Finalidad

Finalidad

Autor: Mariano Artigas. Facultad Eclesiástica de Filosofía, Universidad de Navarra. Pamplona (España)
Publicado en El original del artículo figura como una voz en el "Dizionario Interdisciplinare di Scienza e Fede", editado por Giuseppe Tanzella-Nitti y Alberto Strumia, Urbaniana University Press y Citta Nuova, 2002.Artículo inédito en castellano.2002

Índice

  1. El concepto de finalidad

  2. Dimensiones finalistas de la naturaleza

  3. Existencia y alcance de la finalidad natural

  4. La finalidad natural ante la cosmovisión actual

  5. Teleología y trascendencia

  6. Naturaleza y providencia

  7. La inteligibilidad de la naturaleza

  8. Bibliografía

La finalidad ocupa un lugar central en la reflexión acerca de la naturaleza. Desde la antigüedad hasta nuestros días, las principales diferencias de opinión en la filosofía de la naturaleza se refieren, en buena parte, a este problema. Los "finalistas" afirman que en la naturaleza existe una direccionalidad que se debe interpretar como finalidad; esta posición corresponde a la actitud natural del hombre ante la naturaleza, y empalma fácilmente con la afirmación de una providencia divina que gobierna el curso de los fenómenos naturales. En cambio, los "anti-finalistas" niegan que exista finalidad en la naturaleza o, al menos, que podamos conocerla, y suelen rechazar la existencia de la providencia divina; sus argumentos pretenden apoyarse, con frecuencia, en el progreso de las ciencias.

Delimitaré, en primer lugar, el concepto de «finalidad natural». Después analizaré las dimensiones finalistas que existen en la naturaleza. A continuación intentaré mostrar que existe finalidad en la naturaleza, determinando su alcance, y examinaré las implicaciones de la cosmovisión actual con respecto al problema de la finalidad natural. Estas consideraciones proporcionarán la base para examinar si la finalidad natural remite a un plan divino que la hace posible.

El concepto de finalidad

La noción de fin tiene tres sentidos principales: término de un proceso, meta de una tendencia, y objetivo de un plan.

En primer lugar, el fin designa el término de algo. Si se trata de entidades, el fin se refiere a sus límites (el final de un libro o de un camino, por ejemplo). Si se trata de procesos que se desarrollan en el tiempo, el fin designa la última fase con la cual terminan o finalizan (el final de la lectura de un libro o del recorrido de un camino, por ejemplo). Estos dos fines son aspectos de una misma realidad, considerada en su aspecto estático o dinámico: el final de un proceso es una entidad o, en general, un estado de cosas al que se llega a través del proceso. Si centramos la atención en el dinamismo y la actividad, fin significa "término de un proceso".

En segundo lugar, el fin es la meta hacia la cual tiende una acción o un proceso. Este sentido se añade al primero: no todo término es una meta, pero toda meta es el término de una tendencia. El concepto de finalidad se encuentra estrechamente relacionado con el de tendencia, que sirve como criterio para reconocer la existencia de la finalidad. En este sentido, fin significa "meta de una tendencia".

En tercer lugar, cuando el término se alcanza mediante una acción voluntaria, el fin es la meta de un proyecto deliberado, el «objetivo» que se busca mediante la acción. Este tercer sentido supone los dos primeros, y les añade la intención del sujeto. Los vivientes irracionales son capaces de buscar objetivos de acuerdo con sus posibilidades de conocimiento, siguiendo sus inclinaciones naturales. En el caso de los sujetos inteligentes y libres, capaces de proponerse objetivos, este sentido de la finalidad se identifica con el «objetivo de un plan».

Por otra parte, se puede distinguir una finalidad "subjetiva", que se da en los agentes que actúan con conocimiento del fin de sus acciones, y una finalidad "objetiva", que no depende del conocimiento. Mi reflexión se centra en la finalidad del segundo tipo, tal como existe en la actividad de los seres naturales que no está provocada por el conocimiento, bien sea porque se trate de seres que no poseen ningún tipo de conocimiento, o porque se trate de procesos que, si bien existen en seres capaces de conocer, se realizan de modo automático sin que intervenga el conocimiento. Me referiré, por tanto, a la finalidad objetiva de tipo tendencial, que es el tipo de finalidad más directamente relacionado con las ciencias.

La finalidad se opone al azar. Decimos que algo sucede por azar cuando es el resultado de coincidencias accidentales, no previstas, que no responden a una causa determinada. En cambio, la finalidad implica que existen tendencias que explican los efectos; el efecto se debe directamente a causas propias, no a la coincidencia accidental de esas causas.

Dimensiones finalistas de la naturaleza

 

Existen tres dimensiones que resumen las principales manifiestaciones de la finalidad natural: la direccionalidad, la cooperatividad y la funcionalidad. La direccionalidad se refiere a la existencia de tendencias en los procesos naturales. La cooperatividad se refiere a la capacidad que poseen las entidades y los procesos naturales para integrarse en resultados unitarios. Y la funcionalidad expresa que muchas partes de la naturaleza hacen posible, con su actividad, la existencia y la actividad de los sistemas de que forman parte.

Consideremos, en primer lugar, la direccionalidad. Los procesos naturales no se desarrollan de modo arbitrario. Por el contrario, proceden de entidades específicas y se despliegan de acuerdo con pautas dinámicas. El dinamismo natural se despliega siguiendo cauces privilegiados. Desde luego, existe una gran variedad de posibles procesos en función de la concurrencia de los diferentes dinamismos, pero los procesos giran en torno a pautas específicas: en la naturaleza, si bien no todo son pautas, todo se articula en torno a pautas.

Esto sucede desde los niveles ínfimos de organización hasta los más complejos. En el nivel fundamental, las cuatro interacciones básicas poseen una intensidad y unos efectos bien definidos, y condicionan el desarrollo de todos los procesos naturales. Algo semejante ocurre con la actividad de los átomos y de las moléculas, y con la actividad bioquímica en los procesos de la vida. Cuando nos adentramos en los organismos vivos, la direccionalidad alcanza su cima, y es realmente asombrosa: el despliegue de la información genética, las actividades intracelulares, la comunicación entre células, las funciones vitales, son manifestaciones de una direccionalidad clara y específica. En la Tierra y en las estrellas se despliegan también dinamismos específicos y direccionales. La existencia de pautas dinámicas, incluso en procesos que suelen calificarse como caóticos, es cada vez más evidente.

