filosofía pitagórica toda la realidad a número, redujo a número, en particular, las formas geométricas, y así surgieron las primeras demostraciones de fórmulas aritméticas mediante disposiciones geométricas, por ejemplo, la demostración de que la suma de los n primeros números impares es el cuadrado de n. (Así, 1+3+5 es el cuadrado de 3). Esto lo demostraban rellenando un cuadrado con n líneas en forma de L con un número impar, creciente, de puntos. Al demostrar que, si el lado de un cuadrado es un número, entonces su diagonal no puede serlo -la relación de ambos no es una fracción- encontraron, en traumática contradicción con su propia filosofía, que geometría y aritmética no son equivalentes, optando entonces por la geometría1. En ese desarrollo, los griegos descubrieron lo que hoy llamamos teoría científica, como deducción lógica de unos axiomas que se postulan, en este caso la geometría plana deducida de los cinco postulados de Euclides2.

Se dice con ignorancia que los cristianos destruyeron la ciencia antigua, aunque la ciencia de la naturaleza, literalmente la física (fisis=naturaleza) no había nacido aún en la antigüedad griega. En cuanto a la ciencia matemática, sólo se desarrollaba en Alejandría como actividad científica o investigadora, y no fue destruida por nadie, sino que pasó a ser ciencia del Islam, al ser tomada Alejandría en 640 por un ejército del tercer califa Otmán. (En Atenas, tras el traslado de la actividad científica a Alejandría a finales del siglo IV a. C., solo quedaban comentaristas, o enseñantes, tradición que tuvo su cadena de oro de comentaristas cristianos en Bizancio -con foco cultural en la biblioteca de Constantinopla- hasta su caída en 1453)3.

En la mitad justa del siglo VII, el siguiente a la toma de Alejandría, la ciencia cambió su capitalidad a la capital del califato abasida, Bagdad, floreciendo como ciencia del Islam, desde el inicio del siglo IX, en La Casa de la Sabiduría, que llegó a superar a la antigua biblioteca de Alejandría en número de volúmenes. La mayoría de sus intelectuales iniciales -treinta y siete- fueron árabes cristianos. Se cumplía así la regla de que los vencedores -musulmanes- acaban reconociendo la superioridad cultural de los vencidos -cristianos- hasta ser educados por estos, tras una labor de traducción de la cultura de los vencidos: los primeros traductores, como Yahyah, su discípulo Hunayn ben Ishac, o el hijo de éste, Ishac ben Hunayn, eran árabes cristianos. Pero el principal matemático Al-Guarizmi fue ya musulmán. Creó el álgebra, cuyas fórmulas demostraba con la geometría de Euclides, y popularizó la numeración india introducida en el mundo árabe en 662 por el obispo sirio Severo Sebockt, a la que en ese mismo siglo IX se añadiría el cero, numeración con la que ya era posible calcular (imposible con números griegos o romanos). Siguieron otras creaciones árabes, como por ejemplo la trigonometría esférica, útil para la astronomía y la ciencia de la navegación.