La ciencia supone que existe direccionalidad en la naturaleza y busca, precisamente, determinar sus modalidades. Su éxito implica un conocimiento cada vez más concreto de la direccionalidad de los procesos naturales.

Podemos afirmar, por tanto, que el dinamismo natural se despliega de modo direccional. Esto basta para afirmar que existe en la naturaleza una direccionalidad "débil" que, aun siendo auténtica, no garantiza que se alcancen unas metas determinadas. ¿Podemos dar un paso más, y afirmar la existencia de una direccionalidad "fuerte", o sea, que existen tendencias hacia metas concretas?

Encontramos aquí una dificultad notable, porque los despliegues concretos del dinamismo natural dependen de circunstancias muy variadas que, en gran parte, responden a coincidencias accidentales. Aunque el dinamismo natural gira en torno a pautas, los resultados de su despliegue no están determinados, porque en los procesos concurren diferentes dinamismos y nada garantiza que se llegue a unos resultados concretos. Esto equivale a reconocer que los resultados no son necesarios, sino contingentes. En estas condiciones, ¿cómo puede afirmarse que existen tendencias hacia metas determinadas?

Esta dificultad es insuperable si pensamos en unas metas que se alcanzan de modo absolutamente necesario. Si la direccionalidad se identifica con la existencia de unas tendencias que necesariamente conducen hacia metas concretas, deberá concluirse que esa direccionalidad no existe en la naturaleza.

A primera vista, esta conclusión parece destruir la esperanza de encontrar un fundamento para la finalidad natural. Sin embargo, no es así. Simplemente, nos vemos obligados a introducir una matización acerca de la existencia y alcance de la finalidad natural. Esta matización se refiere a las condiciones que garantizan las metas de la direccionalidad. Existen metas determinadas en la medida en que intervienen factores que, por así decirlo, imponen su ley. En muchos casos, existe una organización o intervienen factores que, dentro de un amplio margen de circunstancias, garantizan que se alcancen metas determinadas. Existen muchas situaciones en las que existe una organización estable y, por tanto, tendencias hacia metas determinadas. Esta afirmación no prejuzga el problema del indeterminismo, que es compatible con la existencia de direccionalidad y de tendencias.

Podemos hablar de grados de direccionalidad. Se tratará, por ejemplo, de simples potencialidades, o de capacidades más próximas a su actualización, o de auténticas tendencias que conducirán a resultados concretos. En último término, siempre se trata de potencialidades cuya actualización es sólo posible, o probable, o segura.

La cooperatividad es un tipo particular de direccionalidad. Concretamente, es una potencialidad que se refiere a la integración de diferentes factores en un resultado unitario: se producen sistemas holísticos, propiedades emergentes, nuevos tipos de dinamismo, o sea, nuevos tipos de estructuración y dinamismo que no se reducen a la simple yuxtaposición de los factores iniciales.

El conocimiento de muchas modalidades de cooperatividad en la naturaleza es uno de los principales resultados del progreso científico reciente, en el que ocupa un lugar destacado la sinergia o acción cooperativa. La cooperatividad hace posible la morfogénesis o producción de pautas holísticas específicas, y se encuentra en la base de la especificidad de la naturaleza.

Si se considera la cooperatividad desde la perspectiva diacrónica de las teorías evolucionistas, es fácil advertir que las sucesivas integraciones conducen a nuevos tipos de organización que, a su vez, abren nuevas posibilidades y cierran otras. Cuanto más se avanza en la organización, se abren nuevas rutas que antes no existían. En este sentido puede subrayarse la inconsistencia de algunas críticas que se oponen a la evolución argumentando que es sumamente improbable que coincidan por azar todos los componentes de un nuevo organismo, o todas las variaciones que hacen falta para que surja un nuevo órgano. Efectivamente, la improbabilidad es enorme si se piensa en una mezcla al azar de factores completamente independientes, como sucedería si se mezclasen al azar las letras o las palabras que componen una obra literaria; en cambio, la probabilidad aumenta de modo notable cuando se advierte que los componentes no son independientes, que existen tendencias cooperativas, y que cada logro abre nuevas potencialidades cooperativas que anteriormente no existían y que son cada vez más específicas. Las probabilidades son todavía mayores si se tiene en cuenta que, además de la simple cooperatividad, existe un grado mayor de direccionalidad, en el cual pueden existir factores reguladores cuyas variaciones permiten quizás explicar la producción simultánea de todo un conjunto de cambios coordinados. Ese nuevo grado es la funcionalidad.

Suele hablarse de funcionalidad para expresar que una parte desempeña un cierto papel dentro de un todo mayor. La naturaleza se encuentra organizada de tal manera que existen sistemas que poseen una notable funcionalidad. Y puede hablarse también de la funcionalidad de la naturaleza en su conjunto, en cuanto proporciona las condiciones que hacen posible la vida humana.

La existencia de funcionalidad resulta patente en los vivientes. Cualquier tratado de biología puede ser considerado como una exposición sistemática de la funcionalidad en los vivientes.

¿Puede hablarse de funcionalidad en el nivel físico-químico? Evidentemente, los sistemas de ese nivel no poseen las características típicas de los vivientes, y no parece lógico atribuirles el mismo tipo de funcionalidad; por ejemplo, tiene sentido hablar de las funciones que desempeñan los hematíes, el hígado o el sistema nervioso, pero resultaría paradójico hablar de las funciones que desempeña un electrón en el átomo o un átomo en la molécula. Los motivos de esta diferencia son patentes: un ser vivo posee unas tendencias típicas cuya realización se logra gracias a las funciones que desempeñan sus componentes; en cambio, no parece posible atribuir unas tendencias semejantes a las entidades físico-químicas.

Sin embargo, puede hablarse también de funcionalidad en el nivel físico-químico si se tiene en cuenta su doble integración con el nivel biológico: como componente y como medio ambiente. La funcionalidad de los vivientes depende de sus componentes físico-químicos, y esa funcionalidad sólo es posible cuando existe un medio ambiente que proporciona las condiciones adecuadas. En el primer caso (componentes) puede hablarse de una funcionalidad interna, y en el segundo (medio ambiente) de una funcionalidad externa.

Podemos llevar nuestras consideraciones más lejos, si consideramos que diferentes sistemas naturales se integran en sistemas mayores. En la medida en que todo un conjunto de entidades naturales pueda ser considerada como un auténtico sistema, puede atribuirse a sus componentes una funcionalidad interna. Es el caso, por ejemplo, de los ecosistemas, en los que existen componentes vivientes (las especies que lo habitan) y no vivientes (los factores ambientales); de la biosfera, cuyos componentes se extienden a la litosfera, la atmósfera y los océanos, además de los vivientes; e incluso puede hablarse del sistema total de la naturaleza, puesto que existen estrechas relaciones de dependencia entre muchas de sus partes.

Suele decirse que muchos casos de aparente finalidad no son, en realidad, más que ejemplos de una utilidad externa, y no pueden utilizarse para argumentar en favor de la finalidad. Esta objeción tiene una parte de razón; no sería correcto, por ejemplo, hablar de finalidad natural a propósito de un clima o una vegetación favorable para ciertas especies. Sin embargo, muchos casos de utilidad externa se convierten en casos de funcionalidad interna si se trata de condiciones que se engloban, como componentes, en sistemas mayores. Continuando con el ejemplo anterior, determinadas condiciones climáticas y la existencia de las plantas son condiciones imprescindibles para la existencia humana; por tanto, si se consideran sistemas que incluyen la vida humana, se puede afirmar que esos componentes desempeñan una auténtica funcionalidad interna.

La funcionalidad es el aspecto dinámico de la estructuración. La estructuración de los organismos y de sus partes es la base que hace posible la funcionalidad; y esto es una manifestación del entrelazamiento del dinamismo y la estructuración. Esto es patente en los vivientes. Pero también se puede hablar de la funcionalidad de los diferentes niveles naturales en cuanto unos son condición de posibilidad de los otros.

En efecto, la continuidad de los diferentes niveles significa que unos son condición de posibilidad de otros (no en todos sus aspectos, pero sí en algunos de ellos o en su conjunto). El nivel físico-químico proporciona los constituyentes de todos los demás; el astrofísico proporciona los constituyentes del geológico, el cual realiza, en parte, una función semejante con respecto al biológico; los niveles astrofísico y geológico proporcionan el medio ambiente necesario para la existencia del biológico; y, en el nivel biológico, unos organismos son condición de posibilidad de otros: por ejemplo, las plantas son indispensables para la existencia de los vivientes heterótrofos.

Si ahora contemplamos las condiciones de posibilidad de la vida humana, advertimos fácilmente que la organización de los niveles naturales adquiere un sentido obvio. No sería correcto afirmar que la existencia de cada componente de la naturaleza deba explicarse en función de conveniencias humanas particulares; se trataría de un antropocentrismo ingenuo e insostenible. Pero existe un antropocentrismo legítimo, que considera a la persona humana como la cima de la naturaleza, y reconoce que la existencia del hombre sólo es posible porque existe una gran funcionalidad en la que se encuentran involucrados todos los demás niveles de la naturaleza. Por tanto, si se reconoce que la vida humana tiene un valor, es posible atribuir un significado a la organización de la naturaleza en función de la vida humana.

En la naturaleza no sólo existe funcionalidad, sino una notable funcionalidad. No es preciso aquí analizar ejemplos particulares, que son, por lo demás, muy abundantes; los progresos de la biología molecular bastan para advertir el enorme grado de sofisticación de las estructuras biológicas y de la correspondiente funcionalidad. Se trata de coordinaciones que implican series enteras de procesos, y que se realizan con una precisión admirable. Puede afirmarse que, en muchos aspectos, la organización funcional de la naturaleza supera ampliamente las realizaciones humanas: en variedad, riqueza, armonía, eficiencia, simplicidad, belleza y fantasía.

 

Existencia y alcance de la finalidad natural

¿Podemos afirmar que existe finalidad en la naturaleza? Y, en caso afirmativo, ¿en qué consiste, y cuál es su alcance?

Si tenemos presentes las consideraciones anteriores, no es difícil responder a estos interrogantes. En efecto, hemos analizado la direccionalidad, la cooperatividad y la funcionalidad que existen en la naturaleza, y ahora sólo nos queda sintetizar los resultados de ese análisis y examinar sus implicaciones.

En la naturaleza existe direccionalidad, tanto en sentido débil como fuerte. La existencia de una direccionalidad débil significa que los procesos naturales se articulan en torno a pautas dinámicas y que existen, por tanto, tendencias generales cuya actualización depende de los factores que intervienen en cada caso. Cuando los procesos se desarrollan en sistemas organizados que poseen suficiente estabilidad, existe además una direccionalidad fuerte, o sea, tendencias hacia metas particulares bien definidas.

También existe un tipo especial de direccionalidad que es la cooperatividad. Tanto las entidades como los procesos naturales manifiestan una cooperatividad que permite su integración en nuevos resultados unitarios, y esa cooperatividad se extiende a todos los niveles de la organización natural.

Por fin, en los sistemas y procesos unitarios existe funcionalidad: los componentes cooperan mutuamente haciendo posible la actividad de cada uno de ellos y la del conjunto. Esa funcionalidad resulta patente en el caso de los organismos individuales; pero también se extiende a sistemas más amplios e incluso al sistema total de la naturaleza, debido a la continuidad y mutua dependencia que existe entre los niveles naturales. Cuando se considera la naturaleza como condición de posibilidad de la vida humana, puede afirmarse la funcionalidad del resto de la naturaleza con respecto al hombre.

Podría objetarse que la finalidad natural, tal como la he caracterizado, se limita a recoger características de la naturaleza cuya existencia es patente. Así es, en efecto. Existe, sin duda, otro problema relacionado con la finalidad natural: el de su explicación última. Ese problema exige ulteriores consideraciones, que se extienden hasta la metafísica y la teología natural. Por el momento, me he limitado a examinar de modo objetivo las dimensiones finalistas de la naturaleza, para sentar las bases sobre las cuales pueda plantearse la reflexión ulterior. Por tanto, si mi conclusión sólo incluye aspectos en los que todos deben coincidir, será una señal de que he conseguido mi objetivo.