Con menos suerte que Bizancio, el occidente cristiano fue heredero de la cultura de Roma, rica en aspectos humanísticos, pero sin actividad científica, es decir, investigadora. Con todo, el cristiano Boecio, del siglo VI, escribió un breve resumen de la ciencia matemática con cuatro vías: aritmética, geometría, astronomía, música, que fue enseñado en la alta Edad Media como cuatrivium matemático en la escuelas monacales y catedralicias, conservando así la tenue llama romana. Maestre de la escuela catedralicia de Reims fue el matemático Gerbert de Aurillac, futuro papa Silvestre II -el papa del año 1000- quien introdujo los números árabes en el mundo cristiano (aunque no se popularizarían hasta la obra de Leonardo de Pisa, hijo de Bonacci -Fibonacci-, ya en el siglo XIII). Formó un plantel de discípulos dando lugar a un primer renacimiento intelectual que hizo posible que, al ser reconquistada Toledo a los almorávides, definitivamente a principios del siguiente siglo XII, se crease allí una escuela de traductores de la ciencia árabe que nutrió de conocimientos filosóficos y matemáticos a las nacientes universidades a finales de ese siglo y principios del siguiente siglo XIII. En ese mismo siglo XIII, el dominico Jordanus Nemorarius y el capellán del papa, Campanus, ampliaron la geometría de Euclides. De Jordanus, por ejemplo, es la ley del plano inclinado. Y en el siglo XIV, Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux, luz científica de la edad media, introducirá las coordenadas del plano -longitud y latitud- en su obra De latitudine formarum y sumó por primera vez dos series convergentes, mostrando otras ser divergentes. Esta nueva floración de las matemáticas se benefició de las traducciones del griego, en el siglo XVI, de obras matemáticas de mayor calado. El sacerdote siciliano Francisco Maurólico tradujo el libro de las cónicas de Apolonio, que en 1637 habría de dar lugar al nacimiento de la geometría con coordenadas, en las obras de Pierre de Fermat y René Descartes; y tradujo también la Sinagogé de Pappus, del siglo IV, probablemente el primer matemático cristiano, en el que resolvía diversos problemas de máximos y mínimos. Pierre de Fermat, en ese mismo año 1637, en carta de dos páginas enviada a la Republica de Cartas, el primer internet gestionado por el sacerdote mínimo Marin Mersenne, unificó los métodos de Pappus en que se produce un máximo o un mínimo cuando se anula cierto valor, que definió con precisión, y que ¡hoy llamamos derivada!

La llamada invención del cálculo, medio siglo después, no consistió pues en la definición de la derivada, sino en el hallazgo de que la integral (o cálculo de cuadraturas) es operación inversa de la derivación (o cálculo de tangentes, desde Fermat). Esto reducía la dificultad de la integración, en que había hecho contribuciones esenciales el jesuita Bonaventura Cavalieri (con el principio que lleva su nombre), al automatismo de la derivación, en el que había hecho progresos el jesuita Gregoire de Saint Vincent (con su método de infinitésimos, con el que encontró la derivada del logaritmo). A punto estuvieron de inventar el cálculo el francés Blaise Pascal (no le perdonará Voltaire que no lo culminara) y el italiano Evangelista Torricelli (quien de hecho lo inventó, pero murió sin publicar su escrito). Vidas paralelas: ambos con obra también en física, de hecho relacionada. Ambos muertos a los 39 años, y ambos católicos, profundamente religiosos. El cálculo habría de ser inventado por Isaac Newton en la década de los 1670, siguiendo muy de cerca el método de cálculo de la tangente del sacerdote anglicano Isaac Barrow. Gottfried Leibniz vino más tarde a esta misma invención, pero la publicó antes, en 1682 y 1684, en el Acta Eruditorum, imitadora alemana del Journal des savants, primera revista científica creada en continuación de la Republique des lettres.

Los cristianos contribuyeron, pues, de modo decisivo, al desarrollo y ampliación de la matemática. Pero no se ve razón por la que influyera en esta noble actividad su cosmovisión cristiana. A mi entender, era ciencia de cristianos, pero no ciencia cristiana, sino continuación de la ciencia nacida del espíritu griego, en la cual, una vez nacida, cualquiera puede entrar, independiente de su cosmovisión. Y digo esto a pesar de que sus protagonistas eran cristianos, muchos de ellos de profunda religiosidad. Es el caso de Pierre de Fermat, por ejemplo, de quien dos hijas, de entre sus tres hijos, abrazaron el estado religioso; o René Descartes, quien convirtió al catolicismo a la reina de Suecia, o de Isaac Newton, quien escribió obra teológica -una especie de arrianismo-; o también, Gottfried Leibniz quien mucho se esforzó, aunque ineficazmente, en la reunificación de su confesión luterana con el catolicismo.