La direccionalidad, la cooperatividad y la funcionalidad son dimensiones que se refieren al modo de ser de las entidades y procesos naturales; responden a su dinamismo y estructuración, no son algo sobreañadido ni tampoco son resultados accidentales: son dimensiones constitutivas de lo natural. Propiamente son modos de obrar, que manifiestan modos de ser. La direccionalidad y la cooperatividad equivalen a la existencia de potencialidades específicas de tipo tendencial, cuya actualización no se produce de modo necesario, sino en función de las circunstancias; la funcionalidad corresponde al despliegue de esas tendencias cuando se dan las circunstancias que permiten la existencia de organizaciones estables.

El concepto de finalidad natural, tal como lo he delimitado, representa dimensiones reales de la naturaleza; y esas dimensiones se refieren al modo de obrar de lo natural y, por tanto, a su modo de ser. Esas dimensiones deben tenerse en cuenta cuando se pretende conseguir una representación fidedigna de la naturaleza, ya que expresan importantes características de lo natural: si se prescinde de ellas, será imposible reflejar adecuadamente el carácter dinámico y tendencial de la naturaleza, que conduce a sistemas cuya organización posee un alto grado de funcionalidad.

La finalidad natural ante la cosmovisión actual

 

Son tres los ámbitos principales en los que la finalidad natural encuentra desafíos y confirmaciones en la cosmovisión actual: la cosmología, la evolución, y la auto-organización.

En primer lugar, en el ámbito de la cosmología, el modelo de la gran explosión y la física actual ponen de manifiesto que nuestro mundo depende de toda una serie de coincidencias y equilibrios: si la proporción de materia sobre anti-materia en el inicio del universo hubiese sido ligeramente diferente, o si la masa del neutrón no fuese ligeramente superior a la del protón, o si no existieran un conjunto de propiedades físico-químicas muy específicas tanto en el presente como en el pasado, la vida en la Tierra y nuestra propia existencia no se habrían producido.

Sobre esa base, se ha propuesto lo que se ha denominado "principio antrópico". En 1955, G. J. Whitrow subrayó que no son admisibles las explicaciones científicas que sean incompatibles con los resultados que de hecho se han dado en nuestro mundo. Robert H. Dicke articuló esta idea en 1957, argumentando que los factores biológicos ponen condiciones a los valores de las constantes físicas básicas. En 1974, Brandon Carter propuso la expresión "principio antrópico", afirmando que el hombre no ocupa un lugar central en el universo, pero sí una posición privilegiada. John D. Barrow y Frank J. Tipler publicaron en 1986 un libro donde expusieron una amplia defensa del principio antrópico.

Suele distinguirse una formulación débil del principio antrópico y una formulación fuerte. En su versión débil o moderada, el principio afirma que tanto las condiciones iniciales del universo como sus leyes tienen que ser compatibles con la existencia de la naturaleza que observamos, incluyéndonos a nosotros mismos. Las condiciones necesarias para la existencia de la vida humana abarcan un amplio conjunto de factores físicos, químicos, geológicos, astronómicos y biológicos, que son muy específicos. Esta versión moderada se limita a afirmar que deben haberse dado y seguirse dando las condiciones necesarias para nuestra existencia, lo cual es cierto. Esta formulación del principio antrópico puede servir como guía heurística, para excluir, en el estudio científico, lo que sea incompatible con las características que, de hecho, posee la naturaleza.

En su versión fuerte, el principio antrópico postula, de algún modo, la existencia de una finalidad que abarca todo el proceso de la formación de la naturaleza. Nada hay que objetar a esta afirmación si se formula como una reflexión filosófica basada en los datos que proporcionan las ciencias. Pero, en ocasiones, quienes defienden alguna de las versiones fuertes del principio antrópico parecen intentar presentarlo como si fuese una parte de la ciencia misma, ante lo cual protestan, con razón, no pocos científicos. En algunas ocasiones se defiende una versión fuerte del principio antrópico sin admitir, en cambio, la existencia de un Dios personal; de ahí resultan posiciones un tanto confusas, de tipo más o menos panteísta. En cualquier caso, el eco que ha encontrado el principio antrópico en el ámbito de la cosmología pone de manifiesto que es muy difícil dejar de lado las dimensiones finalistas de la naturaleza.

En segundo lugar, aunque el progreso de la biología nos lleva a conocer cada vez mejor las dimensiones finalistas de la naturaleza, una de las objeciones principales que se plantean contra la finalidad natural es la que proviene, en el ámbito de la biología, de la teoría de la evolución.

El problema planteado por el evolucionismo consiste en que los organismos vivientes podrían explicarse a partir de su origen, por evolución desde formas menos organizadas, mediante causas eficientes naturales: en concreto, según la síntesis neodarwinista, como el resultado de la combinación de variaciones aleatorias y selección natural. Las novedades se producirían por azar, y la competencia adaptativa motivaría que sólo sobrevivieran los organismos más adaptados, dando la impresión de un progreso programado.

Según una interpretación ampliamente difundida, el evolucionismo desalojaría a la finalidad del mundo biológico; haría inútil cualquier explicación finalista, porque la aparente finalidad de los vivientes vendría explicada mediante su origen evolutivo. Además, no podría afirmarse que el hombre sea el fin de la evolución, ya que ésta depende de factores aleatorios e imprevisibles. Por fin, la evolución también invalidaría el argumento teleológico (plan divino), que vendría sustituido por las explicaciones naturalistas (la combinación del azar y la necesidad). Voy a examinar estas tres objeciones, con objeto de mostrar que la evolución no elimina la finalidad.

La evolución no proporciona una explicación completa de la finalidad natural. En efecto, no explica que existan en la naturaleza unas virtualidades muy específicas, cuya actualización conduce a nuevas virtualidades que son también muy específicas, y así sucesivamente. La evolución resulta ininteligible si no se admite la existencia de tendencias y cooperatividad. La evolución no explica en qué consiste y de dónde proviene el dinamismo natural, enormemente específico, que le sirve de base. La explicación de los orígenes es sólo una parte de la explicación de la finalidad. Por otra parte, sea cual sea su origen, en los organismos existe un alto grado de finalidad, y el recurso al binomio azar-selección no basta para explicar completamente la producción de una organización tan sofisticada, coordinada y funcional.

La evolución no es incompatible con el lugar central que el hombre ocupa en la naturaleza. Sin duda, el hombre como meta de la evolución es un resultado contingente: si consideramos las condiciones naturales que hacen posible la existencia humana en la Tierra, hubo un tiempo en que no existieron, habrá un tiempo en que no existirán, y podían no haberse dado nunca. Pero el hombre está en la cumbre del proceso evolutivo: no bajo cualquier aspecto, pero sí en cuanto a la sutileza de la organización material y, sin duda, en cuanto a las dimensiones espirituales que trascienden el ámbito de lo natural.Y nada impide que el hombre sea el fin previsto por un plan superior que, si bien actúa utilizando las posibilidades naturales, está por encima de ellas.

La evolución es compatible con la existencia de un Dios creador y con el consiguiente plan divino acerca de la creación, porque el evolucionismo se sitúa en otro nivel. Así lo reconocen casi todos los evolucionistas, también quienes son agnósticos. La evolución sólo sería incompatible con una creación estática (según la cual la naturaleza habría sido creada en su estado actual) o con un plan lineal (la evolución sería siempre lineal, progresiva y perfecta bajo cualquier aspecto). Se comprende que sólo nieguen la compatibilidad entre la evolución y el plan divino algunos fundamentalistas que sostienen una interpretación demasiado literal del relato bíblico, y algunos científicos y filósofos que sostienen posiciones cientificistas. Puede decirse, incluso, que el proceso evolutivo resulta difícilmente comprensible si no existe algún tipo de dirección o plan: ese proceso supone la existencia de unas potencialidades iniciales muy específicas, cuyas sucesivas actualizaciones a lo largo de un período enorme de tiempo conducen a nuevas potencialidades que de nuevo son muy específicas, y esto sucede muchas veces; además, ha sido necesaria la coincidencia de muchos factores que han hecho posible esa enorme cadena de actualización de potencialidades.

Por fin, el nuevo paradigma de la auto-organización, que se ha difundido ampliamente en la actualidad, abarca un conjunto de teorías relativas a los diferentes niveles de la naturaleza. La idea básica es la formación espontánea del orden a partir de estados de menor orden, de donde se toma el nombre de auto-organización. Ese paradigma puede sintetizarse en pocas palabras del modo siguiente: la materia posee un dinamismo propio que, en las condiciones adecuadas, da lugar a fenómenos sinergéticos o cooperativos, mediante los cuales se forma espontáneamente un orden de tipo superior (más complejo o más organizado). Así se habría formado el universo con todas sus partes.

Se subraya, por tanto, que en la naturaleza existe un dinamismo propio que se despliega de modo direccional. En efecto, la auto-organización se basa en la existencia de tendencias y de cooperatividad. Pero también se subraya la contingencia. La actualización de las tendencias depende de circunstancias aleatorias. Los resultados no son necesarios, podrían darse otros diferentes si las circunstancias fuesen otras. La complejidad de los procesos reales pone de manifiesto la contingencia de las sucesivas etapas del proceso evolutivo.

Un elemento clave en el nuevo paradigma es la función central que desempeña la información: el dinamismo natural se despliega estructuralmente de acuerdo con pautas; ese despliegue produce nuevas estructuras espaciales que, a su vez, son fuente de nuevos dinamismos; y todo ello funciona mediante una información que es almacenada estructuralmente y se despliega mediante procesos en los que la información se codifica y descodifica, se transcribe, se traduce y se integra. La información viene a ser racionalidad materializada, porque contiene y transmite instrucciones, dirige y controla, y todo ello a través de estructuras espacio-temporales.

De este modo, se abren nuevas perspectivas a la filosofía de la naturaleza: no sólo es posible conservar los principales problemas y resultados antiguos, sino también reformularlos y ampliarlos en un nuevo contexto mucho más rico. En esta perspectiva ocupa un lugar central la finalidad. En efecto, se subraya la importancia de los factores dinámicos, holísticos y direccionales, así como el papel que desempeña la información.

La auto-organización es entendida a veces como un pan-darwinismo naturalista que eliminaría definitivamente el problema del fundamento radical de la naturaleza: la naturaleza sería autosuficiente. Sin embargo, la reflexión rigurosa sobre la cosmovisión actual nada tiene que ver con ese naturalismo. La ciencia experimental debe su gran progreso a la adopción de un método que, a la vez, tiene unos límites precisos: no estudia temáticamente las dimensiones filosóficas de la naturaleza, pero las supone y proporciona elementos para profundizar en ellas. Y la explicación de las dimensiones filosóficas remite a los interrogantes acerca del fundamento radical de la naturaleza.

Teleología y trascendencia

Dado que la cosmovisión actual subraya la existencia de dimensiones finalistas en la naturaleza, amplía, por tanto, la base del argumento teleológico.

Entre las pruebas de la existencia de Dios, el argumento teleológico ocupa un lugar destacado a lo largo de la historia y también en la actualidad. Fue articulado con especial vigor por Tomás de Aquino, quien utilizó las ideas de Aristóteles pero las situó en un nuevo contexto. A lo largo de su obra propuso diferentes formulaciones del argumento, entre las cuales destaca la "quinta vía" para demostrar la existencia de Dios.

Este es el texto de la quinta vía: "La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que algunas cosas que carecen de conocimiento, concretamente los cuerpos naturales, obran por un fin: lo cual se pone de manifiesto porque siempre o muy frecuentemente obran de la misma manera para conseguir lo mejor; de donde es patente que llegan al fin no por azar, sino intencionadamente. Pero los seres que no tienen conocimiento no tienden al fin sino dirigidos por algún ser cognoscente e inteligente, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego existe un ser inteligente por el cual todas las cosas naturales se ordenan al fin: y a este ser le llamamos Dios" (Tomás de Aquino, Suma Teológica , I, q. 2, a. 3, c.).

El argumento se refiere a los cuerpos naturales ("corpora naturalia"), que carecen de conocimiento. Incluye, por tanto, toda la actividad natural que se despliega independientemente del conocimiento: la de los seres no vivientes, y también la actividad de los vivientes que no depende del conocimiento (la actividad orgánica, con todas sus funciones). Se afirma que los cuerpos naturales obran de la misma manera siempre o casi siempre ("semper aut frequentius"). Se trata de una afirmación extraída de la experiencia ordinaria y, bajo esa perspectiva, no ofrece dificultad: es verdadera, tanto en el ámbito de los vivientes como de los demás entes naturales. Tomás de Aquino se limita al conocimiento ordinario, pero su afirmación puede extenderse, sin dificultad, a la naturaleza tal como aparece ante la cosmovisión científica actual.