Y este será el caso de los matemáticos del siguiente siglo XVIII, el calvinista Leonhard Euler -también con obra teológica- y Jean Louis Lagrange, católico, cuyas coordenadas generalizadas, inspiradas en las coordenadas polares del clérigo medieval John Buridan, harán más fácilmente aplicable el cálculo infinitesimal. Pero, en este mismo siglo XVIII, el obispo George Berkeley, buen conocedor de este cálculo, acusa sobre la falta de rigor con que se dividen en él los infinitésimos, haciendo de dos falsedades una verdad. Con el aguijón de esta certera crítica, Augustin Cauchy iniciará el siguiente siglo XIX la rigorización del cálculo, en una apasionante aventura que culminará en la obra de Bernard Riemann (como recuerdan la integral de Cauchy y la integral de Riemann). Pero esto precisaba de una demostración de nuestras nociones intuitivas sobre los números reales, en la que participará el sacerdote alemán Bernard Bolzano con varios teoremas, entre ellos el que lleva su nombre. De hecho, fue Bolzano quien primero propuso una fundamentación de las matemáticas en la lógica y quien primero usó el término conjunto (“Menge”) para distinguir los conjuntos finitos de los infinitos, del mismo modo en que luego lo hará Cantor. Pero George Cantor distinguirá además entre distintos tipos de infinito (al demostrar que el de los números es distinto del de los números reales), lo que dio lugar a su matemática transfinita. Para fundamentar esta matemática crea la teoría de conjuntos, que pronto será entendida como la formalización de toda la matemática. De ella demostrará Kurt Gödel, medio siglo más tarde, en 1930, la imposibilidad de demostrar su consistencia, aunque nadie duda de que las matemáticas sean consistentes, es decir, no encierran contradicción alguna4. Pero en lo que interesa a nuestro tema, digamos que estos mentados protagonistas de la rigorización de las matemáticas, Cauchy, Riemann, Bolzano, Cantor, Gödel fueron todos ellos profundamente cristianos. Riemann de hecho fue pastor luterano, aunque no llegó a ejercer por panicus fori; como también fue creyente luterano su maestro Karl Friederich Gauss, el princeps mathematicorum del que es heredera buena parte de la matemática contemporánea. Una ciencia en la que participó una multitud de cristianos, pero que había nacido en la matriz cultural griega e inspirada en la filosofía pitagórica.

Algo análogo sucedió a la física con el cristianismo. Se inicia con la conversión de Juan Filopón desde el paganismo, lo que le lleva a rechazar la creencia en la divinidad de los astros, y a decir que no están hechos de materia distinta que la de la tierra, por lo que entenderemos sus movimientos cuando conozcamos los movimientos en la tierra. Respondiendo a dos preguntas de Aristóteles sobre el movimiento, escribió en torno al año 530 acerca del movimiento natural o caída libre: “si dejas caer un cuerpo y otro varias veces más pesado comprobarás que caen al suelo aproximadamente al mismo tiempo”. Sobre el movimiento violento, o producido por una fuerza motriz, Filopón dijo que ésta imprime al móvil un ímpetu -lo que hoy llamamos inercia-, por el que no necesita ya de fuerza alguna para seguir moviéndose. Sigue a partir de ahí la prehistoria medieval de la física -como teoría del movimiento o del ímpetu- al ser retomada por el persa Avicena, siglo XI. En el siglo XII Avempace de Zaragoza dirá que la velocidad en el movimiento se produce en razón de la diferencia entre fuerza motriz y resistencia al movimiento (que aún era resistencia del medio, aún no tenían la idea de resistencia del móvil, o masa inerte). Y dirá erróneamente que esta comparación es la diferencia entre fuerza y resistencia; pero más tarde, en ese mismo siglo, será Averroes de Córdoba quien diga, correctamente, que se trata del cociente. Al pasar la teoría del movimiento a las universidades cristianas del siglo XIII, tras las traducciones en Toledo del siglo XII, san Alberto Magno y Pedro Gil de Roma (obispo de Bourges) seguirán la línea correcta de Averroes; mientras que Roger Bacon, santo Tomás y Duns Scoto siguen en paralelo la línea equivocada de Avempace. Pero lo importante aquí es que esta teoría del ímpetu, nacida de un cristiano, ha pasado de nuevo, por mediación del Islam, al mundo cristiano, hasta producir en el siglo XIV los primeros conceptos que hoy llamamos científicos -movimiento uniforme, movimiento uniformemente acelerado, velocidad media- es decir universales que no han sido abstraídos por observación de la naturaleza (¿quién ha visto la velocidad media?) sino que han sido construidos mediante una definición.