La constancia en el modo de obrar manifiesta que la actividad natural corresponde a tendencias que surgen de la naturaleza de los cuerpos. La regularidad de la actividad natural permite afirmar su carácter finalista: se excluye que los cuerpos naturales alcancen su fin por azar, porque lo alcanzan obrando de la misma manera siempre o casi siempre, y los efectos del azar no son regulares. El dinamismo natural es tendencial, y las tendencias se dirigen hacia la consecución de un fin que viene identificado con un bien.

La referencia al bien es el punto central del argumento. Se afirma que los cuerpos naturales obran en vistas a un fin ("operantur propter finem"), llegan al fin ("perveniunt ad finem"), y tienden hacia el fin ("tendunt in finem"), y que ese fin es algo óptimo. Esta referencia no sólo al bien, sino a lo óptimo, es fundamental: sin ella, el argumento no permitiría afirmar la existencia de Dios. La cosmovisión actual proporciona nuevas bases para comprobar el valor de la actividad natural y de sus resultados: en efecto, permite conocer con detalle la perfección de los mecanismos naturales en los individuos, y la organización de la naturaleza en diferentes niveles cooperativos que hacen posible la existencia humana.

Nos encontramos, por tanto, ante una actividad natural altamente direccional y racional, llevada a cabo por seres que carecen de conocimiento. Los cuerpos naturales no pueden tener esa direccionalidad por sí mismos, pues carecen de inteligencia. De ahí que sea preciso recurrir a una inteligencia capaz de dar razón de las tendencias naturales y de su ordenación hacia el bien. Por consiguiente, debe tratarse de una inteligencia que supera completamente a la naturaleza; más aún, de una inteligencia que ha previsto el modo de ser de lo natural y las tendencias que de él derivan: y sólo un Dios personal creador puede dar a lo natural su ser y su modo de ser.

En efecto, la inteligencia ordenadora corresponde al Ser que ordena todas las cosas naturales hacia su fin ("a quo omnes res naturales ordinantur in finem"). Debe tratarse, pues, no sólo de un ser diferente de la naturaleza, sino precisamente del Ser que es el autor de la naturaleza, porque sólo ese Ser puede producir unas tendencias que se encuentran inscritas en el interior de los cuerpos naturales. No basta, por tanto, recurrir a un ser que ordene los cuerpos desde fuera, imprimiéndoles algún tipo de movimiento: es preciso admitir la existencia de un Dios personal creador.

La quinta vía mantiene su valor en la actualidad, porque todos los aspectos mencionados son coherentes con la cosmovisión científica actual. Incluso puede decirse que el progreso científico amplía notablemente el ámbito de los hechos que sirven de base a las consideraciones contenidas en la quinta vía. En ese sentido, la quinta vía viene reforzada por ese progreso.

La quinta vía se centra en la finalidad individual, propia de cada cuerpo. Otras formulaciones tomistas del argumento teleológico subrayan la cooperación de agentes diferentes hacia un mismo fin: el orden de la naturaleza en su conjunto (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, I, c. 13; III, c. 64; De potentia, q. 3, a. 6, c.; Comentario a la Metafísica de Aristóteles, libro XII, capítulo 10, lectio 12; Comentario al evangelio de San Juan, prólogo; Comentario al Símbolo de los Apóstoles, artículo 1). El núcleo del argumento es el mismo, tanto si se centra la atención en los aspectos individuales como en los cooperativos. Pero, en relación a los conocimientos científicos, tiene una gran fuerza la consideración del orden cooperativo, que ocupa un lugar central en la cosmovisión actual.

Algunas firmulaciones tomistas del argumento teleológico son mucho más extensas que la quinta vía e incluyen análisis filosóficos detallados acerca de la finalidad natural que también son plenamente actuales. Por ejemplo, Tomás de Aquino alude a quienes pretenden explicar la naturaleza recurriendo sólo a la causa material y a la causa agente, y señala que esas causas intervienen en la producción de los efectos, pero son insuficientes para explicar su bondad (Tomás de Aquino, De veritate, q. 5, a. 2).

Es interesante subrayar por qué, en la argumentación tomista, se juzgan insuficientes las explicaciones que únicamente recurren a la necesidad y al azar. El motivo es diferente en los dos casos. Por lo que se refiere a las causas material y agente, a estas causas les corresponde una cierta necesidad; por tanto, permiten comprender que la actividad de los cuerpos se realice de un modo constante, pero no explican que se consiga un resultado óptimo: la causa material y agente son ciegas con respecto a la bondad del resultado. Por lo que se refiere al azar, se afirma que el azar no explica que la actividad de los cuerpos se realice de un modo constante: el azar es ciego con respecto a la constancia de la actuación. Por fin, tampoco se consigue una explicación suficiente recurriendo a la combinación de necesidad y azar; en efecto, aunque se admita que esa combinación puede explicar parcialmente la formación de la naturaleza, resulta insuficiente para explicar su perfección y, además, no explica su fundamento radical, ya que siempre remite a situaciones físicas anteriores (por curioso que pueda parecer al lector moderno, esa posibilidad, sobre la cual se insiste en nuestra época a propósito del evolucionismo, fue contemplada expresamente por Tomás de Aquino, quien recogió lo que acerca de esta cuestión había dicho Aristóteles muchos siglos antes: Tomás de Aquino, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 12).

En definitiva, la finalidad natural, que consiste en una tendencia habitual hacia algo óptimo, postula una inteligencia: relacionar, dirigir, ordenar hacia un objetivo óptimo que se alcanza de modo habitual, son operaciones propias de una inteligencia. Y, si se tiene en cuenta que esa dirección afecta a las tendencias naturales y, por tanto, al modo de ser de lo natural, resulta lógico afirmar la existencia del Dios personal creador. La cosmovisión actual proporciona al argumento teleológico una base que es más compleja que la proporcionada por la experiencia ordinaria, pero la supera ampliamente en profundidad y precisión.

Naturaleza y providencia

 

La causa final actúa de dos maneras. Por una parte, como objetivo previsto por el agente, y por otra, como tendencia hacia un objetivo determinado. Todos los seres tienen tendencias, que responden a su modo de ser, pero sólo los agentes intelectuales pueden proponerse objetivos de modo consciente y libre.