Tras el impasse de la peste, la guerra de los cien años y la guerra de las tres rosas, la teoría del movimiento aún se conservaba a principios del siglo XVI en la enseñanza de París. Allí estudió el dominico segoviano Domingo de Soto, el primero que aplica la noción de movimiento uniformemente acelerado a la caída libre de los cuerpos, lo que será experimental en el siglo siguiente, en la obra de Galileo. Y es también quien pone la resistencia al movimiento no en el medio sino principalmente como resistencia interna del móvil: su masa inerte. Retomará Galileo este concepto, lo que permitirá a Descartes construir el concepto de cantidad de movimiento (masa x velocidad) como cantidad conservada en ausencia de fuerzas. Esto llevará a Newton, en 1687, a poner como base de su mecánica este principio: si se aplica una fuerza, esta iguala a la variación, o derivada temporal, de la cantidad de movimiento. Nacía así la física, y nacía como encargo de Edmund Halley a Isaac Newton de deducir las tres leyes de los planetas que Johannes Kepler -usando el sistema introducido por Copérnico, canónigo de la catedral de Frauenburg- había observado experimentalmente. Kepler había antes escrito (en Harmonices mundi): “Dios quiso que las reconociéramos [las leyes] al crearnos según su propia imagen, de manera que pudiéramos participar en sus mismos pensamientos”.

La física, pues, inició su prehistoria con el cambio de cosmovisión del mundo antiguo al mundo cristiano -paradigmático en la conversión de Juan de Filopón-, se gestó en el seno de filosofía escolástica medieval, y nació de la convicción de que el mundo es la obra de un Dios, suma inteligencia, que “todo lo dispuso de acuerdo a medida, número y peso”, es decir que dejó leyes de forma matemática; leyes, por tanto, que la inteligencia del hombre -su imagen y semejanza- habría de poder reconocer con el uso de las matemáticas. Esta cita del libro de la Sabiduría estaba de moda entre los intelectuales de esa época en la que Kepler escribe “Dios siempre geometriza” (Harmonices mundi). Así pues, la física no sólo se gestó y nació en la obra de cristianos, sino que la física nació inspirada en la cosmovisión judeocristiana. Así lo expresa Alfred Northcott Whitehead: “La fe en la posibilidad de la ciencia derivó de la teología medieval”.

Una vez puesto en marcha el tren de la física, pudieron subirse a él cualesquiera, sean o no creyentes, por lo que es menos importante el hecho indudable de que hubo muchos creyentes cristianos en su desarrollo; pongamos por ejemplo el caso del electromagnetismo, en el que es posible experimentar cuando Alejandro Volta, que era catequista, inventó la batería eléctrica para crear corrientes continuas. También fueron católicos conversos ambos Ampere y Biot; y Joule y Oersted fueron un anglicano y un luterano que escribieron ambos en términos parecidos a los citados de Kepler; y el electromagnetismo pasó de su prehistoria a su historia, en la obra de Michel Faraday y James Clerk Maxwell, ambos profundamente cristianos. Esta teoría predice las ondas electromagnéticas que logró producir un luterano, Heinrich Rudolf Hertz, y que en el cambio de siglo usará para la radio el italiano Guglielmo Marconi, un católico también de profunda religiosidad. En frecuencias más altas, esta teoría conecta con la teoría ondulatoria de la luz de Christian Huygens y Augustin Fresnel, al predecir la velocidad que había medido anteriormente Hippolyte Fizeau, tres nombres de confesión cristiana, y cuya naturaleza también corpuscular fue demostrada por la experiencia de otro cristiano: el efecto Compton.

Viniendo a la más moderna teoría cuántica, esta surgió como explicación de la experiencia de dos anglicanos Rayleigh y Jeans, este último con obra apologética. Su fundador Max Planck fue un luterano que encontró en su fe cristiana fuerza y consuelo por la muerte de sus dos esposas y, en edad adulta, de sus dos hijas y sus tres hijos, dos en la primera guerra mundial y ahorcado el tercero por su participación en el atentado contra Hitler. Al ser aplicada su teoría cuántica a una teoría atómica surgida de las experiencias de Joseph John Thomson, descubridor del electrón, y de Ernest Rutherford, descubridor del núcleo atómico -ambos anglicanos-, habría de desembocar en una mecánica cuántica cuyo disparo de salida en 1925 fue la tesis de Louis de Broglie, católico francés, y cuya comprensión final llegó en 1927 con el principio de incertidumbre de Werner Heisenberg, luterano. Se coronaban con ello dos años de investigación en la que colaboraron otros creyentes cristianos como Pascual Jordan y Wolfgang Pauli.

Ninguno de estos fue clérigo, pero los hay, incluso fundadores en otras ramas de la física: René Juste Haüy, que fue cofundador con el anglicano Bragg, de la cristalografía; o George Lemaïtre, fundador de la teoría del Big-Bang. De hecho, hay áreas enteras de la ciencia que tienen como fundador a un sacerdote, como la estratigrafía fundada por el beato Nicolás Steno, o la genética, fundada por Gregor Mendel.

Podemos acabar preguntándonos: ¿cuál es la diferencia entre matemática y física, por la que la segunda hubo de esperar a la cosmovisión cristiana? La respuesta puede ser que la comprobación de la verdad de las proposiciones matemáticas no exige la experimentación, pero la verdad de las  proposiciones físicas exige la observación de la naturaleza, y no puede ser deducida5, ya que el mundo no es necesario sino contingente -podría no ser, o ser de otro modo-, un concepto que no tenían los griegos.

Por eso la afirmación de la contingencia del mundo en la condena por el obispo de París, Étienne Tempier, 1277, de las tesis averroístas que veían el mundo como necesario, ha sido llamada carta magna de la ciencia por Pierre Duhem. En efecto, este importante documento supuso el espaldarazo para la llamada a la experimentación en la obra de los franciscanos Roberto Grosseteste y Roger Bacon, quien diez años antes había escrito en su famoso Opus tertium: “La ciencia experimental puede realizar múltiples e insospechados inventos. Puede producir efectos y maquinas maravillosas que mejoren las condiciones de la vida humana, tales como: fuego o lámparas perpetuas, armas que puedan destruir al enemigo sin necesidad de herirle físicamente con la espada, antídotos contra peligrosos venenos, explosivos, naves sin remos ni velas, carros que se desplacen por sí mismos, máquinas voladoras, máquinas elevadoras, maquinas sumergibles, puentes sin pilares, etc. Hay muchas cosas que tienen poderes y propiedades muy extrañas que todavía no conocemos por la negligencia en realizar experimentos”. ¡Escrito en el siglo XIII!

Quiero acabar citando, en apoyo de esta tesis de que la ciencia física nació con una inspiración religiosa, a los grandes creadores de la teoría cuántica y de la teoría de la relatividad.

Max Planck: “Nunca puede darse una verdadera oposición entre la ciencia y la religión. Cualquier persona seria y reflexiva se da cuenta, creo yo, de la necesidad de reconocer y cultivar el aspecto religioso presente en su propia naturaleza, si quiere que todas las fuerzas del alma humana actúen conjuntamente en perfecto equilibrio y armonía. Y realmente no es accidental que los mayores pensadores de todas las épocas fueran almas profundamente religiosas, incluso si no mostraban en público sus sentimientos en este sentido” (Planck, El misterio de nuestro ser, art. en Wilber, 1988, p. 210).

Albert Einstein: “La ciencia solo puede ser creada por quienes están profundamente imbuidos del anhelo de verdad y comprensión. La fuente de estos sentimientos proviene, sin embargo, de la esfera religiosa. A ella pertenece también la fe en la posibilidad de que las normas que rigen al mundo de lo existente sean racionales, esto es, asequibles por medio de la razón. No puedo concebir a un auténtico científico que carezca de esa profunda fe. Todo esto puede expresarse con una imagen: la ciencia sin la religión está coja, y la religión, sin la ciencia, ciega” (Albert Einstein, Ideas y opiniones, art. en Wilber, p. 166).