En la primera parte del argumento teleológico se afirma que los seres naturales que carecen de conocimiento poseen unas tendencias constantes cuya actualización produce resultados óptimos, y que la constancia de las tendencias muestra que esos seres no actúan por azar, sino de acuerdo con la necesidad característica de las causas agentes. Luego se añade que la producción de resultados óptimos muestra que esos resultados son un objetivo previsto por un agente intelectual. Por tanto, hay una doble referencia al azar: se niega que las tendencias naturales respondan al azar, y también se niega que la bondad de los resultados pueda deberse exclusivamente a la confluencia azarosa de causas necesarias. Esa doble referencia corresponde a los dos niveles de la finalidad. En consecuencia, cuando se niega la finalidad natural, hay que precisar a qué aspecto se refiere esa negación, o sea, si se niega que existan tendencias naturales, o que exista una finalidad superior que se relaciona con el gobierno divino de la naturaleza.

Si se niega que existan tendencias, hay que enfrentarse no sólo con la evidencia propia de la experiencia ordinaria, sino con los logros del progreso científico, que subrayan ampliamente la existencia de direccionalidad en la naturaleza.

Con frecuencia, no se niega que existan tendencias particulares en la naturaleza, sino que exista una tendencia global en la evolución. Se afirma que la evolución procede de un modo oportunista, que no podría responder a un plan premeditado. En esas condiciones, ¿cómo podría hablarse todavía de un plan divino?

Sin embargo, esta dificultad desaparece cuando se advierte que el plan divino no implica una evolución rectilínea, siempre progresiva, sin accidentes: es más lógico suponer que Dios cuenta con la complejidad propia de las causas naturales para realizar su plan. La existencia de un plan divino es plenamente congruente con el carácter complejo de la evolución. Más aún: la complejidad del universo adquiere así un nuevo relieve. Puede comprenderse, por ejemplo, que quizás Dios haya querido que existan millones de galaxias para que puedan existir la Tierra y el hombre. En efecto, las teorías cosmológicas actuales afirman que los átomos más pesados se han producido en el interior de las estrellas, y ha podido ser preciso que esto haya sucedido muchos millones de veces para que, finalmente, se haya producido un solo planeta con las características concretas de la Tierra. La existencia de millones de galaxias y estrellas, que de otro modo parecería innecesaria, podría resultar necesaria para que, mediante procesos naturales, haya llegado a ser posible la vida humana (esto no excluye la posible existencia de vida en otros lugares del universo).

Entre la acción divina y la actividad de la naturaleza no existe una simple armonía. Si la actividad natural responde al plan divino, deberá afirmarse que Dios no sólo la respeta, sino que la quiere positivamente, aunque Dios también puede producir efectos que sobrepasen el curso ordinario de la naturaleza. Por tanto, resulta congruente que el plan divino cuente con el despliegue del dinamismo natural. Bajo esta perspectiva se comprende, por ejemplo, que el plan divino sea compatible con un despliegue zigzagueante del dinamismo natural que puede producir resultados no destinados a sobrevivir, y con la existencia de mecanismos en los que se combinan la necesidad y el azar, la variación y la adaptación. La afirmación del plan divino no equivale a afirmar que todo lo que sucede en la naturaleza sea bueno bajo cualquier punto de vista.

La existencia de un plan superior permite comprender en profundidad la existencia de la naturaleza. Sin duda, implica un cierto misterio, pero se trata del misterio que lógicamente encontramos ante lo divino. Por el contrario, si se niega la existencia del plan divino, la naturaleza queda envuelta en un misterio irracional, y existe un serio peligro de absolutizar las explicaciones parciales proporcionadas por las ciencias.

La principal dificultad que puede plantearse frente al argumento teleológico es la existencia del mal. Tomás de Aquino dedicó gran atención a este problema a lo largo de toda su obra. En la Suma Teológica, al exponer las cinco vías, sintetizó su respuesta en pocas palabras: Dios permite el mal en vistas a salvaguardar bienes mayores. Esta idea se aplica a dos casos diferentes: el mal moral, debido al mal uso de la libertad por parte de la persona humana, y el mal físico, que es el que propiamente se relaciona con la finalidad natural.

En el caso del mal moral, que es el pecado, y es el mal en sentido radical, no es fácil explicar cómo podría compaginarse su eliminación con la libertad humana. Por tanto, se puede comprender que Dios lo permita, porque la posibilidad del mal moral responde a la existencia de la libertad humana, que es un bien todavía superior.

El mal físico, al que propiamente se refiere el argumento teleológico, puede justificarse de dos maneras. En primer lugar, teniendo en cuenta que se trata sólo de un mal relativo que puede ordenarse a un bien superior, que es el bien espiritual. Y en segundo lugar, advirtiendo que los males físicos particulares pueden quedar integrados en bienes superiores incluso en el orden físico. La existencia del mal físico no se opone a la bondad divina: parece inevitable que existan conflictos entre diferentes bienes particulares, pero esos conflictos pueden resultar integrados en un bien superior.

Tomás de Aquino afirma expresamente que Dios ha creado el universo para el hombre. Recuerda que puede hablarse de la finalidad en dos sentidos: como tendencia natural, o como plan de un agente inteligente, y afirma que el hombre es el fin de las criaturas en los dos sentidos (Tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias , libro II, distinción I, cuestión II, artículo III, cuerpo).

Para afirmar que Dios ha creado el universo en vistas al hombre es preciso recurrir a razonamientos que trascienden el ámbito del argumento teleológico. Pero esa afirmación resulta plenamente congruente con la existencia, en todos los niveles de la naturaleza, de tendencias naturales cooperativas que hacen posible la vida humana. Desde esta perspectiva, la aplicación de la noción de bien a la naturaleza implica un antropocentrismo legítimo, que refleja el puesto central del hombre en el cosmos.

La inteligibilidad de la naturaleza

 

La naturaleza resulta parcialmente inteligible cuando se la contempla a la luz de los conocimientos proporcionados por la experiencia ordinaria y por las ciencias. Pero adquiere su sentido pleno cuando contemplamos el sistema de la naturaleza a la luz de su fundamento radical y de la vida humana.

Desde la perspectiva finalista, la actividad de la naturaleza aparece como obra de una "inteligencia inconsciente": la naturaleza no delibera, pero actúa como si realmente poseyera una capacidad racional.