1 Por ejemplo, la primera demostración que nos ha llegado literal es la cuadratura, por Hipócrates de Chio, de dos lunas, siglo V a. C. Una luna es la diferencia entre un círculo y otro de mayor radio, y su cuadratura significa la posibilidad de construir por regla y compás el lado de un cuadrado de igual área. Conjeturó entonces la cuadratura del círculo, problema que, al igual que la duplicación del cubo y la trisección del ángulo, estimuló la matemática griega durante siglos en busca de solución. Estas tres conjeturas recibieron respuesta negativa en el siglo XIX.

2 Euclides tomó probablemente la idea de postulado, como algo que no se demuestra pero que sirve para demostrar, del muy reciente postulado de exhaución del genial matemático Eudoxo, una generación anterior: si a una magnitud -longitud, área o volumen- se le sustrae más de su mitad, y a lo que resta se le sustrae más de su mitad, etc., llega a hacerse más pequeña que cualquier magnitud (épsilon, diríamos ahora) dada a priori.

3 Los comentaristas del siglo VI, Eutocio, Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto fueron los arquitectos de Hagia Sofía, siglo VI, y siguieron grandes figuras en los siglos posteriores, como Miguel Constantino Psellus en el siglo XI, o Paquímeres y Máximo Planudes en el siglo XIII.

4 Gödel conjeturó -guiado, según declara, por su platonicismo, en contra del formalismo y del logicismo que pretendía reducir la matemática a pura lógica- una respuesta negativa a una conjetura de Hilbert acerca de las matemáticas: la decidibilidad de la aritmética (equivalente a la decidibilidad de la teoría de conjuntos, es decir, de toda la matemática). Esto significa que Hilbert proponía demostrar la existencia de un algoritmo oráculo que pudiese decidir si una proposición dada se deduce, o no, de sus axiomas. Al tener Alan Turing noticia de ello, crea la teoría de máquinas, para mostrar que el problema de su paro -el llamado Halt Problem- es irresoluble por un algoritmo o máquina. Esto demostraba la conjetura negativa de Gödel, y daba lugar ¡como premio de consolación! a la cibernética, cuando Von Neumann en 1946, en el proyecto EDVAC de Princeton, y Turing en 1950 en el proyecto británico ACE, construyen las primeras computadoras. (Nace pues, la informática, como tantas otras revoluciones tecnológicas, de un problema teórico -tomemos buena nota- sin utilidad práctica alguna). Pero en lo que importa a nuestro tema, digamos que Turing era ateo, y que Von Neumann era converso al catolicismo (con sus ideas y venidas, pero murió católico); y que también fue un cristiano, profundamente creyente, el llamado “padre de las computadoras”, el británico Charles Babbage, quien un siglo antes había diseñado su “máquina analítica” programable (de hecho, programable con tarjetas perforadas, como las que usábamos en los años setenta). Pero su construcción quedó sin terminar, aunque inspiró las implementaciones en el siglo siguiente.

5 De hecho, solo la física, y no la matemática, es ciencia en el estricto sentido de Wittgenstein, ya que las proposiciones de la matemática no tienen sentido. En efecto, el sentido de una proposición es, en el famoso Tractatus de Wittgenstein, lo que dice de la naturaleza, y por tanto carecen de sentido las proposiciones que solo pueden ser falsas o solo pueden ser verdaderas, siendo este último el caso de las proposiciones matemáticas. Nada afirman del mundo -aunque mucho dicen acerca de las ideas a quienes somos platónicos-. Para el bando contrario, el logicista -en retirada tras los teoremas de un Gödel que encontró la inspiración en su platonicismo- las matemáticas tan solo afirman aquello en lo que todos estamos de acuerdo: que lo contenido en nuestras bibliotecas matemáticas es deducible en lógica de primer orden de los diez axiomas de Zermelo-Fraenkel. En cambio, las proposiciones físicas pueden ser verdaderas o falsas, y para averiguarlo es necesario observar el mundo.