La expresión "inteligencia inconsciente", si se la interpreta literalmente, es contradictoria, porque contiene dos términos incompatibles. Por tanto, sólo puede ser utilizada como una metáfora. Pero la metáfora tiene una base real: las operaciones de la naturaleza son direccionales y, además, cooperan en la producción de resultados que, en muchos aspectos, sobrepasan ampliamente lo que puede conseguirse mediante la tecnología más sofisticada. En ese sentido, la naturaleza sobrepasa a la razón humana que, por otra parte, sólo puede producir artefactos en la medida en que conoce y utiliza las leyes naturales.

A veces se intenta explicar la naturaleza tomando en cuenta exclusivamente su composición y sus leyes: el orden sería el resultado de combinaciones aleatorias de procesos, y la finalidad sería sólo aparente. Bajo esta perspectiva, y partiendo de la oposición entre el azar y la finalidad, cuanto más se acentúa la función del azar queda menos espacio para la finalidad. Sin embargo, la oposición entre azar y finalidad no es absoluta, porque el azar exige la finalidad. En efecto, ni siquiera podría hablarse de azar si no existiera una direccionalidad, como tampoco tendría sentido hablar de desorden si no existiese ningún tipo de orden.

Las críticas contra la teleología suelen suponer que existe una contradicción absoluta entre el azar y la finalidad; en consecuencia, las explicaciones en las que interviene el azar se valoran como argumentos contra la finalidad. Pero no existe tal contradicción absoluta entre azar y finalidad. Al afirmar la finalidad, no se excluye cualquier tipo de azar. Simplemente se subraya que el azar y, en general, cualquier combinación de fuerzas ciegas, no puede ser considerado como una explicación total.

Por ejemplo, para explicar el origen de una frase que tiene sentido en un determinado lenguaje, no basta probar que existe alguna probabilidad de que se haya producido mediante combinaciones de letras al azar: si no existe previamente un lenguaje, con su alfabeto, su diccionario y sus reglas gramaticales, ninguna combinación de letras podrá formar términos con significado. En el origen tiene que haber inteligencia. Esto es igualmente válido con respecto a la naturaleza. La afirmación de la finalidad equivale a afirmar que la inteligibilidad de la naturaleza se fundamenta, en último término, en una actividad inteligente. La inteligencia inconsciente debe basarse en una inteligencia consciente.

Al comentar las ideas de Aristóteles sobre la finalidad natural, Tomás de Aquino propuso una especie de definición de la naturaleza, contemplada desde su fundamento metafísico radical, que es muy original y aventaja en profundidad a las ideas de Aristóteles, además de ser sorprendentemente coherente con la cosmovisión actual. Dice así: "la naturaleza es, precisamente, el plan de un cierto arte (concretamente, el arte divino), impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave" (Tomás de Aquino, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 14).

Tres aspectos de esta cuasi-definición merecen una atención especial: la racionalidad de la naturaleza, su conexión con el plan divino, y el énfasis que se pone en la auto-organización.

En primer lugar, se subraya la racionalidad de la naturaleza al identificar la naturaleza con el plan de un arte (en el original latino, "ratio cuiusdam artis"). De hecho, el progreso científico pone de manifiesto, hasta extremos antes insospechados, la eficiencia y sutileza de la naturaleza. El éxito de la ciencia amplía cada vez más nuestro conocimiento de la racionalidad de la naturaleza. Aunque los productos de la tecnología superen en algunos aspectos a la naturaleza, siempre se basan en los materiales y las leyes que la naturaleza pone a nuestra disposición; y, desde luego, la naturaleza siempre nos aventaja, a gran distancia, en muchos aspectos de gran importancia.

En segundo lugar, la conexión de la naturaleza con el plan divino expresa el fundamento radical de la racionalidad de la naturaleza: es una manifestación del plan divino; por tanto, de un plan sumamente sabio. Además, la acción divina no se limita a dirigir desde fuera la actividad natural: el plan divino se encuentra inscrito en las cosas (se dice en el original latino: "ratio cuiusdam artis, scilicet divinae, indita rebus"). Lo natural posee modos de ser, con las correspondentes tendencias, que conducen hacia resultados óptimos. Se comprende, por tanto, que no existe oposición entre la acción natural y el plan divino; por el contrario, el plan divino incluye el dinamismo tendencial de lo natural y se realiza a través de su actualización.

En tercer lugar, se alude a la auto-organización como una característica básica de la naturaleza. El ejemplo es muy gráfico: como si se pudiera otorgar a los trozos de madera que se moviesen por sí mismos para construir una nave. Esa idea corresponde, de un modo que no podía sospecharse cuando fue escrita hace más de siete siglos, a los conocimientos actuales acerca de la auto-organización de la naturaleza, que implica, además, un gran nivel de cooperatividad entre sus componentes, sus leyes, y los diferentes sistemas que se producen en los sucesivos niveles de organización. Queda subrayada, de este modo, la direccionalidad de la naturaleza, también en su aspecto sinergético, y se insinúa la emergencia de nuevos sistemas y propiedades como resultado de la acción sinergética o cooperativa.

Por otra parte, también merecen especial atención las implicaciones de la catacterización tomista de la naturaleza. En efecto, se pone de manifiesto el valor positivo de la naturaleza como resultado del plan divino. Se explica también la articulación de la necesidad y la contingencia porque, de una parte, la naturaleza es contingente por ser el resultado de la acción libre de Dios, y de otra, posee una fuerte consistencia de acuerdo con el modo de ser que Dios ha inscrito en lo natural. Asimismo, se pone de relieve la articulación entre la unidad y la multiplicidad, porque la perfección del universo se consigue a través de la cooperación de sus componentes y, en último término, se ordena hacia la vida humana, ya que la naturaleza constituye el ámbito que hace posible la existencia de la persona humana y el desarrollo de sus capacidades. Por fin, se comprende la articulación entre el ser y el devenir, porque Dios ha puesto en la naturaleza unas virtualidades que hacen posible su progresiva evolución, y cuenta con la cooperación del hombre, a través de su trabajo, para llevar a la naturaleza hacia un estado cada vez más perfecto. En definitiva, esa definición tomista expresa el núcleo de la perspectiva metafísica y finalista de la naturaleza, y tiene gran importancia para determinar su valor en el contexto de la cosmovisión actual.

Bibliografía

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